Miraba al viejo columnista, que
apuraba un vaso de whisky barato como quien realiza una cata de un exquisito
tinto, con la escéptica curiosidad del que mira una hamburguesa del McDonald,
sabiendo que aquello no es una hamburguesa de verdad. Todo el mundo apreciaba a
aquel hombre que siempre tenía una buena crítica para un mal chiste. Pero yo le
admiraba por muchas otras cosas.
Llevaba toda la vida trabajando
en aquel periódico, y muchos dicen que en sus buenos tiempos era capaz de
convertir en una auténtica obra de literatura, un artículo sobre la
inauguración de un nuevo vertedero. Actualmente escribía el horóscopo del día
de una forma tan optimista que acababas convenciéndote de que una conjunción
planetaria conseguiría que acabases tus días bebiendo una copa al lado del mar
junto alguna hermosa mujer, después de aparcar tu enorme yate en el puerto.
Yo en cambio era un pobre
aprendiz de escritor que había malgastado la mayor parte de su vida echándole
la culpa a los demás de su fracaso. Esperando de alguna editorial, una carta o
una llamada que jamás vendría. Mientras tanto, ahogaba mi frustración en
lacónicas crónicas deportivas, en las que nunca quedaba claro si el equipo
local había logrado la victoria o había acabado haciendo el ridículo más
absoluto.
Aquella era una de esas noches
en las que el único ruido que escuchas es el de tus propios pensamientos, que
martillean tu cerebro enmudeciendo el bullicio de la vida que te rodea, y que
no se para a consolarte. Él debió darse cuenta de mi evasión sensorial, o quizá
escuchó alguno de aquellos pensamientos que se elevaban hasta el techo como el
humo de un cigarrillo.
—Perdedor, fracasado y vencido
—dijo el viejo columnista, con aquella mirada perdida del que está recordando
algo.
—¿A qué te refieres? —pregunté
saliendo de mis propios pensamientos como si una mano invisible me hubiese
zarandeado.
—No “qué”, sino “quién” —continuó
con el mismo aire ausente, como aquel que no habla con nadie más que con él
mismo.
Esa era la forma en la que empezaba aquellas diatribas
que yo tanto apreciaba. Aquellas reflexiones que hacen daño, no porque se digan
a mala conciencia, sino porque te sacuden con el único objetivo de despertarte
antes de que la marea de tus propios llantos te arrastre hasta las
profundidades de la absoluta desolación.
Yo me quedé callado, sin estar muy seguro de querer ser
rescatado de mi propia angustia. Pero él también me imitó. “Puto viejo”, pensé
antes de rendirme en aquel juego y ceder en mi mutismo…
—Perdedor, fracasado y vencido…
—repetí simulando valorar aquellos calificativos—. ¿Es eso lo que piensas de
mí?
—Bueno, en realidad aún no se
qué pensar sobre ti —respondió clavando una inquisidora mirada sobre mí—. Aún
no sé cuál de esas tres personas eres.
—¿Tanta diferencia hay? —le
reproché.
—Más de las que crees —contestó
impasible.
—Ilústrame…
“El perdedor, siempre busca
nuevos retos y también nuevas excusas para fracasar en ellos. No le interesa
tener éxito en su empeño. Antes de empezar, ya ha perdido. Y tendrá mil y una
justificaciones para explicar su derrota. Tiene miedo al compromiso. Al
compromiso con el éxito… Y dentro de su propia y artificial frustración, se
siente feliz. Y de una extraña y enrevesada manera, se le puede considerar un
ganador, pues al final obtiene lo que busca…
El fracasado, en cambio, busca
cumplir sus anhelos y sus sueños, pero aún no sabe cómo lograrlos. Cada nuevo
fracaso es una nueva experiencia vital para él. Puede que en algún momento se
regodee en su propia tristeza, pero acabará luchando por conseguir aquello que
quizá aún no sabe lo que es. Es el arquetipo del luchador, el inconformista que
siempre se lo está replanteando todo. Pero incluso él puede sucumbir a su
frustración, dándose cuenta de que lo más cómodo es convertirse en un perdedor…
El vencido es aquel que ya no
busca nuevos retos. Ya no tiene interés en alcanzar imposibles ni en luchar
contra molinos de viento. Ha perdido esa inquietud. Ha alcanzado alguno de sus
objetivos, y se ha convertido en una persona conformista. Ahora sus metas son
más sencillas y más asequibles. Pero en algún momento un cosquilleo en el
estómago le hará mirar hacia atrás con nostalgia, y preguntarse cómo habría
sido si…”
Me quedé callado, masticando las palabras que acababa de
escuchar. Intentando decidir si se trataban de un delicado aperitivo, un
sustancial segundo plato, o un postre contundente. El rió con ganas ante mi
desconcierto, y me dijo que no le tomara mucho en serio, pues cuando se llega a
cierta etapa de la vida, la gente se cree con la suficiente sabiduría como para
regalar un poco de filosofía de baratillo.
—¿Qué tipo de persona eres tú?
—le pregunté, casi a bocajarro, mientras se ponía el abrigo y dejaba un billete
de veinte en la barra.
—Del tipo de persona que tiene
que irse a escribir sobre el destino de las personas en la sección del
horóscopo de un diario local… —dijo encogiéndose de hombros y sonriéndome con
afecto.
Y antes de salir por la puerta del establecimiento, se
dio la vuelta y me preguntó: “¿Y tú? ¿Qué clase de persona crees que eres?”
No hay comentarios:
Publicar un comentario