La
tormenta resuena mientras el cielo se rasga, partiéndose en dos y descargando
toda la furia sobre una ciudad sucia, solitaria y peligrosa. Ni siquiera soy
capaz de escuchar mis pisadas. Me acurruco en un rincón, hallando refugio bajo
una minúscula cornisa. Subo el cuello de la gabardina y bajo el ala de mi
sombrero. Estoy calado hasta los huesos, tengo frío y estoy hambriento. Pero no
de esa clase de hambre que se sacia en los tugurios que frecuento. Los únicos
que puedo permitirme.
Ya no
veo la luna, pero sé que está ahí. Y yo soy un lobo que no tiene piel de cordero
y necesita aullar muy alto. La tormenta escampa pronto y todo queda en silencio.
¡Oh, señor! Este silencio que estalla en mis oídos y me envuelve en un
torbellino de voces. Resbalo por la húmeda pared hasta sentarme en el suelo,
tapándome los oídos con las manos mientras mi cara se crispa en una mueca de
dolor. Y dejo escapar un grito sordo, cuyo sonido se queda en mi garganta.
Pero
pronto el cielo se despeja y de nuevo está allí. Redonda, enorme y brillante. Y
me baña con su luz calmando mi dolor, acallando las voces que me acompañan. Y
mi alma aúlla mientras recompongo mi figura. Recojo el sombrero que yace en el
suelo y lo coloco en su sitio. Entonces camino por las calles solitarias,
mientras mis pasos resuenan seguros sobre el acerado. El escaparate de una
tienda, apenas iluminada, devuelve mi reflejo. Pero no es el mío, sino el de
aquel compañero oscuro que me acompaña desde el día que tuve conciencia. Me
mira de arriba abajo, serio, interrogante… ¿Estás preparado? Entonces escucho
un taconeo en la distancia y giro la cabeza. Allí está. Tierna, apetecible…
indefensa. Vuelvo a mirar el reflejo en el escaparate. Ya no me mira serio ni interrogante.
Sólo sonríe torcido, mostrando un colmillo que brilla a la luz de la luna. Soy
un lobo sin piel de cordero, y me gustan las caperucitas rojas…
Me paro
cuando ella se para. Continúo cuando ella avanza. Nuestras pisadas se convierten
en un tango enrevesado, apasionado, acelerado. Ella lleva un impermeable rojo,
y cubre su cabeza con un pañuelo. Se gira y me ve. Tiene gafas y cara de buena
niña. Yo no me escondo. Sigo siendo un lobo sin piel de cordero que aúlla
cuando ella se sobresalta y acelera el paso mirando en todas direcciones. Pero
no hay nadie más allí y me lo tomo con calma. Conozco bien estas calles, sus
callejones, sus rincones oscuros. Tomo un atajo y cuando ella está confiada le
corto el paso. No hay casa de la abuelita para esta caperucita roja. Ella
retrocede y se mete en un callejón oscuro. Y yo lamento que todo vaya a acabar
tan rápido. Cuando se da cuenta de su error se vuelve hacia mí, mientras una
expresión de terror se dibuja en su rostro, pegando su espalda a la pared. Yo
saco el pañuelo de seda y lo tenso entre mis manos mientras me acerco cada vez
más. Casi puedo olfatear su miedo. El lobo que llevo dentro sonríe enseñando su
brillante colmillo mientras ella saca sus manos del impermeable para defenderse.
No lo quiero de otra forma. Y sigo sonriendo sin percatarme de un resplandor
plateado que dibuja una curva perfecta ante mis ojos. Es tan rápido que no
siento nada, pero el rostro de caperucita se baña en gotitas de color carmesí.
Y lo único que puedo hacer es llevarme el pañuelo de seda a mi propio cuello.
No es ahí donde debería haber acabado…
Estoy
tendido en el suelo sobre un charco de mi propia sangre mientras la vida se me
escapa por el tajo de mi cuello. Caperucita se acerca y se agacha junto a mí.
No me dice una sola palabra. Ya no hay ninguna expresión de terror en su
rostro. Sólo una mirada de morbosa curiosidad. Luego me sonríe, y yo también le
sonrío. Jamás leí aquel cuento, pero ahora ya sé cómo acaba. Yo soy un lobo sin
piel de cordero, y ella es una caperucita roja…
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