El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

sábado, 14 de febrero de 2015

Niebla


               Se elevaba a duras penas sobre su devastada estructura, mezcla de hormigón y metal, que asemejaba el cadáver de un inmenso animal devorado por miles de invisibles carroñeros.

            El edificio, antaño un lujoso rascacielos ahora convertido en atalaya sobre un mar blanco de espesa niebla, dominaba un vasto y desolado territorio cuyos límites parecían no tener fin. Un territorio donde el silencio era testigo mudo de la desintegración de lo que antes fue una bulliciosa ciudad. Sólo el ocasional estruendo originado en el corazón de la densa bruma daba fe de que en un tiempo existieron avenidas transitadas por viandantes, y edificios por cuyas venas fluía la vida de miles de almas que hacía ya mucho tiempo que habían desaparecido. Al igual que empezaba a hacerlo cualquier rastro de su existencia, borrada por la voracidad de la niebla, que ahora se extendía poco a poco por el último vestigio de lo que fue y que jamás volvería a ser. Una fina capa blanquecina empezaba a ascender por la base visible del edificio, lenta pero inexorablemente, penetrando por sus entrañas y desintegrando todo lo que encontraba a su paso.

            Una tenue luz brillaba en el piso cincuenta y dos donde un repiqueteo acompasado rompía el silencio reinante. La figura de un hombre encorvado sobre una máquina de escribir proyectaba una espectral sombra sobre una de las dos paredes que aún se conservaban en pie. Él mismo era una sombra de lo que en algún momento fue una persona con sus anhelos y esperanzas frustradas por el conocimiento de un final que estaba cada vez más cerca.

            Sus dedos se movían frenéticamente sobre las teclas de la Remington con una cadencia sólo interrumpida por un breve lapso de duda, o quién sabe si arrepentimiento, que duraba unos pocos segundos para dar paso de nuevo a la férrea voluntad del escritor. La máquina de escribir escupía incesante folios repletos de líneas que enseguida se reunían con los que ya cubrían como una alfombra blanca el piso de la habitación, y a los que la figura no parecía darles alguna importancia.

            La llama del quinqué osciló de forma casi imperceptible, aunque no para los aguzados sentidos del escritor que con un rápido movimiento de cabeza recorrió con su vista toda la habitación. Su instinto no le engañó, pues por la rendija de la puerta que separaba el departamento del resto del piso comenzaba a filtrarse una vez más una tenue neblina que empezaba a propagarse por todo el recinto.

            El escritor se levantó como un resorte y empezó los preparativos para una improvisada mudanza. Una más y ya había perdido la cuenta. De esta forma ató cuidadosamente el quinqué a su cinto tras lo cual introdujo la pesada máquina en la funda rígida. Echó un vistazo a la andrajosa mochila que descansaba a sus pies repleta de folios de una imprenta, una lata de queroseno junto a una vela y unas escasas viandas rescatadas de una cafetería cercana al edificio. Si bien los primeros serían suficientes para acabar la empresa que tenía entre manos, las últimas no le mantendrían alimentado más allá de dos días quizá. Se consoló pensando en que el ritmo de trabajo que había adoptado dejaba en un segundo plano una actividad tan necesaria como intrascendente dentro de muy poco.

            Desechó la idea de acceder a la planta superior mediante las escaleras interiores pues la niebla penetraba primero dentro de cada piso concentrando su voracidad en las entrañas del edificio. Así pues, tras maldecir su estupidez y falta de previsión se ajustó la mochila que ahora pesaba el doble por la presencia de la pesada Remington, y tras echar un vistazo al exterior y a la creciente bruma blanquecina que trepaba lentamente por las paredes, puso los pies en la cornisa y buscó un punto de apoyo para iniciar la escalada.

            En algún momento concibió la idea de alcanzar directamente la última planta, pero cuanta más distancia ponía de por medio entre él y su incansable perseguidora, más parecía aumentar la voracidad de la última. Se le antojaba que su nueva amiga tratara de jugar con él, tratando de alargar su inevitable encuentro. También concedió que siendo realistas, escalar en una solo jornada la distancia que le separaba de la cima se le antojaba una quimera en sí misma.

            Palpó con los dedos en busca de una rendija para poder abrir la ventana. Al no hallarla se aferró todo lo fuerte que pudo al alfeizar con una mano, mientras con la otra se desembarazó a duras penas de la mochila que utilizó como proyectil para hacer añicos el cristal. Tras retirar cuidadosamente los cristales que aún quedaban en el marco, se introdujo en el que sería su nuevo estudio durante al menos dos días.

             La habitación resultó ser un lujoso despacho con una imponente mesa de roble y un sillón reclinable de cuero marrón. Libros y códigos de derecho se amontonaban en hileras en una estantería desde el suelo hasta el techo, del mismo material noble que la mesa. Sobre ésta, que estaba cubierta de una gruesa capa de polvo, el escritor contempló un péndulo de Newton que puso en marcha tirando de la primera bola de acero para quedarse absorto con el movimiento continuo del artilugio. Quizá su mente necesitaba algún tipo de distracción después de estar dedicada durante días, posiblemente meses, en ningún otro menester excepto la escritura de su última obra. Así que después de rellenar la lámpara con la casi vacía lata de queroseno y encenderla de nuevo, decidió abrir la ventana cuidadosamente, debido a los cristales que aún colgaban de su marco, y buscar acomodo en el alféizar de la misma para deleitarse con un espectáculo tan bello como aterrador. Y pensó con cierta sorna que así debía sentirse una persona que siempre está en las nubes, pues eso es lo que rodeaba el edificio que se había convertido en su prisión. Una prisión que flotaba en un amenazante mar blanco que sumía en el olvido todo aquello que una vez conoció.


            «Desde que tuvo uso de razón siempre había querido ser escritor. Ya desde pequeño mostraba un talento natural para inventar historias, casi siempre para evitar las consecuencias de alguna travesura, y no había cosa en el mundo que le hiciera más ilusión que abrir un libro por la primera página preguntándose qué nuevas aventuras le depararía su lectura. Se podría decir que los devoraba, y muy pronto su habitación se asemejaba a una biblioteca ante el disgusto de su padre, pues ambos vivían en un piso pequeño invadido en su mayor parte por la afición de su único hijo.

            A los trece años le regalaron una Remington de segunda mano, la misma que años más tarde le acompañaría en su aventura literaria, con la que comenzó a plasmar en papel el producto de su fértil imaginación. Pronto cientos de historias que sólo existían en su cabeza empezaban a acumularse en un viejo baúl que heredó de su padre, orgulloso como estaba del talento de su joven vástago. Pero al igual que ocurre en muchas ocasiones, la edad cambia el carácter de las personas, y ese talento natural para la escritura se convirtió tan sólo en una habilidad latente, aún más enterrada en su subconsciente cuando comenzó la universidad.

            La arquitectura fue su extraña elección, y los primeros años pareció acertada. Era un alumno aplicado y dominaba sin problemas las asignaturas más técnicas, e incluso sus innovadores proyectos causaban admiración entre compañeros y catedráticos. Pero a medida que transcurría el tiempo una inquietud se abría paso en su conciencia, torciendo la inmaculada trayectoria que tan fácilmente había forjado. Sus diseños empezaban a escapar de la realidad y se sumergían de lleno en un plano onírico rebosantes de utópica complejidad. El respeto otrora ganado entre los docentes devenía en absurdas discusiones perdidas de antemano cuando intentaba justificar la bondad y viabilidad de sus proyectos.

            Fue al final del cuarto año de carrera cuando la conoció en una cafetería cercana a la facultad. Llevaba varios días observando a una hermosa joven de oscura cabellera que ocupaba una mesa cercana a un gran ventanal, aprovechando la claridad del día para leer abstraída una novela de Dashiell Hammett. De vez en cuando elevaba la mirada y recorría con la vista la estancia, como si estuviese buscando a alguien que tardaba en llegar para luego volver a concentrarse en su lectura. Él se sentaba cerca con sus libros de arquitectura, sus planos y sus dibujos, pero la contemplación de aquella muchacha absorbía toda su concentración. Después de vivir toda una vida de ensoñaciones la realidad había colocado delante de él un deseo que jamás antes había conocido, y se preguntó si tendría el valor suficiente para alcanzarlo. Y como si el destino hubiera escuchado sus pensamientos, ella volvió la mirada hacia donde estaba y le miró fijamente con aire inquisitorio, para después romper el gesto con una sonrisa encantadora. Acto seguido, ante su asombro, se acomodó en la mesa donde él estaba y se presentó. Resultó ser estudiante de derecho, y se pagaba los estudios trabajando en una pequeña librería. Cuando venció su innata timidez entablaron una animada conversación, o más bien ella hablaba mientras él escuchaba embobado aquel torrente de palabras que salían de su boca, contagiándole una vitalidad que jamás había sentido.

            Los días siguientes continuaron encontrándose en el mismo sitio y a la misma hora, y pronto la relación de amistad que había surgido entre ellos devino en algo más estrecho e íntimo. Él empezó a abrirse y a compartir sus miedos y frustraciones más secretos y encontró en ella a una persona que le comprendía y le apoyaba sin ambages. Con ella todo parecía más fácil, más claro y aprendió que la obcecación nunca era el camino más adecuado para alcanzar las metas que se había fijado. Así los últimos años de universidad fueron más fructíferos y su proyecto final fue el colofón que presagiaba el gran futuro profesional que le aguardaba. De esta forma su carrera empezó a despegar cuando entró a formar parte de un prestigioso despacho de arquitectos en el que sus proyectos vanguardistas pero ya más equilibrados se abrieron paso con fuerza encumbrándole a una posición envidiada. Aunque el destino tenía otros planes para él.


            Un puñado de tierra cayó sobre el ataúd, mientras el sacerdote recitaba una plegaria que no era más que palabras que no tenían ningún significado, como si perteneciesen a un idioma incomprensible para él. Su mente volaba muy lejos de aquel lugar, escapando a otro tiempo en el que las preocupaciones no tenían cabida. Recordaba a su padre como un amigo a quién recurrir cuando le acuciaba algún problema y un mentor cuando necesitaba algún consejo. Su figura se agrandaba cuando su memoria acentuaba sus virtudes y disimulaba sus defectos, y un mar de remordimientos invadía su ánimo cuando recordaba la forma en la que se había separado de él paulatinamente. Por eso descubrió demasiado tarde su enfermedad. Por eso no tuvo oportunidad de decirle lo mucho que le quería y que todo lo que pudiera llegar a ser en la vida se lo debía a él. Y por eso se encontraba ante su tumba maldiciendo su propio egoísmo, rogándole a un dios en el que no creía por una oportunidad para volver atrás en el tiempo y enmendar su propia estupidez.

            Se hallaba sentado frente a su antigua máquina de escribir, tan reluciente que parecía nueva. Sin lugar a dudas su padre se había ocupado de mantenerla en un estado impoluto, quién sabe si con la esperanza de volver a escuchar la pulsación de sus teclas algún día que nunca llegó. Pasó un dedo por la cinta y comprobó que apenas se había estrenado. Al otro lado de la habitación se encontraba el antiguo baúl de su padre, que había servido de refugio a tantos sueños. Abrió la tapa y los vio, pulcramente colocados, reminiscencias de tiempos que jamás volverían. Y de esta forma se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar por primera vez desde que era un niño. Una figura femenina apoyada hasta entonces en el umbral de la puerta, entró en la habitación y acarició dulcemente su pelo con una mano. Cuando él volvió la mirada hacia la figura, vio a la que se había convertido en su mujer hacía apenas unos meses, la mujer que constituía los pilares sobre los que había construido una vida con la que siempre había soñado. Rodeó sus caderas con los brazos y apoyando la cabeza en su vientre cerró los ojos hasta que el tiempo desapareció por completo.


            En los días que siguieron al funeral su carácter afable y abierto se tornaba taciturno y algo huraño ante la preocupada mirada de su mujer. Ella intentaba actuar como si nada hubiera cambiado, pero en la noche, acostados uno junto al otro, ya no había caricias ni suaves alientos acariciando la nuca. Las respiraciones graves y los movimientos inquietos sustituían las atenciones que se dispensaban, y el sexo, antaño carnal y apasionado se convirtió en algo rutinario, casi como un ritual que cumplir cada noche. Ella incluso creía escuchar como el cerebro de su marido continuaba en constante funcionamiento impidiéndole disfrutar del descanso que tanto necesitaba.

            La rutina se había convertido en su prisión, y su trabajo en condena. Un trabajo que coartaba su inspiración, su creatividad. Y el tiempo empeoraba esa sensación. Cada vez que se sentaba delante de su mesa de estudio y extendía un plano vislumbraba miles de formas de planificar un proyecto, pero ninguna sola que se pudiera llevar a la práctica. Entonces se volvía al viejo baúl rescatado de casa de su padre y releía una y otra vez aquellos relatos que tanto conocía pero que ahora parecían escritos por otra persona totalmente distinta a él. Y lo peor de todo era sentir el sufrimiento de su mujer, impotente al comprender que no podía ayudarle por primera vez desde que se conocieron. ¿Pero cómo podría explicarle lo que sentía? ¿Cómo confesarle que se encontraba atrapado en un trabajo que odiaba y que vivía una mentira desde hacía tanto tiempo? Todo era mentira excepto ella y por eso no quería decepcionarla. Y se hallaba inmerso en todas esas elucubraciones mientras abría la puerta de su casa de regreso del trabajo. Todo estaba tranquilo y oscuro. Sólo una tenue luz se filtraba por la rendija de la puerta cerrada de su despacho. Cuando entró en el la vio allí, sentada en el suelo al lado del viejo baúl, rodeada de papeles, enfrascada en la lectura de sus sueños de infancia. Y levantando la vista de ellos hacia donde él se encontraba, le dijo con total naturalidad: “Tienes que empezar a escribir de nuevo…”»


            El escritor se acercó a la mesa de escritorio y detuvo el movimiento del péndulo. Desconocía el tiempo que había pasado absorto en sus recuerdos, pero decidió ponerle remedio de inmediato. Despejó todos los objetos de la mesa con el antebrazo, excepto una caja de cerillas y un juego de plumín antiguo y tintero que guardó en la mochila tras haber sacado la máquina de escribir. Se dijo a sí mismo que acabar su obra escribiendo la última página con aquel artilugio de otros tiempos le daría un toque nostálgico a la misma, dejando la huella de los trazos de su mano para una posteridad incierta. Tras sacudir el polvo de la manga que había utilizado para hacer sitio a la pesada Remington, lo cual le provocó un acceso de tos, y repetir la misma operación con el sillón, se acomodó para reanudar su trabajo. Así que después de colocar un folio en el carro de la máquina, sus dedos comenzaron el repiqueteo que ya se había convertido en la banda sonora de los últimos tiempos.

            Al principio fue sólo como un susurro, algo que achacó a alguna corriente de aire, pero no había sentido ni una leve brisa desde que la niebla se había adueñado de todo. Luego el eco de unos pasos en el departamento contiguo, cuando el estruendo provocado por la desintegración de la ciudad cesaba unos breves momentos. Se preguntó entonces, y por primera vez, si sería posible que en aquel devastado edificio aún subsistiera algún alma además de la suya. Fue eso lo que le impulso a abandonar la escritura y salir a investigar con la esperanza de confirmar que sus sentidos no le habían engañado. Cogió el quinqué con pulso tembloroso y tras abrir la puerta caminó por un angosto pasillo con el brazo extendido, tratando de alumbrar cada recóndito recoveco. Se detuvo en el centro de lo que había sido la recepción de unas oficinas, seguramente un bufete de abogados a juzgar por los libros que había descubierto en el despacho donde se había instalado. Lentamente fue girando sobre sus talones abarcando con la vista toda la sala finalizando en frente de un espejo de cuerpo entero que arrojó una imagen que apenas reconocía. Un hombre de mediana estatura, demacrado y escuálido hasta el tuétano, con el pelo largo alborotado y una barba rala y grasienta. Vestía unos pantalones, grises en su día, que antaño pertenecían a un traje italiano, y una camisa de un color indescriptible hecha girones. En un principio reaccionó con miedo retrocediendo instintivamente, pero luego se fue acercando lentamente a la imagen. Colocando la luz del quinqué junto a su cara fue consciente del deterioro físico que había sufrido durante todo este tiempo cuando identificó como suya la silueta que le devolvía el espejo.

            ¿Cuánto tiempo habría pasado? En un principio pensaba que a lo sumo unas semanas, pero ahora mismo, con la vista clavada en aquella persona que más parecía un náufrago del tiempo, comprendió que se trataba de años. Y fue consciente de lo débil y agotado que estaba, lo suficiente para que sus piernas flaquearan y tuviera que tomar asiento en una polvorienta silla giratoria. Trató de poner en orden sus ideas y recordar esquemáticamente todo lo que había sucedido desde que buscó refugio en ese edificio derruido, pero por más que lo intentaba apenas podía recordar cómo había llegado hasta aquel lugar. Lo único que podía discernir era una idea, un impulso, el impulso de escribir como si fuera lo único que importara en aquel caos en el que se encontraba inmerso.

            La vio por el rabillo del ojo, apenas en una fracción de segundo. Una sombra en la pared atravesando rápidamente la sala. Y de nuevo los susurros, aunque esta vez se trataba de una voz que no provenía de ningún sitio concreto, sino que flotaba en la habitación reverberando en todos los rincones de la misma. El escritor se levantó como un resorte olvidando en un momento todas las dudas que lo aquejaban e inspeccionó de forma nerviosa con la vista la polvorienta recepción tenuemente iluminada por la luz del quinqué. Un escalofrío recorrió su columna vertebral cuando logró discernir lo que aquella voz, que ahora le resultaba tan familiar, articulaba. Su nombre se elevó por todo el recinto difuminándose como el humo tras la última sílaba, y cuando se giró la vio de pie mirándole.

            Su piel, blanca como la nieve, daba la sensación de ser traslúcida y se diría que podía verse a través de su figura. Su cabeza se inclinaba como si estuviera buscando algo en el suelo, pero su mirada se clavaba en su alma como una condena. Tan hermosa como siempre, pero tan terrorífica como jamás la recordaba. Empezó a caminar a su alrededor mientras su silueta se desvanecía y volvía a constituirse a cada leve movimiento, recortando el espacio que separaba a ambos. Una heladora sensación se apoderó de él mientras los brazos de la criatura le rodeaban desde atrás. Un tacto etéreo, pero carnal al mismo tiempo le hizo estremecerse. Su aliento gélido y a la vez febril le produjo un sentimiento de aprehensión en la boca del estómago mientras escuchaba atemorizado.

—Querido…, querido… ¿por qué has tardado tanto? Tanto… —susurró arrastrando cada palabra con un suspiro.

El abrazo de la figura se volvía cada vez más asfixiante y parecía querer abrirse paso a través de su piel, sus músculos y sus huesos, para penetrar finalmente en su alma.

-Siempre…, siempre encerrado en tu mundo… Nunca hay tiempo suficiente… nunca… ¿Querrás quedarte conmigo ahora? Siempre… —la última palabra se desintegró en el aire a la par que el espectral abrazo, tras lo cual el escritor jadeó al recuperar el aliento.

            La figura se materializó en la misma silla que instantes antes él mismo había ocupado. Pasando un brazo alrededor del respaldo echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos con una expresión placentera reflejada en su rostro. Su cabellera, negra como el azabache, contrastaba con su pálida piel y flotaba en el aire dotando a la escena de un aire tan irreal que al escritor le pareció hallarse inmerso en medio de una pesadilla.

—¡No estás aquí! ¡No eres real! Esto es imposible… yo… yo… —balbuceó el escritor mientras retrocedía tembloroso derribando los objetos que encontraba en su retirada.
—Amor mío…, amor mío… ¿Cómo puedes decir eso? Te he esperado… todos estos años. Juntos… juntos… —dijo esto mientras se levantaba, avanzado con los brazos extendidos hacia la aterrorizada figura del escritor.

            El escritor permitió que su espalda se deslizase por la pared hasta quedar sentado en un rincón de la estancia, acurrucado, con la cara hundida en las rodillas. Entrelazando los dedos en la nuca comenzó a sollozar, mientras sentía cómo la aparición de su mujer, terrorífica en su belleza, avanzaba imperturbable hacia él.

—Déjame acabarlo… ¡Necesito acabarlo! Yo… siento no haber estado allí. Sólo necesito algo más de tiempo. Sé que te habría gustado… ¿No es lo que querías? —su voz se quebró en un llanto inconsolable mientras que sus ojos derramaban lágrimas, mezcla de la frustración y de un dolor mucho más hondo de lo que nadie podría imaginar.

—No llores… no amor mío. Hace mucho que se acabó el tiempo… hace mucho… ¿Cómo podrías sin mí? ¿Cómo podrías…? Lo haremos… juntos… escribiremos una hermosa historia de amor eterna. Siempre… —lo dijo arrodillándose junto al escritor, rodeando con sus etéreos brazos la escuálida figura.

            Esta vez una calidez que hacía mucho tiempo que no había vuelto a sentir inundó su cuerpo e hizo que elevase su mirada hacia la de ella. Ahora era tan hermosa y real como la recordaba. Él buscó sus labios y ambos se fundieron en un apasionado beso y todas las penurias cayeron en un piadoso olvido. Y entonces ella se introdujo en su cuerpo, en sus venas, en sus recuerdos, insuflándole nueva vida y arrebatándosela al mismo tiempo. Hasta que la presión se hizo tan inaguantable que pensó que su cerebro estallaría de un momento a otro. Y después llegó el conocimiento, luego la indignación y más tarde el miedo, cuando comprendió, tal vez demasiado tarde, que la niebla lo había atrapado.  Y los recuerdos volvieron de nuevo.



            «Dejó de teclear en su máquina cuando sintió la melena de su mujer acariciándole la oreja y se apresuró a tapar con las manos lo que estaba escribiendo. Ella le dio un pescozón en la cabeza mientras reía. Esta vez había estado a punto.

—Te he dicho que hasta que no esté acabada no leerás ni una línea —dijo en tono burlesco mientras negaba con el dedo índice.
—Algún día lo lograré, te cogeré desprevenido y no podrás evitarlo —rió ella mientras retrocedía hasta la puerta con las manos a la espalda.
—¿Me obligarás a guardarla bajo llave? —inquirió él con los brazos en jarra y tono de falsa indignación.
—No… Prometo que me portaré bien —respondió elevando una mano con los dedos cruzados y una pícara mirada en sus verdes ojos.

            Llevaba meses enfrascado en la escritura de su primera novela y durante ese tiempo había pasado por todos los estados de ánimo imaginables. Entusiasmo, miedo, incertidumbre y optimismo se turnaban en un carrusel de emociones que prometían acabar con los nervios del novel escritor. Cuando se colocaba delante de la máquina y observaba los caracteres impresos en las redondeadas teclas se preguntaba si no se habría equivocado al dar ese salto al vacío. Salto al vacío con red, eso sí. Había vendido las acciones que le correspondían como socio del despacho de arquitectura, lo que le proporcionaba un colchón de seguridad para afrontar con garantías su nueva empresa. Se estableció por su cuenta aceptando pequeños proyectos que no le robasen excesivo tiempo y de esta forma podía tomarse con más calma su futuro inminente.

            Aún así la ansiedad le consumía por dentro y cada nueva jornada, al sentarse en la silla de su despacho, leía y releía el fruto de la jornada anterior y raras veces se mostraba satisfecho con lo que tenía delante. Las ideas fluían a cuentagotas y no terminaban de encajar en la estructura de la historia. En momentos se sentía como un infante apenas capaz de articular dos palabras distintas y la frustración se empezaba a apoderar de él. Entonces notaba el tierno abrazo de su mujer, y un suave roce de sus labios en el cuello. Y aunque reticente y de mal humor permitía que ella se sentara en sus rodillas y entrelazase los brazos alrededor de su cuello mientras le contaba todo tipo de historias. Le hablaba de los casos, ficticios casi siempre, que tenían entre manos en el bufete de abogados en el que ella hacía prácticas, de los variopintos clientes que pasaban por la librería en la que trabajó mientras estudiaba la licenciatura e incluso del perro que tuvo de pequeña que mordisqueaba los zapatos de toda la familia. Cualquier historia hacía que él dejase a un lado todas las inseguridades que le asaltaban y escuchase embobado todo lo que ella le contaba, tal como hacía desde el primer día en que se conocieron. Entonces la obligaba a levantarse y tras darle un pellizco en las nalgas la despedía riendo para concentrarse en la escritura con renovadas fuerzas.

            Llevaba un pantalón azul marino adornado por un cinturón marrón y zapatos bajos del mismo color. Al pasar delante del espejo se levantó el cuello de la blusa blanca ajustada y miró por encima de su hombro con aire resignado la figura de su marido, encorvado sobre los planos de un nuevo proyecto. Él evitaba culpable la mirada de su mujer, que llevaba una semana de vacaciones intentado distraerse en cualquier actividad mientras su marido se hallaba inmerso en un encargo complicado. Ella había insistido en que se tomase un descanso para aclarar las ideas y disfrutar de una romántica tarde, lejos de dibujos, cimientos literarios y maldiciones cartesianas. Pero estaba demasiado enfrascado en su trabajo, supeditado a la variable voluntad de un cliente que cambiaba de idea como de camisa. A pesar de que las rectificaciones en el proyecto suponían un aumento en la retribución de su trabajo, las horas que debía dedicar al mismo crecían exponencialmente a la par que menguaba el tiempo que podía dedicar a su novela. Y sólo más tarde comprendería que ambas cosas le acabarían robando los momentos más preciados de su vida. Pero en ese instante sólo acertó a darle un beso de forma distraída a su mujer mientras ésta ataba el cinturón de su gabardina.

            Se masajeó los entumecidos muslos al levantarse de la silla tras una larga sesión de trabajo. La casa estaba a oscuras a excepción de su estudio, iluminado por la lámpara de trabajo acoplada en la mesa de madera. Atravesó el pasillo encendiendo las luces que encontraba a su paso para atenuar la sensación de soledad que flotaba en el ambiente, mientras se llevaba las manos a sus doloridos riñones. Jamás había sabido adoptar una postura correcta a la hora de trabajar. Parado en medio del salón decidió servirse un par de dedos de whisky escocés para degustarlo mientras estiraba las piernas recorriendo las estancias de la casa. Se habían trasladado hace unos meses a una vivienda a las afueras de la ciudad, a pocos kilómetros de la misma. Los suficientes para aislarse del ruido de la gran urbe pero a pocos minutos de la misma, facilitándole el desplazamiento diario al bufete a su mujer. Apoyado en el umbral de la puerta del recibidor, se quedó absorto en la contemplación del reloj de pared. Había dedicado doce horas a la culminación del proyecto que entregaría en el Colegio de Arquitectos a la mañana siguiente, lo que le dejaría el camino expedito para concentrarse en un nuevo capítulo de su novela. Pero en ese momento necesitaba descansar y despejar su embotada cabeza.

             Mientras llenaba de nuevo el vaso, pensó avergonzado por primera vez en todo el día en su mujer e hizo memoria para recordar a dónde había ido a pasar la tarde. Tras un breve lapso de tiempo cayó en la cuenta que aquel día se estrenaba una película de un actor de moda y que su mujer le había comentado que iría a verla con una compañera del trabajo mientras él acababa su proyecto. Se asomó a la ventana para contemplar la niebla que envolvía el paisaje desde hacía varios días. Pensó que era extraño para la época en la que estaban, pero la lluvia y la repentina bajada de temperatura habían dibujado una estampa insólita por aquellas latitudes. Por una, en principio, extraña asociación de ideas recordó que llevaba varias semanas repitiéndose así mismo que debía cambiar las cubiertas de las ruedas del coche que ella solía conducir. Y precisamente esa noche húmeda, su mujer conduciría a través de una densa niebla, hecho que se recriminó. Afortunadamente ella era una conductora cuidadosa en extremo, lo cual le sacaba de quicio en más de una ocasión. El mero hecho de volver a pensar en ella provocó el regreso de un sentimiento de culpa y la promesa de compensar a su esposa a cualquier precio. Aunque tuviera que aparcar sus aspiraciones literarias durante una temporada. Con ese pensamiento volvió a apoyar el hombro en el umbral de la puerta, y mirando de nuevo el reloj se sorprendió de lo tarde que era. Así se sentó en el sillón al lado del teléfono, sorprendido y preocupado. Y entonces, como si el destino hubiera escuchado sus pensamientos, y quisiera burlarse de él, recibió la llamada que cambiaría para siempre su vida…

            Caminaba despacio, con las manos en los bolsillos de su gabán y la vista fija en el suelo. El mentón, otrora rasurado diariamente, estaba adornado por una creciente barba de varios días que delataba el abandono físico al que se había sometido. Sus pasos errantes no seguían un rumbo concreto, y aunque conociesen su destino jamás podrían haberse abierto camino a través de una niebla tan densa que le impedía discernir lo que tenía a dos metros. Adivinaba la presencia de otras personas cuando sus voces emergían de la espesura como el testimonio de un pasado que se difuminaba con el paso del tiempo. Pronto dichas voces se fueron apagando, sumiendo a la ciudad en un silencio casi sepulcral sólo roto por el eco de las desorientadas pisadas de los transeúntes. Finalmente incluso éstas desaparecieron. Pero hacía mucho tiempo que todo lo que le rodeaba había dejado de tener importancia de la misma forma que su vida dejó de tener sentido desde el mismo momento en que la luz que alumbraba su camino se había apagado. Daba igual la dirección que tomaran sus pasos. Poco importaba las horas que pudiera andar, los kilómetros que pudiera recorrer. Su mente estaba vacía, al igual que el camino que seguía.

            Nunca sabría a ciencia cierta el tiempo que transcurrió hasta que las voces volvieron. Pero esta vez no emergían de la niebla, ni pertenecían a ningún viandante. Simplemente existían en su mente. No habían aparecido de repente, sino que ya estaban allí, sólo que hasta ese momento no había sido consciente de su presencia. Voces desconocidas pero al mismo tiempo tan familiares, hablando al unísono, luchando por abrirse paso hasta su conciencia. Y él sólo necesitaba sacarlas de su cabeza mientras gritaba de dolor apretando fuertemente sus manos contra las sienes. Mientras la niebla, alentada por su sufrimiento, le envolvía cada vez más oprimiendo sus pulmones, arrebatándole cada centímetro cúbico de oxígeno. Entonces elevó la vista para vislumbrar una sombra emergiendo de la misma niebla, materializada de la nada como un madero flotando en el mar tras un naufragio. Así que corrió con las pocas fuerzas que le quedaban, trastabillándose, cayendo de bruces y maldiciendo en más de una ocasión mientras escapaba de la densidad opresora que amenazaba con arrebatarle el último instinto que subsistía en su interior. El instinto de la supervivencia…»


            Pataleaba y se retorcía echando mano de las pocas fuerzas que le quedaban. Sus dedos intentaban de forma frenética encontrar un punto de apoyo que le permitiera aferrarse a la vida que se le escapaba. La niebla se enroscaba alrededor de sus extremidades arrastrándole al vacío, a la nada. Ahora no había nada familiar en ella, sólo era una masa informe en continuo cambio. Ya no necesitaba engañarle con falsas esperanzas, ni recuerdos de un amor perdido. Ya tenía lo que quería y no pensaba soltarlo. Su cerebro era atravesado por miles de pensamientos erráticos y desesperados a la par que las fuerzas abandonaban sus miembros. Pero a través de aquellos febriles pensamientos una voz, tan pura y distinta a la que había escuchado tan sólo unos momentos antes, se alzaba obligándole a luchar, a resistir hasta el último aliento. Y como si la niebla hubiera escuchado aquella voz, empezó a retroceder temerosa por haber usurpado una conciencia tan querida por el escritor, que ahora se rebelaba contra un hasta ahora inevitable destino.

            Se arrastró exhausto por el pasillo, echando temerosas miradas furtivas hacia atrás, esperando verla aparecer de nuevo. Pero ya no había rastro de la niebla y el silencio había vuelto a adueñarse de todo lo que le rodeaba. Una vez alcanzó el despacho, cerró la puerta tras de sí y se acurrucó en la pared más alejada de la misma, jadeando e intentando por todos los medios que su pulso recuperase un ritmo más pausado. En muchas ocasiones había pensado en cómo sería abandonarse a su suerte, esperando a ser engullido por el piadoso olvido que la niebla parecía ofrecerle. Pero no había nada piadoso en aquella experiencia, sino el preludio de algo tortuoso y obsceno que no estaba dispuesto en ninguna circunstancia a tolerar. Y de nuevo aquella voz dulce y a la vez firme que tanto conocía volvía a insuflarle fuerzas para escapar de la tortura y reconducirle hacia un objetivo liberador que él tanto anhelaba.

            Una vez hubo recuperado el aliento tras un lapso de tiempo que se le antojó interminable, decidió que era hora de empaquetar de nuevo sus pertenencias y realizar una última escalada, hasta lo más alto del edificio. Trataría así de aumentar en todo lo posible la distancia entre él y su enemiga, seguro en cualquier caso de que la retirada de ésta última sólo era algo temporal, como un descanso que se tomara tras el último encuentro para lamerse las heridas como un animal salvaje, que enseguida emprendería la persecución de su presa. Por este motivo decidió aligerar todo lo posible su carga, dejando atrás entre otras pertenencias la pesada máquina de escribir después de echarle una mirada entre nostálgica y agradecida. Ahora, la romántica idea de finalizar su obra con el plumín y el tintero se convertía en algo absolutamente necesario. Desechó la idea de volver a por el quinqué ya que no quería tentar de nuevo a la suerte y comprobó de nuevo que la vela seguía estando en su mochila. No sabía lo que tardaría en consumirse, pero aunque tuviera que hacerlo en la penumbra, acabaría su obra a toda costa.

            Sus pies, descalzos y callosos, buscaban apoyo para tomar impulso mientras que sus manos palpaban cualquier recoveco donde agarrarse con fuerza. Llevaba horas escalando por una superficie irregular, con tramos derruidos que hacían casi impracticable el avance. La idea de acceder a cualquiera de los pisos para utilizar la escalera interior le producía aprehensión. Temía volver a encontrarse frente a frente con sus miedos si permanecía demasiado tiempo en las entrañas del edificio. Cuando sus músculos ardían por la tensión ejercida, tomaba descanso en una cornisa lo suficientemente ancha como para permitirle tomar resuello durante unos minutos. La ausencia de la más mínima corriente de aire facilitaba el ascenso, pero en más de una ocasión perdió pie y temió caer al vacío para ser engullido por la niebla, que parecía permanecer expectante ante tal posibilidad. Y él estaba seguro que su cuerpo jamás llegaría a tocar el suelo. Ella lo atraparía en su mortal abrazo sumiéndole en el más terrorífico de los olvidos.


            Palpó a oscuras el suelo de la estancia. A pesar del polvo acumulado en el piso sintió el tacto suave y frío. Sacó de la mochila la vela y echando mano de las cerillas que había encontrado en el despacho la encendió comprobando que el material que pisaba era algún tipo de mármol. Pronto la cera derretida de la vela empezó a resbalar hasta su mano quemando el dorso de la misma y provocándole un intenso pero breve dolor. Comenzó a examinar con más detalle la estancia que era diáfana a excepción de las columnas que sustentaban la estructura. El centro de la sala se encontraba a un nivel ligeramente inferior, accediendo al mismo mediante dos escalones. A su alrededor se hallaban dispuestas decenas de mesas con floridos centros y polvorientas copas de vino y champagne cubiertas por telarañas. Al otro lado de la enorme estancia, una plataforma con instrumentos de música estratégicamente colocados le dio la clave para identificar el lugar como una sala de fiestas. Cada centro de mesa estaba coronado por una vela de forma cónica, por lo que decidió encender varias para hacerse una mejor idea del lugar al que había llegado. El último piso del edificio.

            En uno de los extremos de la sala encontró una larga y, en su tiempo, lujosa barra de madera, y tras ésta, dispuestas en hileras de estanterías, botellas de toda clase de licores. Tras tomar una de whisky escocés, se dirigió al centro de la estancia, lo que suponía era una pista de baile. En ella se intuía el dibujo de un tridente, el mismo representado en la caja de cerillas. Colocando la mochila a modo de almohada, se tumbó en el duro suelo de mármol con la vista clavada en el techo, adornado por doradas lámparas de araña. Tras quitar el tapón de corcho de la botella dio un largo trago a la misma. El alcohol  proporcionó brillo a sus ojos y calor a sus miembros. Puso el antebrazo izquierdo tras la nuca y volvió a beber sosteniendo después la botella sobre el estómago. Se preguntaba intrigado acerca de una cuestión que sorprendentemente había pasado por alto durante todo el tiempo que había durado su odisea. Mientras observaba el polvo y las telas de araña acumulados por piso y mobiliario le invadió de nuevo una sensación de atemporalidad. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que atravesó las puertas de ese edificio? ¿Semanas, meses? A juzgar por el deterioro del inmueble podrían haber transcurrido décadas. ¿A caso la niebla podía devorar el tiempo de la misma forma que engullía todo lo que le rodeaba? Volver a pensar en ella le provocó un escalofrío por todo el cuerpo, por lo que volvió a darle un trago largo a la botella crispando el gesto al sentir el ardor del líquido bajando por la garganta.

             Se incorporó pesadamente y comenzó a recorrer con paso tranquilo aquella sala de fiestas a la que sólo se podía acceder, según comprobó, a través de un ascensor que comunicaba con la estancia mediante un breve pasillo adornado a ambos lados por pedestales coronados por figuras de inspiración griega. Luego se centró en el espacio reservado a los músicos. Dos filas de atriles a distinto nivel con amarillentas y mohosas partituras presidían el mismo, mientras que los instrumentos descansaban en los asientos. Girando en redondo centró su atención en la zona reservada a las mesas y más concretamente en éstas, festivamente adornadas con manteles blancos, lazos color carmesí y botellas de champagne cuyo contenido se había vertido sobre la superficie provocando una mancha de color indescifrable sobre la misma. Intentó imaginar el tipo de fiesta que se había celebrado en aquella sala. Quizá una boda, o la bienvenida a un nuevo año, incluso la inauguración del edificio cuya cúspide coronaba el lugar donde se encontraba. Habría sido irónico celebrar una fiesta de inauguración de un edificio cuyas horas estaban contadas. La imagen de los asistentes a dicho evento empezó a desfilar por su mente, convirtiéndose en imágenes tan reales que le pareció estar asistiendo a una representación teatral. La Señorita Bucles de Oro llevaba un vestido dorado de lentejuelas y los labios pintados de un rojo intenso. Sentada a la mesa se acurrucaba melosamente junto a un hombre que le triplicaba la edad, el Señor Cabellos Plateados, vestido con un elegante esmoquin blanco. Reían estruendosamente mientras se servían una copa más del burbujeante líquido contenido en una botella sumergida en hielo. Cientos de botellas se descorchaban al unísono asemejando el estruendo de un tiroteo mientras la espuma salpicaba a los despreocupados asistentes. En la pista de baile el Señor Galán de Cine se dejaba querer ante las atenciones de un grupo de jóvenes y no tan jóvenes féminas, ejecutando alegres pasos con diferentes compañeras de bailes. El Señor Estrecha Manos, el anfitrión de la fiesta, recorría animado todas y cada una de las mesas encendiendo puros con su mechero de oro y luciendo un clavel en la solapa de su americana. La sección de viento de la orquesta interpretaba una frenética composición a ritmo de charlestón, mientras que el furor se extendía por toda la sala, ahora casi en penumbra, sólo iluminada por cientos de bengalas agitadas en el aire.

            El escritor estaba maravillado por un espectáculo tan vivido que sentía la necesidad de mover su cuerpo al compás de la música, mientras vaciaba la botella derramando el líquido sobre su boca abierta. Dio varios tumbos antes de caer al suelo entre risas. La botella semivacía salió volando de su mano haciéndose añicos y esparciendo su contenido por todo el suelo. Se reincorporó a medias quedando sentado con las piernas estiradas, y los ecos del jolgorio resonando aún en su cerebro. Se sentía muy animado, borracho pero muy animado. Estirando el brazo derecho alcanzó la mochila que estaba a pocos metros de donde se encontraba y rebuscando dentro encontró el plumín y el tintero los cuales distribuyó sobre el suelo junto con un puñado de folios. Necesitaba extraer de su imaginación aquellas sensaciones y plasmarlas en papel antes de que su memoria fallase una vez más. Hacía tanto tiempo que no ejercitaba la caligrafía que al principio sus trazos eran torpes y casi ilegibles, y su estado de embriaguez no ayudaba mucho a la causa. Cuando completó el primer folio lo elevó para estudiarlo con atención a la luz de la vela que había colocado en un vaso vacío, mientras soplaba para secar la tinta aún húmeda. Los reglones, torcidos e inseguros, le desanimaron en un principio, pero a medida que avanzaba en su escritura empezaron a mejorar ostensiblemente, haciendo que el escritor se sintiera más cómodo. Y a medida que su mente se despejaba, su pulso empezó a recuperar la firmeza de antaño, acostumbrado a dibujar complejos planos.

            Supo que la niebla había despertado de nuevo cuando un murmullo de voces se alzó en su cabeza. Clamaban por escapar de su encierro con un tono apremiante y discutían unas con otras por ser las primeras en aflorar en la imaginación del escritor. Se incorporó rápidamente y se dirigió a la terraza anexa a la sala asomando el cuerpo sobre una baranda de hierro forjado. La niebla había reanudado lentamente su escalada y sólo les separaban unos pocos pisos. ¿Sería suficiente el tiempo del que disponía? No se entretuvo en cálculos mentales y volvió con premura a su improvisado escritorio. Ya no le importaba la rectitud de sus reglones ni la calidad de su caligrafía. Lo único que quedaba era escribir folio tras folio, palabra tras palabra, permitiendo que todas las voces que había contenido en su interior se derramasen sobre el papel conformando una historia redentora. Los trazos cortos, economizando la tinta, abrían los candados de cientos de prisiones continentes de ideas que pronto se plasmaban en el papel. Paulatinamente todo lo que le rodeaba dejó de existir tal como lo conocía, sustituido por otro universo muy diferente. Después de tanto tiempo abandonaba la realidad para sumergirse en la historia, mientras la sala volvía a llenarse de voces, risas y ruidoso desenfreno. Todo el mundo desfilaba ante sus ojos, sonriéndole, como si se tratara de viejos amigos a los que se ha descuidado durante tanto tiempo.

            Y él, ya no era un escritor con dedos manchados de tinta, llenando de manchurrones, casi ilegibles, folios en blanco sobre el frío mármol de aquella sala de fiestas. Ahora era un personaje más en una historia. Una novela negra, de aquellas que tanto gustaban a su mujer. Justo la historia que le prometió escribir. Y ella también estaba allí, tan hermosa como siempre. Y su sonrisa volvió a calentar su corazón mientras le cogía la mano…



            «Ella le cogió la mano, como había hecho día tras día y año tras año, en aquella habitación de la última planta del hospital, que se había convertido no sólo en su casa, sino también en su prisión. Y hora tras hora, ella había sostenido aquella mano. Había leído en voz alta aquellas novelas, rezando porque aquella persona, postrada en aquella cama desde hace tanto tiempo, pudiera escuchar su voz. Sólo con eso, ella se hubiera conformado… Y mientras le miraba, con el mismo cariño con el que lo había hecho todos esos años, no veía a aquel ser humano con la vista perdida, que se había ido encogiendo día a día, siendo un pálido reflejo de lo que una vez fue. Veía a aquel hombre maravilloso que la amó. A aquella persona que un día soñó con convertirse en un escritor. Que le prometió escribir una de aquellas novelas negras que tanto le gustaban.

            Y todos los días recordaba aquella noche. Aquella rueda desgastada que acabó reventando cuando conducía de regreso, después de ver una estúpida película en el cine. Aquella llamada a su preocupado marido, que condujo a través de aquella densa niebla. Y aquella curva, que jamás olvidará. Que aún hoy, sigue provocándole un escalofrío cada vez que la toma…

            Ahora lo imaginaba, caminando entre tinieblas. Viviendo en la auténtica prisión en la que se había convertido su mente, a pesar de que aquellos doctores insistían en que aquel cerebro, hacía mucho que apenas registraba actividad.

            Por esa misma razón, sostuvo una última vez su mano, y mirándole a los ojos, que parecían brillar como hace tanto tiempo que no lo habían hecho, le sonrió…»
           


           



























3 comentarios:

  1. Siempre tenemos muchas cosas que contar. Sobre todo las personas que llenamos de vida nuestros textos. Me ha gustado mucho. Un saludo

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  2. Siempre tenemos muchas cosas que contar. Sobre todo las personas que llenamos de vida nuestros textos. Me ha gustado mucho. Un saludo

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    1. Muchas gracias. Es un placer que alguien se pase por aquí a echar un vistazo a lo que necesitamos contar y escribir.
      Un saludo

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