El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

miércoles, 4 de febrero de 2015

Kate

Ilustración de "Fatale", por Sean Phillips



Tenía el pelo largo y negro, y una mirada oscura capaz de congelar el alma de un hombre. No era una de esas bellezas deslumbrantes de Hollywood, pero tenía un atractivo casi animal que hacía que los hombres perdieran por ella la cabeza y algo más. Sus brillantes labios manchaban de carmesí la boquilla de aquellos largos y finos cigarrillos franceses que consumía en dos caladas. Y sabías que cuando aplastase la colilla con sus zapatos de tacón, tu tiempo estaba a punto de acabarse, mientras escuchabas ese taconeo pausado emergiendo desde la oscuridad.

Cuentan que le faltaba el dedo anular de la mano derecha. Algunos decían que se lo habían volado en un tiroteo. Otros, que ella misma se lo había arrancado de un mordisco al no poder quitarse su alianza de boda. Justo antes de colocarle una bala de veintidós entre ceja y ceja a su marido. Pero hay algo en lo que todos estaban de acuerdo: si querías un trabajo limpio, la solución estaba en Chicago y se llamaba Kate. Sólo ese nombre. Sin alguien alguna vez conoció su apellido, seguramente se lo llevó consigo a un agujero, a siete pies bajo tierra. Tampoco tenía ningún apodo amenazante, como los matones de medio pelo que pululan la ciudad. No le hacía falta.

Yo era apenas un muchacho que aún se tenía que poner de puntillas para comprar la entrada del cine con los cuartos que me ganaba haciendo de chico de los recados del “Inglés”, el jefe de una de las bandas de esta miserable ciudad. Un tipo peligroso, no por el poder que había llegado a tener, sino porque era como un perro rabioso: impredecible y mortal. Andaba a tiros con la banda de “Dólar de Plata” Nolan, con el que se repartía las migajas del pastel que caían desde Chicago. Allí, los que de verdad movían el negocio, andaban a lo suyo. Entre líos federales y luchas internas, tenían poco tiempo para volver la cabeza hacia una pequeña ciudad de la costa oeste. Aquí en cambio se mataban en cualquier sitio, mientras la policía hacía la vista gorda. Los que estaban “untados” no tomaban parte, pues en ese tipo de disputas, nunca sabes si vas a tomar partido por el bando perdedor. Los que no lo estaban, también se lavaban las manos: “mejor ellos que nosotros”.

Pronto, el eco de la artillería recorrió todo el estado. Y siguió avanzando por el país a través de la prensa, ávida por teñir de rojo sus páginas de sucesos. Esta ciudad se había convertido en su destino turístico favorito, y no era extraño verlos pasear cargando con sus cámaras, preparados para ser testigo de una noticia de primera plana. Incluso alguno de ellos se convertía en improvisado protagonista de la noticia. ¡Qué diablos! Lo que sea por un buen titular.

Las funerarias se habían convertido en un negocio floreciente. Un activo seguro en donde invertir. Proliferaban en esta pequeña ciudad como champiñones sobre el estiércol. Y os juro que tuvieron que derribar la antigua iglesia para ampliar el campo santo, sembrado de cruces.

Con todo ese jaleo, no era extraño que la gente de Chicago se empezara a poner nerviosa. Tanto ruido no es bueno para el negocio, y más cuando los federales estaban embarcados en una cruzada contra el crimen organizado. No era de extrañar que en estas circunstancias se extendiera el rumor de que los peces gordos habían decidido mandar a Kate a la ciudad para poner en orden las cosas. Pero no dejaba de ser un rumor, como otro cualquiera. Como la propia Kate, que con el tiempo se había convertido en un mito. Una historia que se le cuenta a un niño travieso para que se porte bien. Yo estaba convencido de su existencia, por mucho misterio que la rodease. Pero seamos sinceros, Kate no iba a ningún sitio a poner orden. Ella simplemente eliminaba de raíz los problemas.

Una mañana nos levantamos con la noticia de un incendio en uno de los garitos del Inglés. El jefe estaba más rabioso que de costumbre y literalmente echaba espuma por la boca. Así que a mediodía decidió hacer una excursión al puerto. Yo había escuchado que aquel día Dólar de Plata iba a recibir un importante cargamento. Se lo escuché a un par de matones que acababan de llegar a la ciudad. En aquellos tiempos, los trenes escupían carnada. Hombres que venían de todas partes para engrosas las filas de uno u otro bando. Yo pasaba muchas mañanas sentado en un banco de la estación tomando buena nota de todas las caras nuevas que veía, pues los nuevos, siempre son una gran fuente de información. Suelen ser gente del campo, deseando vivir lo que jamás podrán experimentar ordeñando una vaca. La emoción les puede y suelen largar más de la cuenta. Y un niño tomando inocentemente un helado en una esquina, es como una esponja si afina bien el oído.

Los hombres del Inglés los agarraron en plena faena. Lo tenían tan bien planeado, que no les dio tiempo a sacar las armas. Todo muy limpio hasta ese momento. Ni un solo tiro. Entonces los metieron en una de las naves y los colocaron de cara a la pared. Era la primera vez que veía algo así. Hasta entonces, todo había un emocionante juego de espías, pero el Inglés me sujetó la cabeza para que no dejara de mirar. “Muchacho, un hombre sólo vale el peso del plomo que le sacarán en la morgue”, me dijo con una sonrisa mientras las “tommys” escupían todo el cargador sobre aquellos pobres desgraciados. Jamás olvidaré los fogonazos que iluminaban de forma macabra aquella nave, los gritos de aquellos hombres, y la enfermiza carcajada del Inglés. Dios…, ni aquel olor a carne quemada y a pólvora. Cuando los hombres del jefe acabaron, sólo había un amasijo de carne en el suelo, y la pared parecía un lienzo donde un pintor había descargado de forma surrealista, una brocha empapada en una pintura de un rojo intenso y brillante.

Aquella noche, el Inglés lo celebró en su club, brindando con el cargamento de Dólar de Plata y fumándose uno de aquellos enormes y malolientes puros que tanto le gustaban. Yo también estaba allí. No era el ambiente más propicio para un imberbe como yo, pero el jefe estaba tan orgulloso de mí que no me dio opción. Todo era alegría, música y alcohol. Junto al Inglés se acurrucaba Ricitos de Oro. Así la llamaba yo. Con su elegante traje de noche y sus largos guantes de fiesta parecía una actriz de Hollywood recién aterrizada en la alfombra roja. Pero en realidad, era una de tantas chicas de uno de tantos pueblos cuyo nombre a nadie importa, que se monta en un tren con una maleta casi vacía y la cabeza llena de sueños. Llegan siempre con una sonrisa angelical y una mirada inocente, que hombres como el Inglés les acabarán borrando. Acababa de llegar a la ciudad de la que todo el mundo hablaba, y el jefe enseguida le había echado el ojo. Yo sentía lástima por ella. Me encandilaba su optimismo, su parloteo constante y esa forma de mirar las cosas como si fuera la primera vez que las veía. Pero había dado con el hombre equivocado. Acabaría en el fondo del mar, como tantas otras chicas de tantos otros pueblos sin nombre. Una noche, al Inglés se le iría la mano, como siempre, y la mataría a golpes, o la despellejaría con su cinturón. Era de esa clase de escoria que sólo se excita de esa forma.

Cuando Ricitos de Oro, se levantó para ir al baño a empolvarse la nariz por enésima vez, el Inglés se acercó a mí, y me dijo lo orgulloso que estaba. Que tendría un gran futuro en este negocio, y que si el cabrón de mi padre me daba problemas, el se encargaría de dejarle las cosas claras. Y siguió soltando su verborrea hasta que vimos aparecer a Tommy “Gancho” Barret, un ex boxeador con un cerebro muy pequeño y muy machacado, reconvertido en matón del inglés. Acercó sus ciento veinte kilos hacia nuestra mesa. Estaba muy agitado y sudaba como un pavo en el horno. Le dijo al jefe que acababan de encontrar a Dólar de Plata en un callejón oscuro, con un tajo en la garganta. “Un trabajo muy limpio”, recalcó. El Inglés se levantó muy despacio, mientras su inicial gesto de preocupación se tornó en una enorme sonrisa. ¡Al fin la gente de Chicago había tomado partido en la disputa y habían decidido darle el control absoluto de la ciudad! Todo eran risas, aplausos y parabienes. Cuando Ricitos de Oro volvió a la mesa y se encontró con aquello, también empezó a dar saltos y a reír como todo el mundo, aún sin saber el motivo de la celebración.

Y bebieron copa tras copa, hasta que vi en los ojos del jefe aquella mirada que tanto conocía. Ojos inyectados en sangre. Ojos de loco. Se volvió hacia Ricitos de Oro y le dijo que ahora ellos dos se iban a marchar a celebrarlo de otra forma. Cuando estaban recogiendo los abrigos, agarré de la muñeca a aquella muchacha, y sin que nos escuchasen, le dije que se fuera mientras aún había tiempo. Que yo distraería al jefe para que no se diera cuenta. Porque ahora para él, era como un hijo. Pero ella se rió y liberándose de mi mano me dijo que me fuera a casa a dormir, que era donde debía estar ya. Que no me preocupara por ella, pues sabía manejar a los hombres. Y por más que rogué, sólo obtuve un gesto de burla antes de que ella se enganchara al brazo del Inglés, y saliera del local con su vestido de noche y sus largos guantes de estrella de Hollywood.

Aquel día había madurado a golpe de plomo, y me sentía todo un hombre. Y como si fuera un caballero de brillante armadura, de esos que rescatan damiselas en apuros, decidí hacer una de las cosas más estúpidas que he hecho en mi vida. Al poco de salir del local tras el inglés y Ricitos de Oro, no sin antes coger una botella vacía, llené ésta de gasolina del depósito de uno de los coches del jefe, con una goma. Luego introduje un pañuelo, tal como me había enseñado uno de los matones del Inglés, y dirigiéndome a la carnicería que el jefe había heredado de su padre hace tanto tiempo, rompí el escaparte con una piedra. Luego prendí el pañuelo con una cerilla, y arrojé la botella al interior del establecimiento. En cuanto empezó a arder, corrí como alma que lleva el diablo al viejo hotel donde el jefe llevaba a sus chicas.

Llegué dando voces y dos matones de confianza del Inglés me salieron al paso, interrogándome sobre el motivo de mi presencia y mis voces de alarma. Cuando me dispuse a explicárselo todo, escuchamos los gritos de Ricitos de Oro que venían de la primera planta, y pensé que quizás había llegado demasiado tarde. Pero aquellos gritos no venían del interior de la habitación, como en las demás ocasiones, sino del pasillo. Los hombres del Inglés subieron como una exhalación las escaleras, conmigo siguiéndoles de cerca.

Ricitos de Oro estaba medio desnuda y ensangrentada, gritando como una histérica y señalando a la habitación. Yo me quedé fuera, mientras los hombres entraban acompañados de la chica. Sólo escuché un: “Mierda”, y dos disparos. Me quedé petrificado, apoyado contra la pared del pasillo. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que escuché por primera vez aquel sonido que se me quedó grabado para siempre. Aquel taconeo pausado, tranquilo. Luego la vi salir de la habitación. Ya no era Ricitos de Oro. Ya no era una de tantas muchachas de otros tantos pueblos sin nombre. En una mano llevaba una peluca rubia, y en la otra una pistola del calibre 22. Cubría su cuerpo con el abrigo del Inglés y su cabello negro con el sombrero de uno de sus matones. Se acercó a mí y me miró con aquellos ojos oscuros y fríos. Sabía perfectamente que Kate nunca dejaba testigos, y en mi mente recé como me había enseñado mi madre por las noches. Kate me susurró: “¿Has venido a rescatar a una damisela en apuros?”. Yo le sostuve la mirada y asentí. Entonces ella se llevó el dedo índice de la mano derecha a los labios. Una mano a la que le faltaba el dedo anular. Me dijo que si comprendía lo que quería decir, y yo volví a asentir. Entonces me sonrió, y encendiendo un cigarrillo largo y delgado, se subió el cuello del abrigo y se marchó con aquel taconeo pausado.
     
       Cuando se marchó, entré en la habitación. Los dos matones estaban tendidos en el suelo con sendos tiros en la nuca. Y el Ingles… señor, el Inglés estaba tendido boca arriba en la cama. Tenía todo el cuerpo despellejado y su cinturón, ensangrentado, a su lado. Kate le había cortado también la verga y se la había metido en la boca a modo de puro. Os juro que miré aquella escena sin que me inundase ningún tipo de emoción. Ni horror, ni pena, ni alivio. Simplemente era como debía acabar.
       
     Con Dólar de Plata fue más compasiva. Después de todo, Nolan no era un mal tipo. Simplemente el dólar cayó en esta ocasión por el lado de la cruz. Nunca se imaginó que acabaría con un tajo en la garganta cortesía de una dulce muchacha que fue a empolvarse la nariz y acabó con él en un callejón oscuro.

            Al día siguiente la calma reinaba en la ciudad por primera vez en mucho tiempo. Con los jefes de las dos bandas criando malvas, existía un vacío de poder que nadie se atrevía a llenar. No mientras el aroma de los cigarrillos de Kate aún sobrevolaba la ciudad. Pero ese vacío tardó poco en llenarse, pues los peces gordos de Chicago enviaron gente de su confianza para tomar el control de la ciudad. Yo continué dentro de la organización, y a medida que crecía, iba subiendo en el escalafón de la misma. Hasta alcanzar el poder que ahora tengo. Muchos me temen, e incluso desde Chicago, me respetan. Atajo los problemas sin contemplaciones, y todo el mundo sabe quién manda en la ciudad.

            No volví a saber nada de Kate. Algunos dicen que le metieron cuatro tiros por la espalda. Otros dicen que se cansó de todo esto y se marchó a París porque ya no podía encontrar aquellos cigarrillos franceses que tanto le gustaban. Kate… Un nombre que aún infunde miedo. Pero si llega el día en que tenga que rendir cuentas, al menos me gustaría escuchar por última vez aquel taconeo pausado, antes de abandonar este mundo. Sería una dulce forma de pagar por mis pecados…







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