El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

lunes, 26 de agosto de 2013

Una vez al mes



                                              
            Miró el reloj de pulsera. Ya casi era la hora, así pues se concentró en lo que tenía entre manos. No quería dejar ningún cabo suelto. A su alrededor reinaba el caos como de costumbre. Sus compañeros se movían por el estudio de arquitectura como pollos sin cabeza. Era la lógica consecuencia de un trabajo mal desempeñado y dejado a la inspiración de última hora. María sacudió la cabeza y suspirando siguió con lo suyo. 


            El jefe se acercó a su mesa con el abultado dossier de un importante proyecto. Quería que lo revisara e hiciera las correcciones oportunas. Eran cinco personas en el estudio, pero cuando la situación se ponía fea, el trabajo siempre iba a parar a su puesto de trabajo. Y ella no ponía objeciones. Era la mejor y eso le llenaba de orgullo. Abrió el expediente, y mientras su jefe se daba la vuelta, María llamó su atención entregándole otra carpeta igual de gruesa con las correcciones solicitadas. Él lo cogió y lo ojeó por encima. Luego levantó la mirada sorprendido. Ella le explicó que las correcciones se hicieron cuando debían hacerse y no a última hora. Y dedicándole una gélida mirada, lo imaginó, cual estatua de hielo, convertido en añicos con sólo un chasquido de dedos. Y como si él comprendiera todo esto en un momento, se giró en redondo y tragando saliva emprendió la retirada hacia su despacho.


            Faltaban cinco minutos para las tres y todo el trabajo estaba bien atado. Así pues cogió su abrigo y se dirigió a la salida, con la cabeza bien alta. Nadie le iba a reprochar que por un día saliese unos minutos antes de la hora. No eran tan hipócritas.


            María se miró al espejo del probador. Era alta y delgada y el pelo negro le caía en cascada sobre los hombros. Tenía un rostro bonito que se tornaba de gesto adusto a expresión risueña con sorprendente facilidad. Examinó la imagen que le devolvía el espejo y seguía viendo a aquella mujer, profesional realizada en su trabajo, madre de dos niños a los que adoraba y abnegada ama de casa. ¿Qué era lo que no cuadraba entonces? Se concentró de nuevo en el reflejo. Se sentía sorprendentemente atractiva y al recogerse el pelo dejó al descubierto los pendientes de brillantes que llevaba aquel día. Tenían un fulgor especial gracias a la magia de un recuerdo, de un momento especial en el que todo encajó, en el que ambos lo supieron. Entonces le embargó la pena y el remordimiento. A veces se sentía tan lejos de él, quién sabe si por la maternidad, el trabajo o la mera rutina de la vida en pareja. Pero se miró por última vez al espejo intentando convencerse a sí misma que lo que hacía no estaba mal, porque se sentía mujer y viva…


            Salió del probador con las mejillas levemente ruborizadas y mientras se acercaba al mostrador atisbaba de reojo a ambos lados, con la sensación de ser el objeto de todas las miradas. Atendía la caja un joven de poco más de veinte años de pelo multicolor, anillo plateado en la nariz y tatuajes en toda su anatomía visible, que observaba de forma alternativa a María y a las prendas que ésta llevaba dobladas sobre su brazo. Una vez completado el trayecto, el leve rubor de mejillas se había tornado en un encendido y ardiente rojo fuego.


—¿Tienes otra talla más grande? —preguntó al encargado—. Creo que me está muy ajustado.
—Es látex, preciosa. La gracia reside en que esté ajustado —contestó socarronamente el joven.
—Ya veo —indicó María mientras se imaginaba a sí misma tirando de la argolla nasal de aquel niñato y a éste gritando de dolor mientras se desangraba sobre el mostrador—. Aún así me gustaría probarme una talla más.


            Había dejado el coche aparcado dos calles más abajo y recorría con una mezcla de ansiedad y miedo el trayecto que le separaba del pequeño hotel de las afueras. La bolsa le pesaba como si llevara una losa de granito en su interior, y cuando bajo la vista hacia la misma, le invadió un sentimiento de aprensión, pero al mismo tiempo una anhelante emoción, casi infantil, recorrió todo su cuerpo, provocándole una risa nerviosa, que no pudo contener incluso delante del recepcionista que le entregaba la llave con una expresión de perplejidad. Y de esta forma llegó hasta la puerta de la habitación número diez.


            Era una habitación pequeña y sencilla, con una cama de matrimonio, un armario con puertas de espejo, un diminuto mueble con una televisión y una consola que hacía las veces de escritorio. Una puerta daba a un diminuto cuarto de baño con plato de ducha. No era mucho, pero al menos estaba limpio. Bajó las persianas de la habitación y sacó su compra de la bolsa extendiéndola sobre la cama. El corsé, las botas de caño alto y los guantes, todos ellos negros, brillaban a la tenue luz de la lámpara y María pasó la yema de los dedos sobre su lisa superficie notando el frío pero agradable tacto del material. Se quedó pensativa, sopesando la posibilidad de echarse atrás, pero en cambio comenzó a desvestirse sin dejar de apartar los ojos de la fusta de cuero trenzado que acompañaba a todo el conjunto. Cuando comenzó a abrocharse el corsé, se arrepintió enseguida de no haber comprado incluso una talla más y por un momento se sintió como Escarlata O’Hara mientras era vestida por su criada con semejante prenda, un instrumento de tortura de la Santa Inquisición a fe suya. Una vez superado el lento y costoso proceso, se colocó delante del espejo sintiéndose de inmediato ridícula, hecho que se acrecentó al coger la fusta e intentar adoptar una postura dominante, dando golpecitos con la misma sobre la palma de la mano. ¿Qué es lo que estaba haciendo? Aquello empezaba a parecerle la peor idea que había tenido en su vida. Pero, ¿y si fuera esto lo que faltaba en su vida? Quizás un poco de sal para condimentar una existencia monótona. Volvió a echar otro vistazo a la imagen del espejo y pensó: “¡Perfecta!”


            Unos pasos al otro lado de la puerta y luego unos tímidos golpes la sacaron de sus tribulaciones y la hicieron tomar conciencia de la realidad.


—¿Quién es? —interpeló de forma autoritaria.
—Soy yo, Lady Godiva —respondió timorato el visitante—. Quiero decir… su esclavo.
—¿Y te vas a quedar ahí todo el día? —interrogó María— ¡Pasa de una vez, maldito gusano!


            Un rayo de claridad inundó la oscura habitación mientras una figura recortada bajo el dintel de la puerta intentaba abrirse paso entre la oscuridad con los brazos extendidos para tantear cualquier obstáculo. Tan pronto como hubo dado dos pasos, tropezó con la esquina de la cama cayendo pesadamente sobre el suelo.


—¡Mierda! —exclamó el individuo—. Mi señora, ¿podría encender alguna luz?
—Nadie te ha dicho que puedas hablar —replicó María, que cada vez se sentía más a gusto en su papel—. ¡Enciende esa luz y ten más cuidado la próxima vez, patoso!


            El hombre tanteó la pared cerca de la puerta y encontró el interruptor, que pulsó. Cuando se encendió la luz María observó detenidamente a aquel individuo de estatura media vestido con un traje gris oscuro y corbata a rayas azules y doradas. En su cabeza, el pelo comenzaba a retirarse como el mar en la resaca y en su perfil se adivinaba la dejadez propia de un oficinista cuarentón. Tan pronto se giró éste hacia la figura sentada en la silla se quedó mirándola embobado, con la boca abierta. Ella no pudo evitar volverse a ruborizar por segunda vez en el mismo día, pero tratando de recomponerse y no perder el hilo del papel, le ordenó que se sentase al borde de la cama y empezara a quitarse la chaqueta y la corbata. Una vez hubo finalizado, ambos se quedaron mirando expectantes hasta que el individuo se dirigió a María.


—¿Quiere mi señora que continúe con el resto?
—Pues… supongo que sí. Quiero decir… ¡continúa hasta el final, rata inmunda! —ordenó ella golpeando con la fusta en el suelo—. ¿Lo estoy haciendo bien? Es que no sé si me estoy pasando un poco…
—No, no, yo creo que es así —concedió él—. Quizá si me insultases mientras me desvisto…
—Sí, sí… ¡Pero no te desabroches lo botones de la camisa uno a uno, maldito estúpido! —exclamó ella— ¡Arráncalos si hace falta!


            Y así lo hizo él, con tanta energía que los botones salieron disparados, alcanzando uno de ellos en un ojo a María, que lanzó una imprecación llevándose una mano al lugar en cuestión. El hombre se acercó diligente y pesaroso a disculparse pero María le contempló furiosa. Y se sostuvieron durante un instante la mirada, compungida la de él y condenatoria la de ella, hasta que ambos estallaron al unísono en una estruendosa carcajada. Luego se volvieron a mirar, pero esta vez de una forma muy diferente. Y ella se abalanzó sobre él, y los dos cayeron sobre la cama. Y tras luchar contra el látex y el algodón, ambos se enzarzaron sin prolegómenos en un una jornada de sexo, breve, pero intenso.


            María observaba el techo relajada, una vez se hubo esfumado la tensión. El hombre roncaba plácidamente a su lado ajeno al torrente de emociones que recorrían el cuerpo de la mujer que tenía a su lado, que dio un respingo cuando comprobó la hora en su reloj de pulsera. Se levantó de un salto y comenzó a vestirse a toda prisa, para después abandonar la habitación echando una última mirada a la figura que continuaba feliz en su sueño.


            Mientras entraba por la puerta de su casa, descubrió a su hermana que le hacía gestos ostensibles señalando el reloj de la pared. Si, ya lo sabía, ella también tenía una vida que no podía malgastar cuidando a los niños de los demás. Ana y Andrés estaban en el comedor terminando de cenar mientras miraban distraídos el televisor. María, tras tratar de captar infructuosamente su atención, se acercó a ellos y abrazándolos les estampó sendos y ruidosos besos, mientras ellos intentaban desembarazarse del achuchón maternal. Luego se dirigió a la cocina y decidió abrir una botella de buen vino. Y mientras se servía una copa, intentó saborear de nuevo aquella experiencia, recordar la forma en la que se había sentido deseada. Aún notaba aquel calor en sus mejillas y se sorprendió contando los días que faltaban para un nuevo encuentro. Justo un mes.


            El sonido de la puerta la sacó de sus tribulaciones. Su marido acababa de llegar a casa y después de besar cariñosamente a los dos jovenzuelos, se dirigió a la cocina y desde el umbral de la puerta se quedó observando fijamente a María con los brazos cruzados, y con gesto serio le hizo una indicación para que le siguiese al dormitorio. Él tenía el gesto adusto y María trataba de mantener la compostura, intentando anticiparse a cualquier eventualidad, tratando de no dejar ni un cabo suelto, tal como lo haría en su trabajo. Y sin embargo, el corazón le latía con fuerza mientras se encaminaba a la habitación. Una vez dentro,  él se acercó a la ventana y miró pensativo a través de ella, mientras María podía ver la expresión seria de su rostro reflejada en el cristal. Ella sólo deseaba que aquel tenso silencio se rompiera de una vez. Entonces su marido se dio la vuelta con los brazos en jarra mirándola fijamente.


—María, sólo tengo tres cosas que decirte. La primera, es que me debes una camisa —indicó abriéndose la americana y enseñando una camisa sin botones—. La segunda, es que la próxima vez me toca a mí elegir el sitio, que sabes que tengo la espalda muy delicada.

—¿Y la tercera? —preguntó María conteniendo una carcajada.


            Su marido se acercó muy despacio a donde estaba ella. Entonces cogió su mano y acercó su cara a la de ella en gesto confidente.


—La tercera, es que tengas más cuidado con tus cosas —susurró él mientras dejaba caer en su mano un pendiente de brillantes.


            María miró el pequeño objeto reluciente en su mano e instintivamente se llevó la otra a dónde debería estar. Luego, sonriendo traviesa, rodeó el cuello de su marido con los brazos y lo besó con ternura en los labios.




















LA TRAICIÓN DE LOS DIOSES



LA TRAICIÓN DE LOS DIOSES


Dicen que su silueta vaga triste por aquel lugar
Persiguiendo un recuerdo que jamás volverá
Pues un destino cruel le arrebató la esperanza
Y le convirtió en una sombra de una vida pasada

Grande fue el precio que pagó por su osadía
Que incluso la luna llora por él cada noche
Y le ilumina con su luz para aliviar su agonía
Pues la belleza de su gesta no admite reproches

Era un espíritu libre que tenía el favor de los dioses
Que recompensaba su ingenio con múltiples dones
Y emocionados escuchaban sus hermosos versos
Y no escatimaban en cumplir cada uno de sus deseos

Pero el corazón de aquellos dioses era egoísta y celoso
Y la envidia les corroía al no poder crear nada tan hermoso
Como los versos de aquel joven que creaba sin esfuerzo
Las más bellas composiciones llenas de bellos sentimientos

Decidieron considerar su talento una afrenta
Y de él le despojaron de una forma cruenta
Arrebatándole a su corazón la inmensa alegría
De poder compartir con el mundo sus poesías

Y aquel corazón que rebosaba de hermosura
Muy pronto dejó de latir al no tener su alimento
Pues no poder componer se convirtió en tortura
Y terminó ahogándose en tristes sentimientos

Y vaga por el mundo maldiciendo a los dioses
Aquellos de los que en tiempos recibía favores
Y el destino convirtió su vida en amargos versos
De una poesía que añora aquellos dulce momentos





sábado, 24 de agosto de 2013

FE IMPRESA



            Raro encargo era éste, pensó el artesano mientras colocaba los tipos móviles de plomo fundido, dándole forma a las palabras, a los párrafos y a los capítulos. Un trabajo pagado por anticipado. Aquel misterioso hombre encapuchado le había dado lo suficiente para amortizar su pequeña imprenta y no tener que preocuparse de su sustento durante casi toda una vida. Y sólo alargando su brazo, donde una mano ensortijada sostenía una bolsa repleta de excelentes de oro.


            El trabajaba sin prestar atención al contenido, como buen profesional. Pero cuando vio aquellas planchas que el cliente le había proporcionado, con aquellos grabados tan singulares, un escalofrío recorrió su cuerpo. Envueltas en tela, aquellas planchas relucientes con sus grabados invertidos le provocaban una cierta aprehensión en un primer momento. Pero al mismo tiempo, su ornamentada simbología le fascinaba.


            Y no pudo evitar sumergirse en la lectura de su trabajo, que convulsionaba los cimientos de una educación judía, basada en unos fundamentos religiosos marcados en su alma con hierro candente. Y cuanto más leía, más cobraba sentido aquella idea que lo desmentía todo, que abrazaba una nueva religión. De la carne, de los huesos… De la sangre.  Y soñó en convertirse en instrumento de un nuevo orden, pues sería el primero en mostrar al mundo aquella nueva fe, superando así a su maestro, que en aquella invención suya había impreso el libro de la fe que abrazaban millones de creyentes. Él lo superaría, pues pronto aquellas copias que mostraban la verdadera fe tal como ahora la entendía.


            Por las noches deliraba en sueños. La puerta de su taller se abría y una bruma lo inundaba todo. Y desde lo más profundo de aquella niebla aparecía él, envuelto en su capa y su capucha. Y desembarazándose de ella descubría un rostro luminoso. Y con voz profunda interpeló las primeras líneas del texto.


“Desta palabra facemos aquesta doctrina
Et otramente abrazamos la nueva vida
Desta sangre vertida ques nuestra tinta”


            Pronto su taller estaba inundado de montones de ejemplares encuadernados con piel de cabrito, listos para ser distribuidos. Y aquel momento no se hizo esperar. El maestro había mandado a varios nuevo creyentes, como él, para ayudarle. Algunos eran judíos, y otros conversos, pero ahora todos eran iguales.


            Se reunieron todos en el bosque alrededor de un gran fuego. Casi un centenar, leyendo con avidez y en voz alta las enseñanzas, abrazándose unos a otros, sintiéndose los pilares de una nueva fe. Bebiendo, comiendo, riendo. Y una figura salió de la oscuridad, encapuchada y todos se levantaron y después se arrodillaron ante él. Y la figura extendió la mano en la que llevaba aquel anillo que todos ya habían visto, con aquella cruz invertida que ya pertenecía a la simbología de la nueva fe. Y esperaban que descubriera su rostro y hablara con su voz profunda. Y él se quitó lentamente el anillo, y con desprecio lo arrojó al fuego. Y las únicas palabras que pronunció estuvieron dirigidas a un centenar de soldados de la guardia de Toledo, que los apresaron sin demora.


            Al tercer día de su cautiverio, abrió como pudo uno de sus maltrechos ojos, rogando a todo en lo que creyó alguna vez, que viniesen al fin a darle una muerte piadosa. Vivía en una nube de dolor que convertía todo lo que le rodeaba en algo irreal. Entonces se abrió la puerta de su celda, y volvió a ver a aquella figura encapuchada que se dirigió hacia él. Y como en su sueño, descubrió su rostro, que no era luminoso, sino sombrío, con su cabeza tonsurada. Y apoyó gentil en su hombro una mano ensortijada, en la que el símbolo de la Santa Inquisición brillaba como una amenza.


—¿Fue vuestra mano la que escribió aquellas palabras, que yo tanta inspiración abracé dellas?


            El inquisidor asintió gravemente, mientras una sonrisa amarga se dibujaba en su rostro.


—Las palabras, palabras son. Los actos y la fe son los que facen un corazón puro.
—¿Acaso vos no creéis en ellas?
—En que yo crea no debe turbarte, pues de un fin mayor instrumento son. Y deste elevado designio, vos sois solamente ejecutor. Pronto partiré al recién reconquistado Reino de Granada, donde un edicto espera ser aprobado. Y allende lo que allí se diga, vos seréis sólo una prueba palpable más de la debilidad de aquesta estirpe, capaz de abrazar un fe impura.
—Engañado por vos. Víctima de las cerriles mentes deste tiempo convulso.
—Si yo fuera en otro tiempo, vuesa merced acabaría igualmente consumida en el fuego purificador. Pues el espíritu es atemporal.


            Y el inquisidor Torquemada, cubrió de nuevo su cabeza, e imbuido de aquella fe que corrompe todo aquello que es bello en el mundo, abandonó la celda del artesano, cuyo único delito fue creer en algo.

           

           

lunes, 12 de agosto de 2013

Labios rojos




Tenía el pelo negro y una mirada de niña buena que utilizaba a su antojo. Cubría su pelo negro con un sombrero ladeado. A la luz de la vela su rostro estaba en semipenumbra y sólo se iluminaba cuando le daba una calada a su cigarro. Labios rojos. Deseo.

Siempre tuve debilidad por las mujeres que son lobos con piel de cordero. Se había aprendido bien su papel de mujer desesperada, e incluso hacía pucheros cuando contaba su historia. No era buena actriz, y aquella mirada fría y carente de sentimientos la delataba en más de una ocasión, a pesar de la oscuridad de aquel tugurio.

Era un monstruo, la pegaba, era infeliz. Ya conocía aquella historia y sabía cómo iba a acabar, porque soy un imbécil sentimental. La vida está llena de esos momentos en los que tienes que  elegir. A mí me gusta tirar los dados, pero siempre obtengo dos unos. Ojos de serpiente, la peor jugada… Supongo que era mi destino. Soy un perdedor. El perdedor de los perdedores. Tan necesarios en este mundo como los ganadores. Así se mantiene el equilibrio cósmico y todas esas memeces.

Y aquí estábamos los dos. Ambas caras de la moneda. Y yo aún pensaba, como buen jugador, que la suerte esta vez me sería propicia. Él me miró mientras yo le apuntaba con el revólver. Se rió de mi con ganas y me preguntó: “Qué te ha ofrecido ¿dinero o amor eterno?”. Debió ver mi expresión y dejó de reír… Su mirada se volvió triste y cansada y volvió a hablar: “Hazlo de una vez. No hay suficiente dinero en el mundo para curar la locura de una falsa promesa”. Ambos cruzamos una sonrisa de comprensión antes de descerrajarle un tiro en la frente.

Dejé toda la escena preparada, aunque sabía que de nada serviría. Mi suerte estaba echada. La llamé y le dije que el trabajo estaba hecho. Y también que necesitaba verla, sentir aquellos labios rojos, acariciar aquellas caderas. Ella no contestó y colgó el teléfono. Yo también colgué el auricular. No esperaba respuesta. Subí el cuello de mi gabardina y caminé bajo la lluvia hasta la cafetería que había enfrente. Abría las veinticuatro horas. Yo estuve en ella cuarenta y ocho, antes de que la policía viniese a por mí. Cuántas pistas en mi contra. No estoy sorprendido. 

Ella me visita en la cárcel. Qué osadía. Yo me tiro un farol y la amenazo con largarlo todo. Tengo pruebas. Ella me mira desafiante y me dice que no es verdad. Pero luego titubea, y pone aquella mirada de niña buena, y hasta le tiembla el labio… ¿Durante cuánto tiempo la habrá ensayado? Quizá toda una vida. Le digo que deje de fingir, que ella no es una niña buena ni yo inocente. O tal vez sí. Entonces me mira con esos ojos fríos, sin sentimientos. Ahora es ella de verdad. Y la deseo. Le digo que no se preocupe, que no largaré. Dentro de poco la silla eléctrica se ocupará de ello. Ella acerca sus labios al cristal y planta un beso que se queda dibujado en mi alma. Labios rojos. Deseo…