Miró el
reloj de pulsera. Ya casi era la hora, así pues se concentró en lo que tenía
entre manos. No quería dejar ningún cabo suelto. A su alrededor reinaba el caos
como de costumbre. Sus compañeros se movían por el estudio de arquitectura como
pollos sin cabeza. Era la lógica consecuencia de un trabajo mal desempeñado y
dejado a la inspiración de última hora. María sacudió la cabeza y suspirando
siguió con lo suyo.
El jefe se
acercó a su mesa con el abultado dossier de un importante proyecto. Quería que lo
revisara e hiciera las correcciones oportunas. Eran cinco personas en el
estudio, pero cuando la situación se ponía fea, el trabajo siempre iba a parar
a su puesto de trabajo. Y ella no ponía objeciones. Era la mejor y eso le
llenaba de orgullo. Abrió el expediente, y mientras su jefe se daba la vuelta,
María llamó su atención entregándole otra carpeta igual de gruesa con las correcciones
solicitadas. Él lo cogió y lo ojeó por encima. Luego levantó la mirada
sorprendido. Ella le explicó que las correcciones se hicieron cuando debían
hacerse y no a última hora. Y dedicándole una gélida mirada, lo imaginó, cual
estatua de hielo, convertido en añicos con sólo un chasquido de dedos. Y como
si él comprendiera todo esto en un momento, se giró en redondo y tragando
saliva emprendió la retirada hacia su despacho.
Faltaban
cinco minutos para las tres y todo el trabajo estaba bien atado. Así pues cogió
su abrigo y se dirigió a la salida, con la cabeza bien alta. Nadie le iba a
reprochar que por un día saliese unos minutos antes de la hora. No eran tan
hipócritas.
María se
miró al espejo del probador. Era alta y delgada y el pelo negro le caía en
cascada sobre los hombros. Tenía un rostro bonito que se tornaba de gesto
adusto a expresión risueña con sorprendente facilidad. Examinó la imagen que le
devolvía el espejo y seguía viendo a aquella mujer, profesional realizada en su
trabajo, madre de dos niños a los que adoraba y abnegada ama de casa. ¿Qué era
lo que no cuadraba entonces? Se concentró de nuevo en el reflejo. Se sentía
sorprendentemente atractiva y al recogerse el pelo dejó al descubierto los
pendientes de brillantes que llevaba aquel día. Tenían un fulgor especial
gracias a la magia de un recuerdo, de un momento especial en el que todo encajó,
en el que ambos lo supieron. Entonces le embargó la pena y el remordimiento. A
veces se sentía tan lejos de él, quién sabe si por la maternidad, el trabajo o
la mera rutina de la vida en pareja. Pero se miró por última vez al espejo
intentando convencerse a sí misma que lo que hacía no estaba mal, porque se
sentía mujer y viva…
Salió del
probador con las mejillas levemente ruborizadas y mientras se acercaba al
mostrador atisbaba de reojo a ambos lados, con la sensación de ser el objeto de
todas las miradas. Atendía la caja un joven de poco más de veinte años de pelo
multicolor, anillo plateado en la nariz y tatuajes en toda su anatomía visible,
que observaba de forma alternativa a María y a las prendas que ésta llevaba
dobladas sobre su brazo. Una vez completado el trayecto, el leve rubor de
mejillas se había tornado en un encendido y ardiente rojo fuego.
—¿Tienes otra talla más grande? —preguntó al encargado—.
Creo que me está muy ajustado.
—Es látex, preciosa. La gracia reside en que esté ajustado
—contestó socarronamente el joven.
—Ya veo —indicó María mientras se imaginaba a sí misma
tirando de la argolla nasal de aquel niñato y a éste gritando de dolor mientras
se desangraba sobre el mostrador—. Aún así me gustaría probarme una talla más.
Había
dejado el coche aparcado dos calles más abajo y recorría con una mezcla de
ansiedad y miedo el trayecto que le separaba del pequeño hotel de las afueras.
La bolsa le pesaba como si llevara una losa de granito en su interior, y cuando
bajo la vista hacia la misma, le invadió un sentimiento de aprensión, pero al
mismo tiempo una anhelante emoción, casi infantil, recorrió todo su cuerpo,
provocándole una risa nerviosa, que no pudo contener incluso delante del
recepcionista que le entregaba la llave con una expresión de perplejidad. Y de
esta forma llegó hasta la puerta de la habitación número diez.
Era una
habitación pequeña y sencilla, con una cama de matrimonio, un armario con
puertas de espejo, un diminuto mueble con una televisión y una consola que hacía
las veces de escritorio. Una puerta daba a un diminuto cuarto de baño con plato
de ducha. No era mucho, pero al menos estaba limpio. Bajó las persianas de la
habitación y sacó su compra de la bolsa extendiéndola sobre la cama. El corsé,
las botas de caño alto y los guantes, todos ellos negros, brillaban a la tenue
luz de la lámpara y María pasó la yema de los dedos sobre su lisa superficie
notando el frío pero agradable tacto del material. Se quedó pensativa,
sopesando la posibilidad de echarse atrás, pero en cambio comenzó a desvestirse
sin dejar de apartar los ojos de la fusta de cuero trenzado que acompañaba a
todo el conjunto. Cuando comenzó a abrocharse el corsé, se arrepintió enseguida
de no haber comprado incluso una talla más y por un momento se sintió como
Escarlata O’Hara mientras era vestida por su criada con semejante prenda, un instrumento
de tortura de la Santa Inquisición a fe suya. Una vez superado el lento y costoso
proceso, se colocó delante del espejo sintiéndose de inmediato ridícula, hecho
que se acrecentó al coger la fusta e intentar adoptar una postura dominante,
dando golpecitos con la misma sobre la palma de la mano. ¿Qué es lo que estaba
haciendo? Aquello empezaba a parecerle la peor idea que había tenido en su
vida. Pero, ¿y si fuera esto lo que faltaba en su vida? Quizás un poco de sal
para condimentar una existencia monótona. Volvió a echar otro vistazo a la
imagen del espejo y pensó: “¡Perfecta!”
Unos pasos
al otro lado de la puerta y luego unos tímidos golpes la sacaron de sus
tribulaciones y la hicieron tomar conciencia de la realidad.
—¿Quién es? —interpeló de forma autoritaria.
—Soy yo, Lady Godiva —respondió timorato el visitante—.
Quiero decir… su esclavo.
—¿Y te vas a quedar ahí todo el día? —interrogó María— ¡Pasa
de una vez, maldito gusano!
Un rayo de
claridad inundó la oscura habitación mientras una figura recortada bajo el
dintel de la puerta intentaba abrirse paso entre la oscuridad con los brazos
extendidos para tantear cualquier obstáculo. Tan pronto como hubo dado dos
pasos, tropezó con la esquina de la cama cayendo pesadamente sobre el suelo.
—¡Mierda! —exclamó el individuo—. Mi señora, ¿podría
encender alguna luz?
—Nadie te ha dicho que puedas hablar —replicó María, que
cada vez se sentía más a gusto en su papel—. ¡Enciende esa luz y ten más
cuidado la próxima vez, patoso!
El hombre
tanteó la pared cerca de la puerta y encontró el interruptor, que pulsó. Cuando
se encendió la luz María observó detenidamente a aquel individuo de estatura
media vestido con un traje gris oscuro y corbata a rayas azules y doradas. En
su cabeza, el pelo comenzaba a retirarse como el mar en la resaca y en su
perfil se adivinaba la dejadez propia de un oficinista cuarentón. Tan pronto se
giró éste hacia la figura sentada en la silla se quedó mirándola embobado, con
la boca abierta. Ella no pudo evitar volverse a ruborizar por segunda vez en el
mismo día, pero tratando de recomponerse y no perder el hilo del papel, le
ordenó que se sentase al borde de la cama y empezara a quitarse la chaqueta y
la corbata. Una vez hubo finalizado, ambos se quedaron mirando expectantes
hasta que el individuo se dirigió a María.
—¿Quiere mi señora que continúe con el resto?
—Pues… supongo que sí. Quiero decir… ¡continúa hasta el
final, rata inmunda! —ordenó ella golpeando con la fusta en el suelo—. ¿Lo
estoy haciendo bien? Es que no sé si me estoy pasando un poco…
—No, no, yo creo que es así —concedió él—. Quizá si me
insultases mientras me desvisto…
—Sí, sí… ¡Pero no te desabroches lo botones de la camisa uno
a uno, maldito estúpido! —exclamó ella— ¡Arráncalos si hace falta!
Y así lo
hizo él, con tanta energía que los botones salieron disparados, alcanzando uno
de ellos en un ojo a María, que lanzó una imprecación llevándose una mano al
lugar en cuestión. El hombre se acercó diligente y pesaroso a disculparse pero
María le contempló furiosa. Y se sostuvieron durante un instante la mirada,
compungida la de él y condenatoria la de ella, hasta que ambos estallaron al
unísono en una estruendosa carcajada. Luego se volvieron a mirar, pero esta vez
de una forma muy diferente. Y ella se abalanzó sobre él, y los dos cayeron
sobre la cama. Y tras luchar contra el látex y el algodón, ambos se enzarzaron
sin prolegómenos en un una jornada de sexo, breve, pero intenso.
María
observaba el techo relajada, una vez se hubo esfumado la tensión. El hombre
roncaba plácidamente a su lado ajeno al torrente de emociones que recorrían el
cuerpo de la mujer que tenía a su lado, que dio un respingo cuando comprobó la
hora en su reloj de pulsera. Se levantó de un salto y comenzó a vestirse a toda
prisa, para después abandonar la habitación echando una última mirada a la
figura que continuaba feliz en su sueño.
Mientras
entraba por la puerta de su casa, descubrió a su hermana que le hacía gestos
ostensibles señalando el reloj de la pared. Si, ya lo sabía, ella también tenía
una vida que no podía malgastar cuidando a los niños de los demás. Ana y Andrés
estaban en el comedor terminando de cenar mientras miraban distraídos el
televisor. María, tras tratar de captar infructuosamente su atención, se acercó
a ellos y abrazándolos les estampó sendos y ruidosos besos, mientras ellos
intentaban desembarazarse del achuchón maternal. Luego se dirigió a la cocina y
decidió abrir una botella de buen vino. Y mientras se servía una copa, intentó
saborear de nuevo aquella experiencia, recordar la forma en la que se había
sentido deseada. Aún notaba aquel calor en sus mejillas y se sorprendió
contando los días que faltaban para un nuevo encuentro. Justo un mes.
El sonido
de la puerta la sacó de sus tribulaciones. Su marido acababa de llegar a casa y
después de besar cariñosamente a los dos jovenzuelos, se dirigió a la cocina y
desde el umbral de la puerta se quedó observando fijamente a María con los
brazos cruzados, y con gesto serio le hizo una indicación para que le siguiese
al dormitorio. Él tenía el gesto adusto y María trataba de mantener la
compostura, intentando anticiparse a cualquier eventualidad, tratando de no
dejar ni un cabo suelto, tal como lo haría en su trabajo. Y sin embargo, el corazón
le latía con fuerza mientras se encaminaba a la habitación. Una vez dentro, él se acercó a la ventana y miró pensativo a
través de ella, mientras María podía ver la expresión seria de su rostro reflejada
en el cristal. Ella sólo deseaba que aquel tenso silencio se rompiera de una
vez. Entonces su marido se dio la vuelta con los brazos en jarra mirándola
fijamente.
—María, sólo tengo tres cosas que decirte. La primera, es
que me debes una camisa —indicó abriéndose la americana y enseñando una camisa
sin botones—. La segunda, es que la próxima vez me toca a mí elegir el sitio,
que sabes que tengo la espalda muy delicada.
—¿Y la tercera? —preguntó María conteniendo una carcajada.
Su marido
se acercó muy despacio a donde estaba ella. Entonces cogió su mano y acercó su
cara a la de ella en gesto confidente.
—La tercera, es que tengas más cuidado con tus cosas
—susurró él mientras dejaba caer en su mano un pendiente de brillantes.
María miró
el pequeño objeto reluciente en su mano e instintivamente se llevó la otra a
dónde debería estar. Luego, sonriendo traviesa, rodeó el cuello de su marido
con los brazos y lo besó con ternura en los labios.