Se elevaba a duras penas sobre su devastada estructura, mezcla de hormigón y metal, que asemejaba el cadáver de un inmenso animal devorado por miles de invisibles carroñeros.
El edificio, antaño un lujoso
rascacielos ahora convertido en atalaya sobre un mar blanco de espesa niebla,
dominaba un vasto y desolado territorio cuyos límites parecían no tener fin. Un
territorio donde el silencio era testigo mudo de la desintegración de lo que
antes fue una bulliciosa ciudad. Sólo el ocasional estruendo originado en el
corazón de la densa bruma daba fe de que en un tiempo existieron avenidas
transitadas por viandantes, y edificios por cuyas venas fluía la vida de miles
de almas que hacía ya mucho tiempo que habían desaparecido. Al igual que
empezaba a hacerlo cualquier rastro de su existencia, borrada por la voracidad
de la niebla, que ahora se extendía poco a poco por el último vestigio de lo
que fue y que jamás volvería a ser. Una fina capa blanquecina empezaba a
ascender por la base visible del edificio, lenta pero inexorablemente,
penetrando por sus entrañas y desintegrando todo lo que encontraba a su paso.
Una tenue luz brillaba en el piso
cincuenta y dos donde un repiqueteo acompasado rompía el silencio reinante. La
figura de un hombre encorvado sobre una máquina de escribir proyectaba una espectral
sombra sobre una de las dos paredes que aún se conservaban en pie. Él mismo era
una sombra de lo que en algún momento fue una persona con sus anhelos y
esperanzas frustradas por el conocimiento de un final que estaba cada vez más
cerca.
Sus dedos se movían frenéticamente
sobre las teclas de la Remington con una cadencia sólo interrumpida por un
breve lapso de duda, o quién sabe si arrepentimiento, que duraba unos pocos
segundos para dar paso de nuevo a la férrea voluntad del escritor. La máquina
de escribir escupía incesante folios repletos de líneas que enseguida se
reunían con los que ya cubrían como una alfombra blanca el piso de la
habitación, y a los que la figura no parecía darles alguna importancia.
La llama del quinqué osciló de forma
casi imperceptible, aunque no para los aguzados sentidos del escritor que con
un rápido movimiento de cabeza recorrió con su vista toda la habitación. Su
instinto no le engañó, pues por la rendija de la puerta que separaba el
departamento del resto del piso comenzaba a filtrarse una vez más una tenue
neblina que empezaba a propagarse por todo el recinto.
El escritor se levantó como un
resorte y empezó los preparativos para una improvisada mudanza. Una más y ya
había perdido la cuenta. De esta forma ató cuidadosamente el quinqué a su cinto
tras lo cual introdujo la pesada máquina en la funda rígida. Echó un vistazo a
la andrajosa mochila que descansaba a sus pies repleta de folios de una
imprenta, una lata de queroseno junto a una vela y unas escasas viandas
rescatadas de una cafetería cercana al edificio. Si bien los primeros serían
suficientes para acabar la empresa que tenía entre manos, las últimas no le
mantendrían alimentado más allá de dos días quizá. Se consoló pensando en que
el ritmo de trabajo que había adoptado dejaba en un segundo plano una actividad
tan necesaria como intrascendente dentro de muy poco.
Desechó la idea de acceder a la
planta superior mediante las escaleras interiores pues la niebla penetraba
primero dentro de cada piso concentrando su voracidad en las entrañas del
edificio. Así pues, tras maldecir su estupidez y falta de previsión se ajustó
la mochila que ahora pesaba el doble por la presencia de la pesada Remington, y
tras echar un vistazo al exterior y a la creciente bruma blanquecina que trepaba
lentamente por las paredes, puso los pies en la cornisa y buscó un punto de
apoyo para iniciar la escalada.
En algún momento concibió la idea de
alcanzar directamente la última planta, pero cuanta más distancia ponía de por
medio entre él y su incansable perseguidora, más parecía aumentar la voracidad
de la última. Se le antojaba que su nueva amiga tratara de jugar con él,
tratando de alargar su inevitable encuentro. También concedió que siendo
realistas, escalar en una solo jornada la distancia que le separaba de la cima
se le antojaba una quimera en sí misma.
Palpó con los dedos en busca de una
rendija para poder abrir la ventana. Al no hallarla se aferró todo lo fuerte
que pudo al alfeizar con una mano, mientras con la otra se desembarazó a duras
penas de la mochila que utilizó como proyectil para hacer añicos el cristal.
Tras retirar cuidadosamente los cristales que aún quedaban en el marco, se
introdujo en el que sería su nuevo estudio durante al menos dos días.
La habitación resultó ser un lujoso despacho
con una imponente mesa de roble y un sillón reclinable de cuero marrón. Libros
y códigos de derecho se amontonaban en hileras en una estantería desde el suelo
hasta el techo, del mismo material noble que la mesa. Sobre ésta, que estaba
cubierta de una gruesa capa de polvo, el escritor contempló un péndulo de
Newton que puso en marcha tirando de la primera bola de acero para quedarse absorto
con el movimiento continuo del artilugio. Quizá su mente necesitaba algún tipo
de distracción después de estar dedicada durante días, posiblemente meses, en
ningún otro menester excepto la escritura de su última obra. Así que después de
rellenar la lámpara con la casi vacía lata de queroseno y encenderla de nuevo,
decidió abrir la ventana cuidadosamente, debido a los cristales que aún
colgaban de su marco, y buscar acomodo en el alféizar de la misma para
deleitarse con un espectáculo tan bello como aterrador. Y pensó con cierta sorna
que así debía sentirse una persona que siempre está en las nubes, pues eso es
lo que rodeaba el edificio que se había convertido en su prisión. Una prisión
que flotaba en un amenazante mar blanco que sumía en el olvido todo aquello que
una vez conoció.
«Desde
que tuvo uso de razón siempre había querido ser escritor. Ya desde pequeño
mostraba un talento natural para inventar historias, casi siempre para evitar
las consecuencias de alguna travesura, y no había cosa en el mundo que le
hiciera más ilusión que abrir un libro por la primera página preguntándose qué
nuevas aventuras le depararía su lectura. Se podría decir que los devoraba, y
muy pronto su habitación se asemejaba a una biblioteca ante el disgusto de su
padre, pues ambos vivían en un piso pequeño invadido en su mayor parte por la
afición de su único hijo.
A
los trece años le regalaron una Remington de segunda mano, la misma que años
más tarde le acompañaría en su aventura literaria, con la que comenzó a plasmar
en papel el producto de su fértil imaginación. Pronto cientos de historias que
sólo existían en su cabeza empezaban a acumularse en un viejo baúl que heredó
de su padre, orgulloso como estaba del talento de su joven vástago. Pero al
igual que ocurre en muchas ocasiones, la edad cambia el carácter de las
personas, y ese talento natural para la escritura se convirtió tan sólo en una
habilidad latente, aún más enterrada en su subconsciente cuando comenzó la
universidad.
La
arquitectura fue su extraña elección, y los primeros años pareció acertada. Era
un alumno aplicado y dominaba sin problemas las asignaturas más técnicas, e
incluso sus innovadores proyectos causaban admiración entre compañeros y catedráticos.
Pero a medida que transcurría el tiempo una inquietud se abría paso en su
conciencia, torciendo la inmaculada trayectoria que tan fácilmente había
forjado. Sus diseños empezaban a escapar de la realidad y se sumergían de lleno
en un plano onírico rebosantes de utópica complejidad. El respeto otrora ganado
entre los docentes devenía en absurdas discusiones perdidas de antemano cuando
intentaba justificar la bondad y viabilidad de sus proyectos.
Fue
al final del cuarto año de carrera cuando la conoció en una cafetería cercana a
la facultad. Llevaba varios días observando a una hermosa joven de oscura
cabellera que ocupaba una mesa cercana a un gran ventanal, aprovechando la
claridad del día para leer abstraída una novela de Dashiell Hammett. De vez en
cuando elevaba la mirada y recorría con la vista la estancia, como si estuviese
buscando a alguien que tardaba en llegar para luego volver a concentrarse en su
lectura. Él se sentaba cerca con sus libros de arquitectura, sus planos y sus
dibujos, pero la contemplación de aquella muchacha absorbía toda su
concentración. Después de vivir toda una vida de ensoñaciones la realidad había
colocado delante de él un deseo que jamás antes había conocido, y se preguntó
si tendría el valor suficiente para alcanzarlo. Y como si el destino hubiera
escuchado sus pensamientos, ella volvió la mirada hacia donde estaba y le miró
fijamente con aire inquisitorio, para después romper el gesto con una sonrisa
encantadora. Acto seguido, ante su asombro, se acomodó en la mesa donde él
estaba y se presentó. Resultó ser estudiante de derecho, y se pagaba los
estudios trabajando en una pequeña librería. Cuando venció su innata timidez
entablaron una animada conversación, o más bien ella hablaba mientras él
escuchaba embobado aquel torrente de palabras que salían de su boca,
contagiándole una vitalidad que jamás había sentido.
Los
días siguientes continuaron encontrándose en el mismo sitio y a la misma hora,
y pronto la relación de amistad que había surgido entre ellos devino en algo
más estrecho e íntimo. Él empezó a abrirse y a compartir sus miedos y
frustraciones más secretos y encontró en ella a una persona que le comprendía y
le apoyaba sin ambages. Con ella todo parecía más fácil, más claro y aprendió
que la obcecación nunca era el camino más adecuado para alcanzar las metas que
se había fijado. Así los últimos años de universidad fueron más fructíferos y
su proyecto final fue el colofón que presagiaba el gran futuro profesional que
le aguardaba. De esta forma su carrera empezó a despegar cuando entró a formar
parte de un prestigioso despacho de arquitectos en el que sus proyectos
vanguardistas pero ya más equilibrados se abrieron paso con fuerza encumbrándole
a una posición envidiada. Aunque el destino tenía otros planes para él.
Un
puñado de tierra cayó sobre el ataúd, mientras el sacerdote recitaba una
plegaria que no era más que palabras que no tenían ningún significado, como si
perteneciesen a un idioma incomprensible para él. Su mente volaba muy lejos de
aquel lugar, escapando a otro tiempo en el que las preocupaciones no tenían
cabida. Recordaba a su padre como un amigo a quién recurrir cuando le acuciaba
algún problema y un mentor cuando necesitaba algún consejo. Su figura se
agrandaba cuando su memoria acentuaba sus virtudes y disimulaba sus defectos, y
un mar de remordimientos invadía su ánimo cuando recordaba la forma en la que
se había separado de él paulatinamente. Por eso descubrió demasiado tarde su
enfermedad. Por eso no tuvo oportunidad de decirle lo mucho que le quería y que
todo lo que pudiera llegar a ser en la vida se lo debía a él. Y por eso se
encontraba ante su tumba maldiciendo su propio egoísmo, rogándole a un dios en
el que no creía por una oportunidad para volver atrás en el tiempo y enmendar
su propia estupidez.
Se
hallaba sentado frente a su antigua máquina de escribir, tan reluciente que
parecía nueva. Sin lugar a dudas su padre se había ocupado de mantenerla en un
estado impoluto, quién sabe si con la esperanza de volver a escuchar la
pulsación de sus teclas algún día que nunca llegó. Pasó un dedo por la cinta y
comprobó que apenas se había estrenado. Al otro lado de la habitación se
encontraba el antiguo baúl de su padre, que había servido de refugio a tantos
sueños. Abrió la tapa y los vio, pulcramente colocados, reminiscencias de
tiempos que jamás volverían. Y de esta forma se cubrió la cara con las manos y
empezó a llorar por primera vez desde que era un niño. Una figura femenina apoyada
hasta entonces en el umbral de la puerta, entró en la habitación y acarició
dulcemente su pelo con una mano. Cuando él volvió la mirada hacia la figura,
vio a la que se había convertido en su mujer hacía apenas unos meses, la mujer
que constituía los pilares sobre los que había construido una vida con la que
siempre había soñado. Rodeó sus caderas con los brazos y apoyando la cabeza en
su vientre cerró los ojos hasta que el tiempo desapareció por completo.
En
los días que siguieron al funeral su carácter afable y abierto se tornaba
taciturno y algo huraño ante la preocupada mirada de su mujer. Ella intentaba
actuar como si nada hubiera cambiado, pero en la noche, acostados uno junto al
otro, ya no había caricias ni suaves alientos acariciando la nuca. Las
respiraciones graves y los movimientos inquietos sustituían las atenciones que
se dispensaban, y el sexo, antaño carnal y apasionado se convirtió en algo
rutinario, casi como un ritual que cumplir cada noche. Ella incluso creía
escuchar como el cerebro de su marido continuaba en constante funcionamiento
impidiéndole disfrutar del descanso que tanto necesitaba.
La
rutina se había convertido en su prisión, y su trabajo en condena. Un trabajo
que coartaba su inspiración, su creatividad. Y el tiempo empeoraba esa
sensación. Cada vez que se sentaba delante de su mesa de estudio y extendía un
plano vislumbraba miles de formas de planificar un proyecto, pero ninguna sola
que se pudiera llevar a la práctica. Entonces se volvía al viejo baúl rescatado
de casa de su padre y releía una y otra vez aquellos relatos que tanto conocía
pero que ahora parecían escritos por otra persona totalmente distinta a él. Y lo
peor de todo era sentir el sufrimiento de su mujer, impotente al comprender que
no podía ayudarle por primera vez desde que se conocieron. ¿Pero cómo podría explicarle
lo que sentía? ¿Cómo confesarle que se encontraba atrapado en un trabajo que
odiaba y que vivía una mentira desde hacía tanto tiempo? Todo era mentira
excepto ella y por eso no quería decepcionarla. Y se hallaba inmerso en todas
esas elucubraciones mientras abría la puerta de su casa de regreso del trabajo.
Todo estaba tranquilo y oscuro. Sólo una tenue luz se filtraba por la rendija
de la puerta cerrada de su despacho. Cuando entró en el la vio allí, sentada en
el suelo al lado del viejo baúl, rodeada de papeles, enfrascada en la lectura
de sus sueños de infancia. Y levantando la vista de ellos hacia donde él se
encontraba, le dijo con total naturalidad: “Tienes que empezar a escribir de nuevo…”»
El escritor se acercó a la mesa de
escritorio y detuvo el movimiento del péndulo. Desconocía el tiempo que había
pasado absorto en sus recuerdos, pero decidió ponerle remedio de inmediato.
Despejó todos los objetos de la mesa con el antebrazo, excepto una caja de
cerillas y un juego de plumín antiguo y tintero que guardó en la mochila tras
haber sacado la máquina de escribir. Se dijo a sí mismo que acabar su obra
escribiendo la última página con aquel artilugio de otros tiempos le daría un
toque nostálgico a la misma, dejando la huella de los trazos de su mano para
una posteridad incierta. Tras sacudir el polvo de la manga que había utilizado
para hacer sitio a la pesada Remington, lo cual le provocó un acceso de tos, y
repetir la misma operación con el sillón, se acomodó para reanudar su trabajo.
Así que después de colocar un folio en el carro de la máquina, sus dedos
comenzaron el repiqueteo que ya se había convertido en la banda sonora de los
últimos tiempos.
Al principio fue sólo como un
susurro, algo que achacó a alguna corriente de aire, pero no había sentido ni
una leve brisa desde que la niebla se había adueñado de todo. Luego el eco de
unos pasos en el departamento contiguo, cuando el estruendo provocado por la
desintegración de la ciudad cesaba unos breves momentos. Se preguntó entonces,
y por primera vez, si sería posible que en aquel devastado edificio aún
subsistiera algún alma además de la suya. Fue eso lo que le impulso a abandonar
la escritura y salir a investigar con la esperanza de confirmar que sus
sentidos no le habían engañado. Cogió el quinqué con pulso tembloroso y tras
abrir la puerta caminó por un angosto pasillo con el brazo extendido, tratando
de alumbrar cada recóndito recoveco. Se detuvo en el centro de lo que había
sido la recepción de unas oficinas, seguramente un bufete de abogados a juzgar
por los libros que había descubierto en el despacho donde se había instalado.
Lentamente fue girando sobre sus talones abarcando con la vista toda la sala
finalizando en frente de un espejo de cuerpo entero que arrojó una imagen que
apenas reconocía. Un hombre de mediana estatura, demacrado y escuálido hasta el
tuétano, con el pelo largo alborotado y una barba rala y grasienta. Vestía unos
pantalones, grises en su día, que antaño pertenecían a un traje italiano, y una
camisa de un color indescriptible hecha girones. En un principio reaccionó con
miedo retrocediendo instintivamente, pero luego se fue acercando lentamente a
la imagen. Colocando la luz del quinqué junto a su cara fue consciente del deterioro
físico que había sufrido durante todo este tiempo cuando identificó como suya
la silueta que le devolvía el espejo.
¿Cuánto tiempo habría pasado? En un
principio pensaba que a lo sumo unas semanas, pero ahora mismo, con la vista
clavada en aquella persona que más parecía un náufrago del tiempo, comprendió
que se trataba de años. Y fue consciente de lo débil y agotado que estaba, lo
suficiente para que sus piernas flaquearan y tuviera que tomar asiento en una
polvorienta silla giratoria. Trató de poner en orden sus ideas y recordar
esquemáticamente todo lo que había sucedido desde que buscó refugio en ese
edificio derruido, pero por más que lo intentaba apenas podía recordar cómo
había llegado hasta aquel lugar. Lo único que podía discernir era una idea, un
impulso, el impulso de escribir como si fuera lo único que importara en aquel
caos en el que se encontraba inmerso.
La vio por el rabillo del ojo,
apenas en una fracción de segundo. Una sombra en la pared atravesando
rápidamente la sala. Y de nuevo los susurros, aunque esta vez se trataba de una
voz que no provenía de ningún sitio concreto, sino que flotaba en la habitación
reverberando en todos los rincones de la misma. El escritor se levantó como un
resorte olvidando en un momento todas las dudas que lo aquejaban e inspeccionó
de forma nerviosa con la vista la polvorienta recepción tenuemente iluminada
por la luz del quinqué. Un escalofrío recorrió su columna vertebral cuando
logró discernir lo que aquella voz, que ahora le resultaba tan familiar,
articulaba. Su nombre se elevó por todo el recinto difuminándose como el humo
tras la última sílaba, y cuando se giró la vio de pie mirándole.
Su piel, blanca como la nieve, daba la
sensación de ser traslúcida y se diría que podía verse a través de su figura.
Su cabeza se inclinaba como si estuviera buscando algo en el suelo, pero su
mirada se clavaba en su alma como una condena. Tan hermosa como siempre, pero
tan terrorífica como jamás la recordaba. Empezó a caminar a su alrededor mientras
su silueta se desvanecía y volvía a constituirse a cada leve movimiento,
recortando el espacio que separaba a ambos. Una heladora sensación se apoderó
de él mientras los brazos de la criatura le rodeaban desde atrás. Un tacto
etéreo, pero carnal al mismo tiempo le hizo estremecerse. Su aliento gélido y a
la vez febril le produjo un sentimiento de aprehensión en la boca del estómago
mientras escuchaba atemorizado.
—Querido…,
querido… ¿por qué has tardado tanto? Tanto… —susurró arrastrando cada palabra
con un suspiro.
El
abrazo de la figura se volvía cada vez más asfixiante y parecía querer abrirse
paso a través de su piel, sus músculos y sus huesos, para penetrar finalmente
en su alma.
-Siempre…,
siempre encerrado en tu mundo… Nunca hay tiempo suficiente… nunca… ¿Querrás
quedarte conmigo ahora? Siempre… —la última palabra se desintegró en el aire a
la par que el espectral abrazo, tras lo cual el escritor jadeó al recuperar el
aliento.
La figura se materializó en la misma
silla que instantes antes él mismo había ocupado. Pasando un brazo alrededor
del respaldo echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos con una expresión
placentera reflejada en su rostro. Su cabellera, negra como el azabache, contrastaba
con su pálida piel y flotaba en el aire dotando a la escena de un aire tan
irreal que al escritor le pareció hallarse inmerso en medio de una pesadilla.
—¡No
estás aquí! ¡No eres real! Esto es imposible… yo… yo… —balbuceó el escritor
mientras retrocedía tembloroso derribando los objetos que encontraba en su
retirada.
—Amor
mío…, amor mío… ¿Cómo puedes decir eso? Te he esperado… todos estos años.
Juntos… juntos… —dijo esto mientras se levantaba, avanzado con los brazos
extendidos hacia la aterrorizada figura del escritor.
El escritor permitió que su espalda
se deslizase por la pared hasta quedar sentado en un rincón de la estancia,
acurrucado, con la cara hundida en las rodillas. Entrelazando los dedos en la
nuca comenzó a sollozar, mientras sentía cómo la aparición de su mujer,
terrorífica en su belleza, avanzaba imperturbable hacia él.
—Déjame
acabarlo… ¡Necesito acabarlo! Yo… siento no haber estado allí. Sólo necesito
algo más de tiempo. Sé que te habría gustado… ¿No es lo que querías? —su voz se
quebró en un llanto inconsolable mientras que sus ojos derramaban lágrimas,
mezcla de la frustración y de un dolor mucho más hondo de lo que nadie podría
imaginar.
—No
llores… no amor mío. Hace mucho que se acabó el tiempo… hace mucho… ¿Cómo
podrías sin mí? ¿Cómo podrías…? Lo haremos… juntos… escribiremos una hermosa
historia de amor eterna. Siempre… —lo dijo arrodillándose junto al escritor,
rodeando con sus etéreos brazos la escuálida figura.
Esta vez una calidez que hacía mucho
tiempo que no había vuelto a sentir inundó su cuerpo e hizo que elevase su
mirada hacia la de ella. Ahora era tan hermosa y real como la recordaba. Él
buscó sus labios y ambos se fundieron en un apasionado beso y todas las
penurias cayeron en un piadoso olvido. Y entonces ella se introdujo en su
cuerpo, en sus venas, en sus recuerdos, insuflándole nueva vida y arrebatándosela
al mismo tiempo. Hasta que la presión se hizo tan inaguantable que pensó que su
cerebro estallaría de un momento a otro. Y después llegó el conocimiento, luego
la indignación y más tarde el miedo, cuando comprendió, tal vez demasiado
tarde, que la niebla lo había atrapado. Y
los recuerdos volvieron de nuevo.
«Dejó
de teclear en su máquina cuando sintió la melena de su mujer acariciándole la
oreja y se apresuró a tapar con las manos lo que estaba escribiendo. Ella le
dio un pescozón en la cabeza mientras reía. Esta vez había estado a punto.
—Te he dicho que hasta que no esté acabada
no leerás ni una línea —dijo en tono burlesco mientras negaba con el dedo índice.
—Algún día lo lograré, te cogeré desprevenido
y no podrás evitarlo —rió ella mientras retrocedía hasta la puerta con las
manos a la espalda.
—¿Me obligarás a guardarla bajo llave?
—inquirió él con los brazos en jarra y tono de falsa indignación.
—No… Prometo que me portaré bien —respondió
elevando una mano con los dedos cruzados y una pícara mirada en sus verdes ojos.
Llevaba
meses enfrascado en la escritura de su primera novela y durante ese tiempo
había pasado por todos los estados de ánimo imaginables. Entusiasmo, miedo,
incertidumbre y optimismo se turnaban en un carrusel de emociones que prometían
acabar con los nervios del novel escritor. Cuando se colocaba delante de la
máquina y observaba los caracteres impresos en las redondeadas teclas se preguntaba
si no se habría equivocado al dar ese salto al vacío. Salto al vacío con red,
eso sí. Había vendido las acciones que le correspondían como socio del despacho
de arquitectura, lo que le proporcionaba un colchón de seguridad para afrontar
con garantías su nueva empresa. Se estableció por su cuenta aceptando pequeños
proyectos que no le robasen excesivo tiempo y de esta forma podía tomarse con
más calma su futuro inminente.
Aún
así la ansiedad le consumía por dentro y cada nueva jornada, al sentarse en la
silla de su despacho, leía y releía el fruto de la jornada anterior y raras
veces se mostraba satisfecho con lo que tenía delante. Las ideas fluían a
cuentagotas y no terminaban de encajar en la estructura de la historia. En
momentos se sentía como un infante apenas capaz de articular dos palabras
distintas y la frustración se empezaba a apoderar de él. Entonces notaba el
tierno abrazo de su mujer, y un suave roce de sus labios en el cuello. Y aunque
reticente y de mal humor permitía que ella se sentara en sus rodillas y
entrelazase los brazos alrededor de su cuello mientras le contaba todo tipo de
historias. Le hablaba de los casos, ficticios casi siempre, que tenían entre
manos en el bufete de abogados en el que ella hacía prácticas, de los
variopintos clientes que pasaban por la librería en la que trabajó mientras
estudiaba la licenciatura e incluso del perro que tuvo de pequeña que
mordisqueaba los zapatos de toda la familia. Cualquier historia hacía que él
dejase a un lado todas las inseguridades que le asaltaban y escuchase embobado
todo lo que ella le contaba, tal como hacía desde el primer día en que se
conocieron. Entonces la obligaba a levantarse y tras darle un pellizco en las
nalgas la despedía riendo para concentrarse en la escritura con renovadas
fuerzas.
Llevaba
un pantalón azul marino adornado por un cinturón marrón y zapatos bajos del
mismo color. Al pasar delante del espejo se levantó el cuello de la blusa
blanca ajustada y miró por encima de su hombro con aire resignado la figura de
su marido, encorvado sobre los planos de un nuevo proyecto. Él evitaba culpable
la mirada de su mujer, que llevaba una semana de vacaciones intentado
distraerse en cualquier actividad mientras su marido se hallaba inmerso en un
encargo complicado. Ella había insistido en que se tomase un descanso para
aclarar las ideas y disfrutar de una romántica tarde, lejos de dibujos,
cimientos literarios y maldiciones cartesianas. Pero estaba demasiado
enfrascado en su trabajo, supeditado a la variable voluntad de un cliente que
cambiaba de idea como de camisa. A pesar de que las rectificaciones en el
proyecto suponían un aumento en la retribución de su trabajo, las horas que
debía dedicar al mismo crecían exponencialmente a la par que menguaba el tiempo
que podía dedicar a su novela. Y sólo más tarde comprendería que ambas cosas le
acabarían robando los momentos más preciados de su vida. Pero en ese instante
sólo acertó a darle un beso de forma distraída a su mujer mientras ésta ataba
el cinturón de su gabardina.
Se
masajeó los entumecidos muslos al levantarse de la silla tras una larga sesión
de trabajo. La casa estaba a oscuras a excepción de su estudio, iluminado por
la lámpara de trabajo acoplada en la mesa de madera. Atravesó el pasillo
encendiendo las luces que encontraba a su paso para atenuar la sensación de
soledad que flotaba en el ambiente, mientras se llevaba las manos a sus
doloridos riñones. Jamás había sabido adoptar una postura correcta a la hora de
trabajar. Parado en medio del salón decidió servirse un par de dedos de whisky
escocés para degustarlo mientras estiraba las piernas recorriendo las estancias
de la casa. Se habían trasladado hace unos meses a una vivienda a las afueras
de la ciudad, a pocos kilómetros de la misma. Los suficientes para aislarse del
ruido de la gran urbe pero a pocos minutos de la misma, facilitándole el desplazamiento
diario al bufete a su mujer. Apoyado en el umbral de la puerta del recibidor,
se quedó absorto en la contemplación del reloj de pared. Había dedicado doce
horas a la culminación del proyecto que entregaría en el Colegio de Arquitectos
a la mañana siguiente, lo que le dejaría el camino expedito para concentrarse
en un nuevo capítulo de su novela. Pero en ese momento necesitaba descansar y
despejar su embotada cabeza.
Mientras llenaba de nuevo el vaso, pensó
avergonzado por primera vez en todo el día en su mujer e hizo memoria para
recordar a dónde había ido a pasar la tarde. Tras un breve lapso de tiempo cayó
en la cuenta que aquel día se estrenaba una película de un actor de moda y que
su mujer le había comentado que iría a verla con una compañera del trabajo
mientras él acababa su proyecto. Se asomó a la ventana para contemplar la
niebla que envolvía el paisaje desde hacía varios días. Pensó que era extraño
para la época en la que estaban, pero la lluvia y la repentina bajada de
temperatura habían dibujado una estampa insólita por aquellas latitudes. Por
una, en principio, extraña asociación de ideas recordó que llevaba varias
semanas repitiéndose así mismo que debía cambiar las cubiertas de las ruedas
del coche que ella solía conducir. Y precisamente esa noche húmeda, su mujer conduciría
a través de una densa niebla, hecho que se recriminó. Afortunadamente ella era
una conductora cuidadosa en extremo, lo cual le sacaba de quicio en más de una
ocasión. El mero hecho de volver a pensar en ella provocó el regreso de un
sentimiento de culpa y la promesa de compensar a su esposa a cualquier precio.
Aunque tuviera que aparcar sus aspiraciones literarias durante una temporada. Con
ese pensamiento volvió a apoyar el hombro en el umbral de la puerta, y mirando
de nuevo el reloj se sorprendió de lo tarde que era. Así se sentó en el sillón
al lado del teléfono, sorprendido y preocupado. Y entonces, como si el destino
hubiera escuchado sus pensamientos, y quisiera burlarse de él, recibió la
llamada que cambiaría para siempre su vida…
Caminaba
despacio, con las manos en los bolsillos de su gabán y la vista fija en el
suelo. El mentón, otrora rasurado diariamente, estaba adornado por una
creciente barba de varios días que delataba el abandono físico al que se había
sometido. Sus pasos errantes no seguían un rumbo concreto, y aunque conociesen
su destino jamás podrían haberse abierto camino a través de una niebla tan
densa que le impedía discernir lo que tenía a dos metros. Adivinaba la
presencia de otras personas cuando sus voces emergían de la espesura como el
testimonio de un pasado que se difuminaba con el paso del tiempo. Pronto dichas
voces se fueron apagando, sumiendo a la ciudad en un silencio casi sepulcral
sólo roto por el eco de las desorientadas pisadas de los transeúntes.
Finalmente incluso éstas desaparecieron. Pero hacía mucho tiempo que todo lo
que le rodeaba había dejado de tener importancia de la misma forma que su vida
dejó de tener sentido desde el mismo momento en que la luz que alumbraba su
camino se había apagado. Daba igual la dirección que tomaran sus pasos. Poco
importaba las horas que pudiera andar, los kilómetros que pudiera recorrer. Su
mente estaba vacía, al igual que el camino que seguía.
Nunca
sabría a ciencia cierta el tiempo que transcurrió hasta que las voces
volvieron. Pero esta vez no emergían de la niebla, ni pertenecían a ningún
viandante. Simplemente existían en su mente. No habían aparecido de repente,
sino que ya estaban allí, sólo que hasta ese momento no había sido consciente
de su presencia. Voces desconocidas pero al mismo tiempo tan familiares,
hablando al unísono, luchando por abrirse paso hasta su conciencia. Y él sólo
necesitaba sacarlas de su cabeza mientras gritaba de dolor apretando
fuertemente sus manos contra las sienes. Mientras la niebla, alentada por su
sufrimiento, le envolvía cada vez más oprimiendo sus pulmones, arrebatándole
cada centímetro cúbico de oxígeno. Entonces elevó la vista para vislumbrar una
sombra emergiendo de la misma niebla, materializada de la nada como un madero
flotando en el mar tras un naufragio. Así que corrió con las pocas fuerzas que
le quedaban, trastabillándose, cayendo de bruces y maldiciendo en más de una ocasión
mientras escapaba de la densidad opresora que amenazaba con arrebatarle el
último instinto que subsistía en su interior. El instinto de la supervivencia…»
Pataleaba y se retorcía echando mano
de las pocas fuerzas que le quedaban. Sus dedos intentaban de forma frenética
encontrar un punto de apoyo que le permitiera aferrarse a la vida que se le
escapaba. La niebla se enroscaba alrededor de sus extremidades arrastrándole al
vacío, a la nada. Ahora no había nada familiar en ella, sólo era una masa informe
en continuo cambio. Ya no necesitaba engañarle con falsas esperanzas, ni
recuerdos de un amor perdido. Ya tenía lo que quería y no pensaba soltarlo. Su
cerebro era atravesado por miles de pensamientos erráticos y desesperados a la
par que las fuerzas abandonaban sus miembros. Pero a través de aquellos febriles
pensamientos una voz, tan pura y distinta a la que había escuchado tan sólo
unos momentos antes, se alzaba obligándole a luchar, a resistir hasta el último
aliento. Y como si la niebla hubiera escuchado aquella voz, empezó a retroceder
temerosa por haber usurpado una conciencia tan querida por el escritor, que
ahora se rebelaba contra un hasta ahora inevitable destino.
Se arrastró exhausto por el pasillo,
echando temerosas miradas furtivas hacia atrás, esperando verla aparecer de
nuevo. Pero ya no había rastro de la niebla y el silencio había vuelto a
adueñarse de todo lo que le rodeaba. Una vez alcanzó el despacho, cerró la
puerta tras de sí y se acurrucó en la pared más alejada de la misma, jadeando e
intentando por todos los medios que su pulso recuperase un ritmo más pausado.
En muchas ocasiones había pensado en cómo sería abandonarse a su suerte,
esperando a ser engullido por el piadoso olvido que la niebla parecía
ofrecerle. Pero no había nada piadoso en aquella experiencia, sino el preludio
de algo tortuoso y obsceno que no estaba dispuesto en ninguna circunstancia a
tolerar. Y de nuevo aquella voz dulce y a la vez firme que tanto conocía volvía
a insuflarle fuerzas para escapar de la tortura y reconducirle hacia un
objetivo liberador que él tanto anhelaba.
Una vez hubo recuperado el aliento
tras un lapso de tiempo que se le antojó interminable, decidió que era hora de
empaquetar de nuevo sus pertenencias y realizar una última escalada, hasta lo
más alto del edificio. Trataría así de aumentar en todo lo posible la distancia
entre él y su enemiga, seguro en cualquier caso de que la retirada de ésta
última sólo era algo temporal, como un descanso que se tomara tras el último
encuentro para lamerse las heridas como un animal salvaje, que enseguida
emprendería la persecución de su presa. Por este motivo decidió aligerar todo
lo posible su carga, dejando atrás entre otras pertenencias la pesada máquina
de escribir después de echarle una mirada entre nostálgica y agradecida. Ahora,
la romántica idea de finalizar su obra con el plumín y el tintero se convertía
en algo absolutamente necesario. Desechó la idea de volver a por el quinqué ya
que no quería tentar de nuevo a la suerte y comprobó de nuevo que la vela
seguía estando en su mochila. No sabía lo que tardaría en consumirse, pero
aunque tuviera que hacerlo en la penumbra, acabaría su obra a toda costa.
Sus pies, descalzos y callosos,
buscaban apoyo para tomar impulso mientras que sus manos palpaban cualquier
recoveco donde agarrarse con fuerza. Llevaba horas escalando por una superficie
irregular, con tramos derruidos que hacían casi impracticable el avance. La
idea de acceder a cualquiera de los pisos para utilizar la escalera interior le
producía aprehensión. Temía volver a encontrarse frente a frente con sus miedos
si permanecía demasiado tiempo en las entrañas del edificio. Cuando sus
músculos ardían por la tensión ejercida, tomaba descanso en una cornisa lo
suficientemente ancha como para permitirle tomar resuello durante unos minutos.
La ausencia de la más mínima corriente de aire facilitaba el ascenso, pero en
más de una ocasión perdió pie y temió caer al vacío para ser engullido por la
niebla, que parecía permanecer expectante ante tal posibilidad. Y él estaba
seguro que su cuerpo jamás llegaría a tocar el suelo. Ella lo atraparía en su
mortal abrazo sumiéndole en el más terrorífico de los olvidos.
Palpó a oscuras el suelo de la
estancia. A pesar del polvo acumulado en el piso sintió el tacto suave y frío.
Sacó de la mochila la vela y echando mano de las cerillas que había encontrado
en el despacho la encendió comprobando que el material que pisaba era algún
tipo de mármol. Pronto la cera derretida de la vela empezó a resbalar hasta su
mano quemando el dorso de la misma y provocándole un intenso pero breve dolor.
Comenzó a examinar con más detalle la estancia que era diáfana a excepción de
las columnas que sustentaban la estructura. El centro de la sala se encontraba
a un nivel ligeramente inferior, accediendo al mismo mediante dos escalones. A
su alrededor se hallaban dispuestas decenas de mesas con floridos centros y
polvorientas copas de vino y champagne cubiertas por telarañas. Al otro lado de
la enorme estancia, una plataforma con instrumentos de música estratégicamente
colocados le dio la clave para identificar el lugar como una sala de fiestas.
Cada centro de mesa estaba coronado por una vela de forma cónica, por lo que
decidió encender varias para hacerse una mejor idea del lugar al que había
llegado. El último piso del edificio.
En uno de los extremos de la sala
encontró una larga y, en su tiempo, lujosa barra de madera, y tras ésta,
dispuestas en hileras de estanterías, botellas de toda clase de licores. Tras
tomar una de whisky escocés, se dirigió al centro de la estancia, lo que
suponía era una pista de baile. En ella se intuía el dibujo de un tridente, el
mismo representado en la caja de cerillas. Colocando la mochila a modo de almohada,
se tumbó en el duro suelo de mármol con la vista clavada en el techo, adornado
por doradas lámparas de araña. Tras quitar el tapón de corcho de la botella dio
un largo trago a la misma. El alcohol proporcionó
brillo a sus ojos y calor a sus miembros. Puso el antebrazo izquierdo tras la
nuca y volvió a beber sosteniendo después la botella sobre el estómago. Se
preguntaba intrigado acerca de una cuestión que sorprendentemente había pasado
por alto durante todo el tiempo que había durado su odisea. Mientras observaba
el polvo y las telas de araña acumulados por piso y mobiliario le invadió de
nuevo una sensación de atemporalidad. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que
atravesó las puertas de ese edificio? ¿Semanas, meses? A juzgar por el
deterioro del inmueble podrían haber transcurrido décadas. ¿A caso la niebla
podía devorar el tiempo de la misma forma que engullía todo lo que le rodeaba?
Volver a pensar en ella le provocó un escalofrío por todo el cuerpo, por lo que
volvió a darle un trago largo a la botella crispando el gesto al sentir el
ardor del líquido bajando por la garganta.
Se incorporó pesadamente y comenzó a recorrer
con paso tranquilo aquella sala de fiestas a la que sólo se podía acceder,
según comprobó, a través de un ascensor que comunicaba con la estancia mediante
un breve pasillo adornado a ambos lados por pedestales coronados por figuras de
inspiración griega. Luego se centró en el espacio reservado a los músicos. Dos
filas de atriles a distinto nivel con amarillentas y mohosas partituras
presidían el mismo, mientras que los instrumentos descansaban en los asientos.
Girando en redondo centró su atención en la zona reservada a las mesas y más
concretamente en éstas, festivamente adornadas con manteles blancos, lazos
color carmesí y botellas de champagne cuyo contenido se había vertido sobre la
superficie provocando una mancha de color indescifrable sobre la misma. Intentó
imaginar el tipo de fiesta que se había celebrado en aquella sala. Quizá una
boda, o la bienvenida a un nuevo año, incluso la inauguración del edificio cuya
cúspide coronaba el lugar donde se encontraba. Habría sido irónico celebrar una
fiesta de inauguración de un edificio cuyas horas estaban contadas. La imagen
de los asistentes a dicho evento empezó a desfilar por su mente, convirtiéndose
en imágenes tan reales que le pareció estar asistiendo a una representación
teatral. La Señorita Bucles de Oro llevaba un vestido dorado de lentejuelas y
los labios pintados de un rojo intenso. Sentada a la mesa se acurrucaba
melosamente junto a un hombre que le triplicaba la edad, el Señor Cabellos
Plateados, vestido con un elegante esmoquin blanco. Reían estruendosamente
mientras se servían una copa más del burbujeante líquido contenido en una
botella sumergida en hielo. Cientos de botellas se descorchaban al unísono
asemejando el estruendo de un tiroteo mientras la espuma salpicaba a los
despreocupados asistentes. En la pista de baile el Señor Galán de Cine se
dejaba querer ante las atenciones de un grupo de jóvenes y no tan jóvenes
féminas, ejecutando alegres pasos con diferentes compañeras de bailes. El Señor
Estrecha Manos, el anfitrión de la fiesta, recorría animado todas y cada una de
las mesas encendiendo puros con su mechero de oro y luciendo un clavel en la
solapa de su americana. La sección de viento de la orquesta interpretaba una
frenética composición a ritmo de charlestón, mientras que el furor se extendía
por toda la sala, ahora casi en penumbra, sólo iluminada por cientos de
bengalas agitadas en el aire.
El escritor estaba maravillado por
un espectáculo tan vivido que sentía la necesidad de mover su cuerpo al compás
de la música, mientras vaciaba la botella derramando el líquido sobre su boca
abierta. Dio varios tumbos antes de caer al suelo entre risas. La botella
semivacía salió volando de su mano haciéndose añicos y esparciendo su contenido
por todo el suelo. Se reincorporó a medias quedando sentado con las piernas
estiradas, y los ecos del jolgorio resonando aún en su cerebro. Se sentía muy
animado, borracho pero muy animado. Estirando el brazo derecho alcanzó la
mochila que estaba a pocos metros de donde se encontraba y rebuscando dentro
encontró el plumín y el tintero los cuales distribuyó sobre el suelo junto con
un puñado de folios. Necesitaba extraer de su imaginación aquellas sensaciones
y plasmarlas en papel antes de que su memoria fallase una vez más. Hacía tanto
tiempo que no ejercitaba la caligrafía que al principio sus trazos eran torpes
y casi ilegibles, y su estado de embriaguez no ayudaba mucho a la causa. Cuando
completó el primer folio lo elevó para estudiarlo con atención a la luz de la
vela que había colocado en un vaso vacío, mientras soplaba para secar la tinta
aún húmeda. Los reglones, torcidos e inseguros, le desanimaron en un principio,
pero a medida que avanzaba en su escritura empezaron a mejorar ostensiblemente,
haciendo que el escritor se sintiera más cómodo. Y a medida que su mente se
despejaba, su pulso empezó a recuperar la firmeza de antaño, acostumbrado a
dibujar complejos planos.
Supo que la niebla había despertado
de nuevo cuando un murmullo de voces se alzó en su cabeza. Clamaban por escapar
de su encierro con un tono apremiante y discutían unas con otras por ser las
primeras en aflorar en la imaginación del escritor. Se incorporó rápidamente y
se dirigió a la terraza anexa a la sala asomando el cuerpo sobre una baranda de
hierro forjado. La niebla había reanudado lentamente su escalada y sólo les
separaban unos pocos pisos. ¿Sería suficiente el tiempo del que disponía? No se
entretuvo en cálculos mentales y volvió con premura a su improvisado
escritorio. Ya no le importaba la rectitud de sus reglones ni la calidad de su
caligrafía. Lo único que quedaba era escribir folio tras folio, palabra tras
palabra, permitiendo que todas las voces que había contenido en su interior se
derramasen sobre el papel conformando una historia redentora. Los trazos
cortos, economizando la tinta, abrían los candados de cientos de prisiones
continentes de ideas que pronto se plasmaban en el papel. Paulatinamente todo
lo que le rodeaba dejó de existir tal como lo conocía, sustituido por otro
universo muy diferente. Después de tanto tiempo abandonaba la realidad para
sumergirse en la historia, mientras la sala volvía a llenarse de voces, risas y
ruidoso desenfreno. Todo el mundo desfilaba ante sus ojos, sonriéndole, como si
se tratara de viejos amigos a los que se ha descuidado durante tanto tiempo.
Y él, ya no era un escritor con
dedos manchados de tinta, llenando de manchurrones, casi ilegibles, folios en
blanco sobre el frío mármol de aquella sala de fiestas. Ahora era un personaje
más en una historia. Una novela negra, de aquellas que tanto gustaban a su
mujer. Justo la historia que le prometió escribir. Y ella también estaba allí,
tan hermosa como siempre. Y su sonrisa volvió a calentar su corazón mientras le
cogía la mano…
«Ella
le cogió la mano, como había hecho día tras día y año tras año, en aquella
habitación de la última planta del hospital, que se había convertido no sólo en
su casa, sino también en su prisión. Y hora tras hora, ella había sostenido
aquella mano. Había leído en voz alta aquellas novelas, rezando porque aquella
persona, postrada en aquella cama desde hace tanto tiempo, pudiera escuchar su
voz. Sólo con eso, ella se hubiera conformado… Y mientras le miraba, con el
mismo cariño con el que lo había hecho todos esos años, no veía a aquel ser
humano con la vista perdida, que se había ido encogiendo día a día, siendo un
pálido reflejo de lo que una vez fue. Veía a aquel hombre maravilloso que la
amó. A aquella persona que un día soñó con convertirse en un escritor. Que le
prometió escribir una de aquellas novelas negras que tanto le gustaban.
Y
todos los días recordaba aquella noche. Aquella rueda desgastada que acabó
reventando cuando conducía de regreso, después de ver una estúpida película en
el cine. Aquella llamada a su preocupado marido, que condujo a través de
aquella densa niebla. Y aquella curva, que jamás olvidará. Que aún hoy, sigue
provocándole un escalofrío cada vez que la toma…
Ahora
lo imaginaba, caminando entre tinieblas. Viviendo en la auténtica prisión en la
que se había convertido su mente, a pesar de que aquellos doctores insistían en
que aquel cerebro, hacía mucho que apenas registraba actividad.
Por
esa misma razón, sostuvo una última vez su mano, y mirándole a los ojos, que parecían
brillar como hace tanto tiempo que no lo habían hecho, le sonrió…»