Tenía el pelo negro y una mirada de niña buena que utilizaba
a su antojo. Cubría su pelo negro con un sombrero ladeado. A la luz de la vela
su rostro estaba en semipenumbra y sólo se iluminaba cuando le daba una calada
a su cigarro. Labios rojos. Deseo.
Siempre tuve debilidad por las mujeres que son lobos con
piel de cordero. Se había aprendido bien su papel de mujer desesperada, e
incluso hacía pucheros cuando contaba su historia. No era buena actriz, y
aquella mirada fría y carente de sentimientos la delataba en más de una
ocasión, a pesar de la oscuridad de aquel tugurio.
Era un monstruo, la pegaba, era infeliz. Ya conocía aquella
historia y sabía cómo iba a acabar, porque soy un imbécil sentimental. La vida
está llena de esos momentos en los que tienes que elegir. A mí me gusta tirar los dados, pero
siempre obtengo dos unos. Ojos de serpiente, la peor jugada… Supongo que era mi
destino. Soy un perdedor. El perdedor de los perdedores. Tan necesarios en este
mundo como los ganadores. Así se mantiene el equilibrio cósmico y todas esas
memeces.
Y aquí estábamos los dos. Ambas caras de la moneda. Y yo aún
pensaba, como buen jugador, que la suerte esta vez me sería propicia. Él me
miró mientras yo le apuntaba con el revólver. Se rió de mi con ganas y me preguntó:
“Qué te ha ofrecido ¿dinero o amor eterno?”. Debió ver mi expresión y dejó de
reír… Su mirada se volvió triste y cansada y volvió a hablar: “Hazlo de una
vez. No hay suficiente dinero en el mundo para curar la locura de una falsa
promesa”. Ambos cruzamos una sonrisa de comprensión antes de descerrajarle un
tiro en la frente.
Dejé toda la escena preparada, aunque sabía que de nada
serviría. Mi suerte estaba echada. La llamé y le dije que el trabajo estaba
hecho. Y también que necesitaba verla, sentir aquellos labios rojos, acariciar
aquellas caderas. Ella no contestó y colgó el teléfono. Yo también colgué el
auricular. No esperaba respuesta. Subí el cuello de mi gabardina y caminé bajo
la lluvia hasta la cafetería que había enfrente. Abría las veinticuatro horas.
Yo estuve en ella cuarenta y ocho, antes de que la policía viniese a por mí.
Cuántas pistas en mi contra. No estoy sorprendido.
Ella me visita en la cárcel. Qué osadía. Yo me tiro un farol y la amenazo con largarlo todo. Tengo pruebas. Ella me mira desafiante y me dice que no es verdad. Pero luego titubea, y pone aquella mirada de niña buena, y hasta le tiembla el labio… ¿Durante cuánto tiempo la habrá ensayado? Quizá toda una vida. Le digo que deje de fingir, que ella no es una niña buena ni yo inocente. O tal vez sí. Entonces me mira con esos ojos fríos, sin sentimientos. Ahora es ella de verdad. Y la deseo. Le digo que no se preocupe, que no largaré. Dentro de poco la silla eléctrica se ocupará de ello. Ella acerca sus labios al cristal y planta un beso que se queda dibujado en mi alma. Labios rojos. Deseo…
Ella me visita en la cárcel. Qué osadía. Yo me tiro un farol y la amenazo con largarlo todo. Tengo pruebas. Ella me mira desafiante y me dice que no es verdad. Pero luego titubea, y pone aquella mirada de niña buena, y hasta le tiembla el labio… ¿Durante cuánto tiempo la habrá ensayado? Quizá toda una vida. Le digo que deje de fingir, que ella no es una niña buena ni yo inocente. O tal vez sí. Entonces me mira con esos ojos fríos, sin sentimientos. Ahora es ella de verdad. Y la deseo. Le digo que no se preocupe, que no largaré. Dentro de poco la silla eléctrica se ocupará de ello. Ella acerca sus labios al cristal y planta un beso que se queda dibujado en mi alma. Labios rojos. Deseo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario