Nunca me gustó aquel tipo.
Detestaba su sonrisa reluciente, sus aires de suficiencia bien estudiada, sus
modales de familia de buena posición y sus reflexiones morales y filosóficas
que siempre me sacaban de quicio. No encajaba en aquel cuchitril del bajo Manhattan.
Pero es lo que pasa con estos universitarios de pacotilla. Quieren empezar
siempre desde abajo, pero sin dejar de mirar por encima de las cabezas de los
demás. Tardaría poco en comenzar su meteórico ascenso. Pronto aquel distrito
y el cuerpo de policía se le quedarían pequeños. Quizá el futuro le deparara un
lustroso sillón en el Consistorio.
Pero reconozco que tenía olfato
para este trabajo. Y era listo. Un buen detective no tiene por qué reunir esas
dos cualidades. Pero él tenía esa inteligencia para atar cabos y sacar
conclusiones acertadas, y la persistencia necesaria para llegar hasta el final.
Yo en cambio soy de los que
remueven la mierda y se meten en ella hasta la cintura para conseguir que las
ratas salgan huyendo. Por eso me llamaban el “Basurero”, pues no hay un solo cubo
de basura de esta ciudad que no haya sacudido.
Pero este era mi último caso, y
deseaba liquidarlo cuanto antes. Nadie parecía tener un especial interés en
encontrar el cadáver de un tipo al que nadie echaría en falta. Excepto aquel
muchacho, cosa que me conmovió. Hasta el ser más insignificante merece justicia.
Le eché un vistazo a la cajetilla
de cerillas de un famoso club, encontrada en el coche de la presunta víctima.
En ella, escrita con trazos rápidos y nerviosos, una única frase: “tengo algo
que contarte”. Mi compañero tampoco podía dejar de echarle ocasionales miradas
mientras conducía, y yo casi podía escuchar como su cerebro discurría y
analizaba tan exigua información.
Cuando llegamos al club vi en
la esquina a Jimmy “el canario”, los ojos y los oídos de esta parte de la
ciudad. Dos funciones a la semana en la comisaría del distrito, cantando con su
voz de barítono quebrada por el alcohol y el tabaco a cambio de un par de
billetes. Dejé que el muchacho se adelantara. La impaciencia de la juventud. Yo
mientras me reuní con Jimmy.
—No tienes muy buen aspecto
Jimmy —le dije mientras observaba su tez amarillenta y su cabello despeinado.
—Me temo que tú tampoco tienes
mucho de lo que presumir —respondió con cierta amargura.
—¿Tienes algo para mí? —pregunté
de forma directa.
Jimmy me echó una mirada vacía
y levantó la vista a las estrellas. Luego observó lo que nos
rodeaba. Las luces, la gente... todo parecía en un momento nuevo para él. Y de
repente, vi desesperación en sus ojos.
—Claro que sí, Basurero. El
mundo se mueve, avanza y se retuerce por los filamentos del tiempo, iluminando
un futuro en el que no tenemos cabida. Somos de piedra, inamovibles. ¿No te das
cuenta? El tiempo nos ha dejado atrás...
—Es tarde, y estoy muy cansado
para reflexiones filosóficas... ¿No tienes algo más concreto? —dije con
aburrimiento, echando mano de la billetera.
—Ruby quería verte —contestó
Jimmy sujetando mi mano—. Esto es por cuenta de la casa.
—Cuídate, Jimmy —le dije
sonriendo.
—¿Quién llorará por nosotros,
Basurero? —preguntó con un tono de desesperación.
—Espero que nadie, Jimmy.
Espero que nadie... —respondí con amargura.
—Yo lloraré por ti —dijo
despidiéndose.
Conocía muy bien aquel club.
Solía estar bastante animado todas las noches. Allí siempre se podía echar un
buen trago. Lástima haberlo dejado. El muchacho arrogante estaba hablando con
una de las camareras. Yo las conocía a todas, incluida a la dulce Ruby. No
había nadie como ella para consolar en una fría noche de invierno a cambio de
unos arrugados billetes, con esa mezcla de inocencia y amargo conocimiento de
la vida a partes iguales. Las noches siempre eran más interesantes con la
cálida y húmeda compañía de la dulce Ruby...
La camarera coqueteaba con mi
compañero, pero él no estaba por la labor. Yo sonreí para mis adentros. Hay
formas más fáciles y agradables de hacer nuestro trabajo, pero yo no estaba
dispuesto a ponérselo fácil. Así que me quedé observando la escena divertido,
mientras él se desesperaba mostrándole la caja de cerillas a aquella muchacha.
Cuando se dio por vencido, se levantó de mala gana y dejó la barra.
—Estirado hijo de puta —susurró
la camarera, mientras yo estallé en una carcajada.
Miré alrededor y sonreí. Me
acerqué a mi compañero y le comenté que en este trabajo hay que ser más sutil y
más observador. Parece que me hizo caso, porque empezó a observar lo que le
rodeaba, hasta que se concentró en una joven que miraba con sorpresa la caja de
cerillas que sostenía en su mano. La dulce Ruby...
Nos sentamos en un reservado.
Era agradable ver de nuevo a Ruby. Ella siempre confió en mí, pero esta vez
dejé que le muchacho hiciese las preguntas. Ella estaba nerviosa y no dejaba de
mirar la caja de cerillas. Nos contó una confidencia, de las que se susurran en
una de aquellas frías noches de invierno. Negocios turbios en los muelles todas
las noches, dinero manchado de sangre... El muchacho le preguntó nombres, pero
Ruby juró y perjuró que ninguno se había dicho. Pero su voz la delataba. Sólo
sabía mentir en la cama... Mi compañero le dio una tarjeta por si recordaba
algo, y ella se la quedó mirando un momento, y luego la guardo temblorosa.
—¿Entonces él está...?
—preguntó amargamente mientras miraba la caja de cerillas.
Mi compañero no contestó. Sólo
se quedó observándola con curiosidad, mientras ella cerraba los ojos y
sollozaba. “Qué hijo de puta insensible”,
pensé.
—Sí Ruby, me temo que está
muerto... Lo siento —le dije tratando de consolarla, consciente del poco efecto
que podrían producir mis palabras...
Me separé de mi compañero
cuando salimos del club. Supuse que iría a los muelles a comprobar lo que nos
había dicho la joven. Yo decidí esperar a que Ruby acabara su turno con la
esperanza de averiguar qué era lo que ocultaba. Así que esperé resguardado en
las sombras un par de horas. Una fría noche de invierno...
La vi salir a lo lejos, embozada
en un abrigo largo y oscuro. Cruzó la carretera dirigiéndose hacia donde yo
estaba. Era el camino que siempre tomaba hacia su casa. La calle estaba vacía y
solo se escuchaban los lamentos etílicos de algún borracho. Entonces los faros
de un coche iluminaron la silueta de la joven, mientras el vehículo se
precipitaba sobre ella, arrollándola. Todo ocurrió muy rápido, y yo me quedé petrificado,
incapaz de reaccionar. El coche se detuvo y el conductor se bajó, acercándose
al cuerpo. Después de comprobar que estaba muerta, rebuscó entre sus cosas y se
guardó algo en el bolsillo. Después se montó de nuevo en el coche y se fue. Yo
me acerqué lentamente, como si flotara en un sueño. La vi allí tirada sobre un
charco de sangre, desmadejada como una muñeca rota. Un triste final para la dulce
Ruby. Ya no habría más cálidas y húmedas noches de invierno.
Me dirigí al puerto, guiado por
el instinto de lo inevitable. Su coche estaba aparcado en una vieja y
abandonada nave. Vi la luz de una linterna en su interior y entré. Allí estaba
mi compañero, en cuclillas ante dos cuerpos que iluminaba con la linterna, y me
coloqué junto a él. Uno de aquellos cuerpos era el de Jimmy “el canario”. El
otro, el mío. Un tiro en el pecho y otro en la cabeza. No sentí ninguna emoción
al mirarme a mí mismo, tirado en el suelo con dos agujeros de bala en mi
cuerpo. Tan solo un escalofrío que me recorrió toda la espina dorsal.
—Maldito viejo estúpido —dijo
el muchacho con desprecio dirigiéndose a aquel viejo detective que se pudría en
el suelo de un viejo almacén abandonado—. Siempre haciendo preguntas y dando palos
de ciego, esperando a que las pistas caigan del cielo. Qué predecible eras y que poco me ha costado borrar el rastro. Un soplón y una puta. Están muertos porque decidiste meter tus narices dónde no te incumbía. Perteneces a un pasado que ya no
volverá. En el futuro ya no hay sitio para gente como tú.
Mientras hablaba, jugaba con la
tarjeta ensangrentada, que había recuperado del cuerpo de Ruby. Ella había reconocido su nombre en aquel trozo de cartón. Luego miré a
Jimmy. Y pensé con tristeza que los dos eran un par de cabos sueltos que había
que solucionar para ocultar un asesinato. El mío. Luego miré de nuevo el cuerpo
de Jimmy. “Yo lloraré por ti, Jimmy. Y por Ruby, si
es que un hombre muerto puede hacer tal cosa”.
Envolvió nuestros cuerpos con
viejos y andrajosos sacos y los afianzó con cadenas. Luego los cargó en el coche,
junto a un pesado bloque de cemento. Entonces condujo hasta el muelle.
Unió los dos fardos por otra
cadena, y ésta, a otra más larga a cuyo extremo se encontraba el bloque de
cemento. Yo le observaba trabajar, sorprendido por tal minuciosidad. Parecía
tener experiencia en esos menesteres. Pasaba de un lado a otro asegurando la
carga como un buen estibador. Y me fijé en que la larga cadena unida al bloque
de cemento se iba enredando cerca de uno de sus pies. Y sonreí. Sonreí mientras
empujaba los cuerpos al agua. Sonreí mientras la larga cadena se deslizaba
hacia el mar, no sin antes tensarse alrededor de su tobillo, y sonreí mientras
su cuerpo era arrastrado hasta la oscuridad del océano junto con el de Jimmy y
el mío, mientras gritaba histérico. Y pensé: “Después
de todo, en el futuro
tampoco hay sitio para ti...”