Caminaba errante por una tierra desconocida para él.
Soportando las inclemencias que el universo le enviaba como un castigo a su
osadía. Pues su férrea voluntad por regresar al lado de su amada era una ofensa
para el destino que había dictado su sentencia hacía ya tanto tiempo.
No había montaña lo suficientemente alta para entorpecer
su marcha. Ni río lo bastante profundo que no pudiera vadearlo. Era tan
obstinado en su empeño que desafiaba a la tormenta riendo como un loco.
Pero aquella fe inquebrantable, aquella voluntad
ingobernable, aquella obstinación por alcanzar su meta, eran también sus peores
enemigos, pues llegó un momento en que sólo eso existía. El ansia por demostrar
al destino que podía vencerlo con su sola determinación había borrado en él cualquier
recuerdo de lo que motivaba a su espíritu luchador.
Llegó a un prado con un hermoso lago de agua cristalina,
y se paró para beber sediento. Su imagen se reflejó en la tranquila superficie
como en un espejo. Y no reconoció a aquella persona que le devolvía la mirada.
Demacrado, de ojos febriles en un rostro pálido como la nieve. ¿Quién era él?
Sólo sabía que había algo que le impulsaba a seguir hacia adelante. Pero no
podía recordar qué era.
Y la locura se adueñó de su mente. Y gritó lleno de rabia
porque al final el destino había ganado. Y las fuerzas abandonaron su decrépito
cuerpo y cayó tendido en un lecho de flores en medio del prado. Y de sus ojos
brotaron lágrimas por un deseo que ya no recordaba. Y mientras la vida le
abandonaba por fin, tocó con sus manos una de aquellas flores tan bonitas que
le rodeaban. Y recordó el nombre de aquellas flores. Y antes de morir, un vago
recuerdo acudió a su mente. Abrazado a una bella mujer, sembrando un campo de
semillas de crisantemos que ella cuidaría hasta su regreso.
El cruel destino miró a su abatido enemigo, que yacía
muerto en aquel hermoso prado multicolor, y por una sola vez se apiadó de él.
Su cuerpo se consumía con rapidez pues hacía ya muchos años que debía haber
muerto. Y el destino lo convirtió en semillas de crisantemo que soplando
esparció a los cuatro vientos.
Una anciana mujer se sentaba a la entrada de su casa,
observado un huerto marchito, dónde en una ocasión crecieron hermosos los
crisantemos que había plantado con su amado. Un fuerte viento la obligó a
entrar en casa, donde sentada en una mecedora recordaba momentos felices de su
vida. Y luego llegó la tormenta, y ella se metió en la cama. Y a la mañana
siguiente, se asomó a la ventana sin creer lo que veían sus ojos. Aquel jardín
marchito bullía de nuevo lleno de colores, cubierto totalmente de hermosos
crisantemos. Y cuando ella se agachó para olerlos, supo sin dudarlo que él
había vuelto.
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