Ilustración de "Fatale", por Sean Phillips |
Tenía
el pelo largo y negro, y una mirada oscura capaz de congelar el alma de un
hombre. No era una de esas bellezas deslumbrantes de Hollywood, pero tenía un
atractivo casi animal que hacía que los hombres perdieran por ella la cabeza y
algo más. Sus brillantes labios manchaban de carmesí la boquilla de aquellos
largos y finos cigarrillos franceses que consumía en dos caladas. Y sabías que
cuando aplastase la colilla con sus zapatos de tacón, tu tiempo estaba a punto
de acabarse, mientras escuchabas ese taconeo pausado emergiendo desde la
oscuridad.
Cuentan que le faltaba el dedo anular de la mano derecha. Algunos decían que se lo habían volado en un tiroteo. Otros, que ella misma se lo había arrancado de un mordisco al no poder quitarse su alianza de boda. Justo antes de colocarle una bala de veintidós entre ceja y ceja a su marido. Pero hay algo en lo que todos estaban de acuerdo: si querías un trabajo limpio, la solución estaba en Chicago y se llamaba Kate. Sólo ese nombre. Sin alguien alguna vez conoció su apellido, seguramente se lo llevó consigo a un agujero, a siete pies bajo tierra. Tampoco tenía ningún apodo amenazante, como los matones de medio pelo que pululan la ciudad. No le hacía falta.
Yo era
apenas un muchacho que aún se tenía que poner de puntillas para comprar la
entrada del cine con los cuartos que me ganaba haciendo de chico de los recados
del “Inglés”, el jefe de una de las bandas de esta miserable ciudad. Un tipo
peligroso, no por el poder que había llegado a tener, sino porque era como un
perro rabioso: impredecible y mortal. Andaba a tiros con la banda de “Dólar de
Plata” Nolan, con el que se repartía las migajas del pastel que caían desde
Chicago. Allí, los que de verdad movían el negocio, andaban a lo suyo. Entre
líos federales y luchas internas, tenían poco tiempo para volver la cabeza
hacia una pequeña ciudad de la costa oeste. Aquí en cambio se mataban en
cualquier sitio, mientras la policía hacía la vista gorda. Los que estaban
“untados” no tomaban parte, pues en ese tipo de disputas, nunca sabes si vas a
tomar partido por el bando perdedor. Los que no lo estaban, también se lavaban
las manos: “mejor ellos que nosotros”.
Pronto,
el eco de la artillería recorrió todo el estado. Y siguió avanzando por el país
a través de la prensa, ávida por teñir de rojo sus páginas de sucesos. Esta
ciudad se había convertido en su destino turístico favorito, y no era extraño
verlos pasear cargando con sus cámaras, preparados para ser testigo de una
noticia de primera plana. Incluso alguno de ellos se convertía en improvisado
protagonista de la noticia. ¡Qué diablos! Lo que sea por un buen titular.
Las
funerarias se habían convertido en un negocio floreciente. Un activo seguro en
donde invertir. Proliferaban en esta pequeña ciudad como champiñones sobre el
estiércol. Y os juro que tuvieron que derribar la antigua iglesia para ampliar
el campo santo, sembrado de cruces.
Con
todo ese jaleo, no era extraño que la gente de Chicago se empezara a poner
nerviosa. Tanto ruido no es bueno para el negocio, y más cuando los federales
estaban embarcados en una cruzada contra el crimen organizado. No era de
extrañar que en estas circunstancias se extendiera el rumor de que los peces
gordos habían decidido mandar a Kate a la ciudad para poner en orden las cosas.
Pero no dejaba de ser un rumor, como otro cualquiera. Como la propia Kate, que
con el tiempo se había convertido en un mito. Una historia que se le cuenta a
un niño travieso para que se porte bien. Yo estaba convencido de su existencia,
por mucho misterio que la rodease. Pero seamos sinceros, Kate no iba a ningún
sitio a poner orden. Ella simplemente eliminaba de raíz los problemas.
Una
mañana nos levantamos con la noticia de un incendio en uno de los garitos del
Inglés. El jefe estaba más rabioso que de costumbre y literalmente echaba
espuma por la boca. Así que a mediodía decidió hacer una excursión al puerto. Yo
había escuchado que aquel día Dólar de Plata iba a recibir un importante
cargamento. Se lo escuché a un par de matones que acababan de llegar a la
ciudad. En aquellos tiempos, los trenes escupían carnada. Hombres que venían de
todas partes para engrosas las filas de uno u otro bando. Yo pasaba muchas
mañanas sentado en un banco de la estación tomando buena nota de todas las
caras nuevas que veía, pues los nuevos, siempre son una gran fuente de
información. Suelen ser gente del campo, deseando vivir lo que jamás podrán
experimentar ordeñando una vaca. La emoción les puede y suelen largar más de la
cuenta. Y un niño tomando inocentemente un helado en una esquina, es como una
esponja si afina bien el oído.
Los
hombres del Inglés los agarraron en plena faena. Lo tenían tan bien planeado,
que no les dio tiempo a sacar las armas. Todo muy limpio hasta ese momento. Ni un
solo tiro. Entonces los metieron en una de las naves y los colocaron de cara a
la pared. Era la primera vez que veía algo así. Hasta entonces, todo había un
emocionante juego de espías, pero el Inglés me sujetó la cabeza para que no
dejara de mirar. “Muchacho, un hombre sólo vale el peso del plomo que le
sacarán en la morgue”, me dijo con una sonrisa mientras las “tommys” escupían
todo el cargador sobre aquellos pobres desgraciados. Jamás olvidaré los
fogonazos que iluminaban de forma macabra aquella nave, los gritos de aquellos
hombres, y la enfermiza carcajada del Inglés. Dios…, ni aquel olor a carne
quemada y a pólvora. Cuando los hombres del jefe acabaron, sólo había un
amasijo de carne en el suelo, y la pared parecía un lienzo donde un pintor había
descargado de forma surrealista, una brocha empapada en una pintura de un rojo
intenso y brillante.
Aquella
noche, el Inglés lo celebró en su club, brindando con el cargamento de Dólar de
Plata y fumándose uno de aquellos enormes y malolientes puros que tanto le
gustaban. Yo también estaba allí. No era el ambiente más propicio para un
imberbe como yo, pero el jefe estaba tan orgulloso de mí que no me dio opción.
Todo era alegría, música y alcohol. Junto al Inglés se acurrucaba Ricitos de
Oro. Así la llamaba yo. Con su elegante traje de noche y sus largos guantes de
fiesta parecía una actriz de Hollywood recién aterrizada en la alfombra roja.
Pero en realidad, era una de tantas chicas de uno de tantos pueblos cuyo nombre
a nadie importa, que se monta en un tren con una maleta casi vacía y la cabeza
llena de sueños. Llegan siempre con una sonrisa angelical y una mirada
inocente, que hombres como el Inglés les acabarán borrando. Acababa de llegar a
la ciudad de la que todo el mundo hablaba, y el jefe enseguida le había echado
el ojo. Yo sentía lástima por ella. Me encandilaba su optimismo, su parloteo
constante y esa forma de mirar las cosas como si fuera la primera vez que las
veía. Pero había dado con el hombre equivocado. Acabaría en el fondo del mar,
como tantas otras chicas de tantos otros pueblos sin nombre. Una noche, al
Inglés se le iría la mano, como siempre, y la mataría a golpes, o la
despellejaría con su cinturón. Era de esa clase de escoria que sólo se excita
de esa forma.
Cuando
Ricitos de Oro, se levantó para ir al baño a empolvarse la nariz por enésima
vez, el Inglés se acercó a mí, y me dijo lo orgulloso que estaba. Que tendría
un gran futuro en este negocio, y que si el cabrón de mi padre me daba
problemas, el se encargaría de dejarle las cosas claras. Y siguió soltando su
verborrea hasta que vimos aparecer a Tommy “Gancho” Barret, un ex boxeador con
un cerebro muy pequeño y muy machacado, reconvertido en matón del inglés.
Acercó sus ciento veinte kilos hacia nuestra mesa. Estaba muy agitado y sudaba
como un pavo en el horno. Le dijo al jefe que acababan de encontrar a Dólar de
Plata en un callejón oscuro, con un tajo en la garganta. “Un trabajo muy limpio”,
recalcó. El Inglés se levantó muy despacio, mientras su inicial gesto de
preocupación se tornó en una enorme sonrisa. ¡Al fin la gente de Chicago había
tomado partido en la disputa y habían decidido darle el control absoluto de la
ciudad! Todo eran risas, aplausos y parabienes. Cuando Ricitos de Oro volvió a
la mesa y se encontró con aquello, también empezó a dar saltos y a reír como
todo el mundo, aún sin saber el motivo de la celebración.
Y
bebieron copa tras copa, hasta que vi en los ojos del jefe aquella mirada que
tanto conocía. Ojos inyectados en sangre. Ojos de loco. Se volvió hacia Ricitos
de Oro y le dijo que ahora ellos dos se iban a marchar a celebrarlo de otra
forma. Cuando estaban recogiendo los abrigos, agarré de la muñeca a aquella
muchacha, y sin que nos escuchasen, le dije que se fuera mientras aún había
tiempo. Que yo distraería al jefe para que no se diera cuenta. Porque ahora
para él, era como un hijo. Pero ella se rió y liberándose de mi mano me dijo
que me fuera a casa a dormir, que era donde debía estar ya. Que no me
preocupara por ella, pues sabía manejar a los hombres. Y por más que rogué,
sólo obtuve un gesto de burla antes de que ella se enganchara al brazo del
Inglés, y saliera del local con su vestido de noche y sus largos guantes de
estrella de Hollywood.
Aquel
día había madurado a golpe de plomo, y me sentía todo un hombre. Y como si
fuera un caballero de brillante armadura, de esos que rescatan damiselas en
apuros, decidí hacer una de las cosas más estúpidas que he hecho en mi vida. Al
poco de salir del local tras el inglés y Ricitos de Oro, no sin antes coger una
botella vacía, llené ésta de gasolina del depósito de uno de los coches del
jefe, con una goma. Luego introduje un pañuelo, tal como me había enseñado uno
de los matones del Inglés, y dirigiéndome a la carnicería que el jefe había
heredado de su padre hace tanto tiempo, rompí el escaparte con una piedra.
Luego prendí el pañuelo con una cerilla, y arrojé la botella al interior del
establecimiento. En cuanto empezó a arder, corrí como alma que lleva el diablo
al viejo hotel donde el jefe llevaba a sus chicas.
Llegué
dando voces y dos matones de confianza del Inglés me salieron al paso, interrogándome
sobre el motivo de mi presencia y mis voces de alarma. Cuando me dispuse a explicárselo
todo, escuchamos los gritos de Ricitos de Oro que venían de la primera planta,
y pensé que quizás había llegado demasiado tarde. Pero aquellos gritos no
venían del interior de la habitación, como en las demás ocasiones, sino del
pasillo. Los hombres del Inglés subieron como una exhalación las escaleras,
conmigo siguiéndoles de cerca.
Ricitos
de Oro estaba medio desnuda y ensangrentada, gritando como una histérica y
señalando a la habitación. Yo me quedé fuera, mientras los hombres entraban
acompañados de la chica. Sólo escuché un: “Mierda”, y dos disparos. Me quedé
petrificado, apoyado contra la pared del pasillo. No sé cuánto tiempo
transcurrió hasta que escuché por primera vez aquel sonido que se me quedó
grabado para siempre. Aquel taconeo pausado, tranquilo. Luego la vi salir de la
habitación. Ya no era Ricitos de Oro. Ya no era una de tantas muchachas de
otros tantos pueblos sin nombre. En una mano llevaba una peluca rubia, y en la
otra una pistola del calibre 22. Cubría su cuerpo con el abrigo del Inglés y su
cabello negro con el sombrero de uno de sus matones. Se acercó a mí y me miró
con aquellos ojos oscuros y fríos. Sabía perfectamente que Kate nunca dejaba
testigos, y en mi mente recé como me había enseñado mi madre por las noches.
Kate me susurró: “¿Has venido a rescatar a una damisela en apuros?”. Yo le
sostuve la mirada y asentí. Entonces ella se llevó el dedo índice de la mano
derecha a los labios. Una mano a la que le faltaba el dedo anular. Me dijo que
si comprendía lo que quería decir, y yo volví a asentir. Entonces me sonrió, y
encendiendo un cigarrillo largo y delgado, se subió el cuello del abrigo y se
marchó con aquel taconeo pausado.
Cuando se marchó, entré en la habitación. Los dos matones
estaban tendidos en el suelo con sendos tiros en la nuca. Y el Ingles… señor,
el Inglés estaba tendido boca arriba en la cama. Tenía todo el cuerpo
despellejado y su cinturón, ensangrentado, a su lado. Kate le había cortado
también la verga y se la había metido en la boca a modo de puro. Os juro que
miré aquella escena sin que me inundase ningún tipo de emoción. Ni horror, ni
pena, ni alivio. Simplemente era como debía acabar.
Con Dólar de Plata fue más compasiva. Después de todo,
Nolan no era un mal tipo. Simplemente el dólar cayó en esta ocasión por el lado
de la cruz. Nunca se imaginó que acabaría con un tajo en la garganta cortesía
de una dulce muchacha que fue a empolvarse la nariz y acabó con él en un
callejón oscuro.
Al día siguiente la calma reinaba en la ciudad por
primera vez en mucho tiempo. Con los jefes de las dos bandas criando malvas,
existía un vacío de poder que nadie se atrevía a llenar. No mientras el aroma
de los cigarrillos de Kate aún sobrevolaba la ciudad. Pero ese vacío tardó poco
en llenarse, pues los peces gordos de Chicago enviaron gente de su confianza
para tomar el control de la ciudad. Yo continué dentro de la organización, y a
medida que crecía, iba subiendo en el escalafón de la misma. Hasta alcanzar el
poder que ahora tengo. Muchos me temen, e incluso desde Chicago, me respetan.
Atajo los problemas sin contemplaciones, y todo el mundo sabe quién manda en la
ciudad.
No volví a saber nada de Kate. Algunos dicen que le
metieron cuatro tiros por la espalda. Otros dicen que se cansó de todo esto y
se marchó a París porque ya no podía encontrar aquellos cigarrillos franceses
que tanto le gustaban. Kate… Un nombre que aún infunde miedo. Pero si llega el
día en que tenga que rendir cuentas, al menos me gustaría escuchar por última
vez aquel taconeo pausado, antes de abandonar este mundo. Sería una dulce forma
de pagar por mis pecados…
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