El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

domingo, 18 de marzo de 2018

BLA, BLI, BLU


Bla, Bli y Blu, eran tres simpáticos monstruos que habitaban un cuento. Los tres eran redondos como pelotas, con orejas puntiagudas como hojas de árbol, ojos saltones como canicas y enormes bocas con un montón de dientes. Bla era de color rojo, como las piruletas de fresa que tanto gustan a los niños, y siempre estaba alegre, riendo por cualquier cosa. Bli era amarillo, como los limones con los que se hace una estupenda limonada, y siempre estaba enfadado, refunfuñando por todo. Blu era azul, como el color del mar que un niño pinta con sus lápices de colores, y siempre estaba triste, suspirando al aire.

Los tres eran blanditos y elásticos, y como no tenían piernas ni pies, iban de un lado a otro rebotando en todo lo que encontraban a su paso. Hablaban de una forma tan cómica, que muchas veces no se entendían entre ellos. Cuando esto ocurría, Bla regañaba a Bli y a Blu. Bli se reía de Bla y de Blu. Y Blu… bueno, Blu sólo suspiraba y pensaba que nadie le entendía.

Un buen día Bla, decidió que quería conocer lo que había fuera de las hojas de papel de aquel libro. Así que asomó primero uno de sus saltones ojos entre las páginas, y luego asomó el otro. Y descubrió un mundo lleno de cosas donde podía rebotar. Un mundo donde podía reír a carcajadas y hacer un montón de travesuras. Y con un “¡boing!”, salió disparado de aquel libro, rebotando por las paredes del salón de una casa cualquiera. Y después de rebotar, reír y romper todo lo que se encontraba a su paso, descubrió una ventana abierta. Y a través de esa ventana abierta, vio un mundo mucho más grande que aquel salón de una casa cualquiera. Y con un “¡boing!” aún más grande salió disparado por aquella ventana…

Un momento más tarde, un ojo saltón asomó entre las páginas del libro, y luego asomó el otro. Y lo que vieron aquellos ojos no les gustó nada. Un mundo lleno de cosas inútiles y sin sentido que sacarían de sus casillas a cualquiera. Aún así, con un “¡boing!”, un pequeño y redondo monstruo amarillo salió disparado, refunfuñando y llamando a Bla con insistencia.



—¡Contigo estoy muy enfadado! ¿Porqué del libro te has escapado? —dijo Bli muy enojado—. ¡Quiero que dentro te vuelvas a meter, antes de que cuente hasta tres!

            Y dio un salto, mientras contaba uno. Después dio otro par mientras contaba dos. Y hasta tres veces saltó, pero nadie apareció. Sólo un ojo que asomó entre las páginas del libro, y después otro. Dos ojos que vieron un mundo lleno de cosas que le producirían aburrimiento y tristeza a cualquiera. Pero aún así, con un “¡boing!”, un pequeño  y redondo monstruo azul salió disparado suspirando, pues quedarse solo en aquel libro le ponía muy triste. Entonces vio a su amigo Bli dando un montón de saltos mientras contaba hasta veinte. Y luego hasta treinta…

—Realmente me da igual, pero ¿por qué no haces más que saltar? —preguntó con desidia Blu que también se puso a botar.

—¿Pero es que acaso no te has enterado? ¡Nuestro amigo Bla del libro se ha escapado! —respondió Bli muy enojado.

—En realidad si lo piensas bien, del libro nosotros hemos escapado también… —dijo Blu mientras suspiraba una y otra vez.

            Bli le miró con cara de pocos amigos, y luego vio la ventana abierta. Y a través de aquella ventana, un mundo lleno de cosas ruidosas que le enojaban. Entonces comprendió que Bla se había marchado por aquella ventana, y se enfadó aún más.

—¡Cuando lo agarre se va a enterar! ¡Coge el libro Blu, que lo vamos a atrapar! —dijo Bli que no paraba de gritar.

—Creo que el libro es demasiado pesado. Ni siquiera entre los dos podríamos llevarlo —protestó Blu suspirando.

—Por una vez de daré la razón, aunque eso me irrite un montón —dijo Bli que con un salto por la ventana se marchó.

            Y Blu, que a través de aquella ventana veía un mundo lleno de cosas tristes que le harían suspirar, decidió seguir a su amigo. Pues quedarse allí solo le apenaba.



            Bli y Blu rebotaban por las calles, por las farolas y los coches, sin saber muy bien dónde buscar, mientras los niños corrían detrás de aquellas bolas tan divertidas y con aquellos colores tan vivos. Entonces se pararon delante de una puerta, pues de su interior salían un montón de risas.

—¡Ya te pillamos bribón! ¡Ahora mismo entro y te saco de un empujón! —dijo Bli creyendo escuchar a su amigo guasón.

            Al entrar vieron algo que les aterrorizó. Un montón de niños se tiraban de un tobogán y caían en una piscina llena de bola de colores.

—¡Ay mi querido amigo! ¡Qué triste final has tenido! —exclamó Blu realmente afligido.

—¡Esto es totalmente indignante! ¡Pisoteado por un montón de infantes! —protestó Bli ante aquella escena irritante.

            Ambos se lanzaron al rescate de su amigo, pero por más que buscaban sólo encontraron un montón de bolas de todos los colores, y más de un empujón, patada y pisotón. Y salieron de aquella piscina, magullados y cabizbajos.

—¡Esto sí que es un auténtico timo! ¡Un montón de bolas rojas y ninguna es nuestro amigo! —dijo Bli dando gritos.

            Blu, en cambio, estaba tan triste que lo único que podía hacer era suspirar. ¿Cómo encontrarían a Bla? Y en esto estaba pensando cuando él y Bli escucharon un montón de gritos y risas a sus espaldas. Un grupo de niños corrían hacia ellos, pues jamás habían visto dos bolas de colores que saltasen y hablasen. Y con un grito de terror y un “¡boing!” bien grande, ambos salieron disparados de aquel lugar.

            Bli y Blu siguieron rebotando por las aceras, por los bancos y por los árboles, sin saber muy bien dónde buscar, y llegaron a un gran parque, lleno de las risas que tanto irritaban a Bli, y tan triste ponían a Blu. Quizás alguna de aquellas risas perteneciera a su amigo Bla.

—¿Cómo vamos a encontrar a Bla, si aquí todo el mundo ríe sin parar? —se lamentó Blu que estaba a punto de llorar.

—¡En cuanto encuentre a ese pillín, de un puntapié lo mando hasta Pe…! —protestó sin poder acabar la frase Bli. Pues como atento no había estado, la rueda de una bicicleta lo dejó planchado.

—¡Qué cruel es la vida! ¡Ahora mi amigo parece una tortilla! —lloró Blu al ver a su amigo de aquella guisa.

—¡Deja de una vez de suspirar, y tira de mis brazos a ver si me puedes levantar! —gritó Bli que no dejaba de protestar.

            Cuando Blu logró despegar del suelo a Bli, lo miró fijamente. Y efectivamente parecía una tortilla amarilla con dos ojos. Y el bueno de Blu, que se había pasado toda la vida suspirando, empezó a reírse a carcajadas, rodando por el suelo y señalando a su amigo. Y Bli, que cada vez estaba más y más enfadado, se fue hinchando más y más de mal humor, hasta que volvió a ser redondo. Pero como Blu no dejaba de reír, él continuó inflándose. Ya no era una tortilla ni una bola. Ahora era un auténtico globo, con dos ojos saltones y dos orejas puntiagudas. Y tan hinchado estaba que se empezó a elevar, mientras Blu, que volvía a ponerse triste pues no quería quedarse solo, le cogió del brazo. Y ambos flotaron por el cielo…

            Bli estaba tan enfadado, que no era capaz de decir nada. Sólo podía dejarse llevar por su mal humor. Pero al cabo de un rato, flotar de esa forma por el aire le pareció algo estupendo. Siempre se había quejado de tener que ir rebotando para llegar a cualquier sitio, ¡pero volar por el aire era genial!

—¿Puede ser esto felicidad? ¡Al fin mi mal humor me hace disfrutar! —dijo Bli riendo sin parar.

—Yo creo que algo malo va a pasar… No puede ser buena tanta felicidad —dijo Blu que se empezaba a lamentar.

            Y como si hubiese adivinado lo que iba a pasar, se dio cuento de que Bli se deshinchaba poco a poco, pues el mal humor le iba abandonando. Y ambos cayeron y cayeron desde muy alto, rebotando contra el suelo y volviéndose a elevar. ¿Pararían alguna vez de rebotar?

            Al fin lograron parar poco a poco, y decidieron descansar un rato. ¡No estaban acostumbrados a tantas emociones! Entonces escucharon una risa muy familiar, que iba y venía de un lado a otro. Así que decidieron investigar. Y vieron a dos niños que jugaban en la hierba con dos palas y una pelota tan roja como una piruleta. Pero aquella no era una pelota cualquiera. Era su amigo Bla, que no dejaba de soltar carcajadas mientras rebotaba de una pala a otra. Los niños disfrutaban pues aquella pelota tan rara hacía curvas en el aire, botaba varias veces en la misma pala, y no paraba de reír. Bli y Blu, aliviados, corrieron hacia su amigo llamándole a voces, pero antes de que pudiesen alcanzarlo, unas manos los atraparon. Y en un abrir y cerrar de ojos, ellos también se encontraron rebotando de una pala a otra.

—¡Cuando te agarre te vas a enterar! ¡Si tú supieras lo que nos has hecho pasar…! —gritaba Bli cuando se cruzaba con Bla.

—¡Vaya mal rato que estoy pasando! ¡Creo que empiezo a estar mareado! —decía Blu suspirando.

            Y Bla no dejaba de reír. Y aunque no lo reconocieran Bli y Blu también estaban disfrutando. Y cuando los niños dejaron las palas y se fueron a merendar, los tres amigos juntos volvieron a estar. Bli y Blu le contaron a Bla las aventuras que habían vivido hasta encontrarlo, y su amigo se reía con ganas. Entonces Blu, con un suspiro, les dijo:

—De repente algo muy serio se me ha ocurrido… ¿Alguno de vosotros sabe cómo volver al libro?

            Los tres se miraron muy serios, y después de meditarlo un rato, soltaron una gran carcajada. Y juntos se salieron disparados con un “¡boing!” a seguir descubriendo aquel maravilloso mundo…


sábado, 17 de marzo de 2018

LA PIRATA CELESTE


Celeste una diminuta niña era, tan pequeña que vivía en un coco, justo debajo de una palmera, con sus cabellos de color del oro.

Por las mañanas se asomaba por un agujerito, que una gaviota le había hecho a su casa, para que viera el mar que era muy bonito, y la brisa su carita acariciara.

Tenía los ojos del color del mar, y una sonrisa blanca como la espuma. Una alegría que le gustaba regalar, y una inteligencia en la que no cabían dudas.



Miraba al océano con sus ojos soñadores, imaginando que algún día viviría una aventura. Y se pasaba todo el día oteando el horizonte, usando como catalejo una gota de lluvia.

Un buen día una terrible tempestad, su pequeña isla con violencia azotó. Los truenos atronaban todo el rato sin cesar, y una gran ola hasta su palmera llegó.

Se llevó su pequeña casa mar adentro, y en su interior Celeste no dejaba de rodar. Subía y baja en la ola en un momento, y temía que de agua el coco se fuera a llenar.

Pero de pronto cesó aquella tormenta, y la mar rápidamente se quedó en calma. El coco aún flotaba pues no tenía ni una grieta, y Celeste se quedó dormida pues estaba muy cansada.



Cuando el sol de la mañana entró por el agujerito, la niña se asomó para respirar aire fresco. Entonces vio flotando en el mar a un pequeño animalito, que luchaba por no hundirse en el agua sin remedio.

Se trataba de una pequeña araña, a la que el viento había arrastrado. Movía sin cesar sus ocho patas, porque de otro modo se hubiera ahogado.

Celeste arrancó un pelo de la cáscara del coco, y se lo acercó a la araña como si fuese una liana. Ésta subió por ella tardando muy poco, llegando hasta arriba sana y salva.



Cuando entró por el agujero del coco, Celeste retrocedió muy asustada, pues le daban miedo  sus ocho ojos, y también sus ocho peludas patas.

Pero la araña le dijo que estuviera tranquila, ya que no pensaba hacerle nada. Pues había salvado su vida, y además era vegetariana.

Celeste le dio un poco de fruta, que quedaba aún en su casa. Y la pequeña araña peluda, por aquella comida le dio las gracias.



Vivía en la palmera sobre el coco de Celeste. Era muy coqueta y se llamaba Irene. Se puso a tejer con su tela muy alegre, y le hizo a la niña un bonito suéter.

Muy pronto se hicieron muy amigas, continuando por el mar su travesía. Y Celeste cada día la encontraba más bonita, con sus ocho ojos negros y sus ocho peludas patitas.

Un buen día que la mar estaba en calma, un enorme tiburón salió de la nada. De un bocado se zampó la pequeña casa, con las dos amigas que estaban muy asustadas.

Dentro de su estómago estaba muy oscuro, y olía todo bastante mal. Pero por suerte el tiburón era muy bruto, y se las había comido sin masticar.



El tiburón se acercó a un barco, que tenía una sirena en la proa. Esperó a ver si caía algún bocado, pero una enorme mano le cogió por la cola.

Se trataba de un pirata de barba gris, aunque su tripulación le llamaba Barba Roja. Y no paraba ni un momento de reír, mientras zarandeaba al tiburón como si fuera una hoja.

“Al fin di contigo pillastre, aunque he tardado un buen rato. Y te aseguro que te voy a dejar para el arrastre, como no me devuelvas mi pata de palo”

El tiburón que ya estaba mareado, escupió la pata de palo sin dudar. Y también el coco que se había tragado, que enseguida echó a rodar.



El pirata Barba Roja muy lejos lanzó al tiburón, que de miedo estaba temblando. Y en un instante se alejó, hacia el horizonte nadando.

Celeste salió del coco montada en la araña, escondiéndose enseguida detrás de un barril. Y escuchó como la tripulación cantaba, la canción de un pirata muy feliz.

“Le llamaban el pirata Barba Roja, aunque el tiempo se la tiñó de gris. Ten cuidado por si se enoja, pues de un puntapié te mandará a Pekín…”



Todos los piratas eran muy viejos, y llevaban mucho tiempo en alta mar. Hablaban con nostalgia de sus nietos, y de vez en cuando alguno se echaba a llorar.

A Celeste se le ocurrió una idea, que a Irene en seguida le contó. La araña lanzó pronto su tela, y al hombro de Barba Roja se subió.

El pirata Barba Roja en su camarote se metió, y se puso a mirar un cuadro con cariño, que un buen día en la pared colgó, en el que había una mujer y un niño.

Una lagrimita rodó por su mejilla, pues se trataban de su hija y su nieto. A los que soñaba ver algún día, aunque alargaba cada día más el momento.



Celeste y la araña se escondieron en su gris melena, y aguardaron hasta que éste se metió en la cama. Cuando se durmió la niña le habló en la oreja, con una voz muy dulce y clara.

“Escucha bien lo que te digo Barba Roja, pues soy la voz de tu conciencia. Es mi obligación explicarte una cosa, si para escucharla tienes suficiente paciencia.

Hay cosas más importantes en esta vida, que todas las riquezas que has robado. El amor de tu nieto y tu hija, es sin duda para ti lo más preciado

Así pues coge todos tus tesoros, y cámbialos sin dudarlo por juguetes. Con tu tripulación repártelos todos, y para volver a vuestra casa no esperes”



Barba Roja pensó que había tenido una gran idea, cuando por la mañana se la contó a su tripulación. Cuando la escucharon creyeron que era buena, y se pusieron a saltar de emoción

Pusieron rumbo a un pueblo de gran pobreza, cuyas gentes hacían bonitos juguetes. Y cuando se los cambiaron por todas las riquezas, se pusieron todos muy alegres.

Aquellos ancianos piratas desembarcaron, cargados con un montón de regalos. Con sus nietos al fin se encontraron, y con mucho cariño los abrazaron.



Celeste miraba todo aquello muy feliz, y decidió por fin abandonar su escondrijo. Pero antes de que con Irene pudiera partir, se dio cuenta que una gran mano la había cogido.

“Ya veo que eres una niña muy lista, aunque muy diminuta seas. Y si crees que me has engañado a mi me da la risa, porque yo soy más listo aunque no lo creas

Pero he de reconocer sin ninguna vergüenza, que me caes muy bien por lo que has hecho. Pues has tenido una hermosa idea, que ha hecho muy feliz a este viejo”



Y Celeste e Irene se fueron con él a su hogar, y vivieron con su familia en una casa de muñecas. Y por las mañanas juntas salían a pasear, viviendo una vida en la que no había tristeza…












viernes, 9 de marzo de 2018

El corazón de Ágata


            Había una vez un hombre que hacía hermosos juguetes que a todos los niños encantaban. No eran eléctricos ni funcionaban con pilas. Eran de madera, pintados de bonitos colores. Y para jugar con ellos, los niños debían usar su imaginación. ¿Qué niño no se ha sentido como un vaquero sentado sobre un precioso caballito balancín de color blanco? Y si manejase una bonita locomotora sobre unas vías de tren ¿no se convertiría en un maquinista recorriendo feliz  aquellas vías? ¿Y una marioneta vestida con alegres ropas no sería un amigo más para cualquier niño?
            Y aquel hombre era feliz tallando aquellos juguetes. Y aquella felicidad hacía que aquellos trozos de madera vibrasen, y casi cobrasen vida. Y él los amaba con todo su corazón, y un trocito de aquel corazón, que era enorme, llenaba de magia aquellos juguetes. Y no había nada más maravilloso que ver la cara de felicidad de un niño cuando salía de su pequeña juguetería con un preciado botín.
            Un día recibió un gran bloque de madera, y se sentó delante intentando imaginar que nuevo juguete podría salir de allí. Lo miró de arriba a abajo, de un lado y del otro. Lo giró, lo tumbó y volvió a ponerlo en pie. Y cansado se fue a dormir, convencido de que un buen sueño sería la solución. Y por la mañana vería las cosas más claras.
            Se despertó en plena noche y no pudo volver a dormirse. Acababa de tener un sueño precioso, aunque no lo recordaba muy bien. Pero sabía que debía volver a mirar el bloque de madera. Y entonces lo vio. El alegre rostro de una pequeña niña de pelo oscuro y grandes ojos marrones. Y sin esperar un momento cogió sus herramientas y se puso a tallar. Una trenza recogía su pelo, que al pintarla de negra parecía regaliz. Una pequeña naricilla redondita como una pequeña canica. Los enormes ojos en forma de almendras. Unas mejillas suaves y sonrosadas en forma de melocotón, y una preciosa sonrisa en forma de media luna. Y era pequeña y delicada, con sus delgados brazos y piernas articulados, que le permitían sentarse y ponerse en pie como una niña de verdad.
            Y le cosió un bonito vestido lila, con un precioso bordado en la cintura. Y le puso unas blancas zapatillas en los pies, y una divertida pulsera de vivos colores en la muñeca. Y la sentó en una pequeña mecedora blanca, con una pequeña oveja de peluche en su regazo. Y la llamó Ágata.
            Todo el mundo que entraba en la pequeña juguetería se quedaba mirando a la pequeña Ágata. Niños y adultos. La balanceaban en su pequeña mecedora, la cogían en brazos y la abrazaban, porque despertaba en ellos una gran ternura. Y cuando preguntaban al hombre su precio se llevaban una gran decepción, pues aquella muñeca no estaba en venta. Y los niños se quedaban muy tristes, pero él les buscaba en seguida un juguete que les alegraba en un momento. Y no era muy difícil, pues todos eran maravillosos.
            Y Ágata seguía día tras día en su mecedora, no porque él no quisiera venderla, sino porque no había entrado en su tienda la persona apropiada para ella. Y por las noches, antes de irse a dormir, limpiaba con delicadeza y cariño todos y cada uno de los juguetes, entonces encendía su pipa y dejaba que el aroma a vainilla inundara la tienda. Luego se acercaba a Ágata y acariciaba con ternura su mejilla y le daba un beso en la frente. Y los enormes ojos marrones de la muñeca parecían brillar.

            Un buen día, una joven y tímida mujer de pelo castaño entró en la tienda. Su nombre era Ana. Era invierno y llevaba un gorro y una bufanda roja de lana. Miraba todos aquellos juguetes maravillosos a través de sus gafas, con los ojos muy abiertos. Y acariciaba la madera de la que estaban hechos, con una sonrisa en la cara. Cuando vio a la pequeña Ágata, se puso de cuclillas delante y se quedó observándola durante mucho rato, maravillada, disfrutando de la ternura que inundaba su corazón. Entonces se quitó su bufanda de lana y se la puso a la muñeca.
—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó con curiosidad un hombre a su espalda.
            Ella lo observó un momento, también con curiosidad. Era un hombre de pelo oscuro con mechones grises que la miraba por encima de unas pequeñas gafas. Llevaba una bata azul celeste llena de serrín y apoyaba los codos sobre el mostrador.
—Pensé que podía tener frío —dijo ella después de pensarlo un momento—. Bueno, ya que sé suena un poco ridículo.
—No, a mi no me lo parece —contestó el hombre mostrando una sonrisa sincera—. ¿Qué es lo que deseaba?
—Estaba buscando un juguete para la hija de una amiga. ¿Qué precio tiene esta muñeca?
—En realidad esta muñeca no está en venta —contestó el hombre.
—Lo comprendo, es muy especial —dijo ella sin apartar la vista de Ágata.
—Bueno, sí que es especial. Y por eso necesita que la persona que se la lleve también sea especial —continuó el hombre sin dejar de mirar con curiosidad a aquella joven—. Aunque es posible que por fin la haya encontrado.
—Me encantaría quedármela, pero como ya le he dicho se trata de un regalo para otra persona.
—Lo único que importa es que se irá a casa con usted —dijo el hombre con una misteriosa sonrisa—. Sólo prométame que acabará en un buen hogar.
—Lo prometo —dijo la joven después de pensarlo un rato—. ¿Cuál es su precio?
            El hombre cogió a Ágata con delicadeza, y mirándola con cariño la depositó en los brazos de la joven. Y mirándola sin dejar de sonreír, le dijo:
—Como ya le comenté, no está en venta. Y no se olvide de una cosa importante —continuó entregándole una caja de madera con filigranas y el nombre de Ágata tallado en ella—. Ábrala sólo cuando sea el momento.

            Ana llegó a su piso, y dejó a la muñeca en una silla del salón. Era una persona solitaria y tímida. Y a veces muy triste. Después de ponerse cómoda se sirvió una taza de café y se sentó observando a la muñeca, intentado averiguar la forma en que la envolvería para entregársela a la hija de su amiga. Y de nuevo tuvo esa sensación de ternura inundando su corazón. Y se sorprendió a si misma colocando una taza vacía frente a la muñeca y sirviendo un té imaginario de una tetera. Y reía disfrutando como una niña que juega con muñecas después de tanto tiempo. Entonces cogió a Ágata y la estrechó con dulzura entre sus brazos, comprendiendo que no se desprendería de ella.
            Y la colocó en el sillón de su dormitorio, cerca de su cama. Y antes de irse a dormir, decidió abrir la caja que le había dado el hombre. En su interior encontró un pequeño corazón tallado en una preciosa piedra de ágata, con un montón de hermosos colores. Se quedó mirándolo fascinada, y se le ocurrió una idea extraña. Palpó el pecho de la muñeca y descubrió una pequeña compuerta bajo el vestido. Entonces supo lo que debía hacer. Cogió el pequeño corazón y lo introdujo en aquel pequeño huequecito, donde encajó a la perfección. Y esperó a que pasase algo, pero Ágata permanecía inmóvil, con aquella preciosa sonrisa en su rostro y sus enormes ojos marrones. Entonces Ana se rió, y acariciando la mejilla de la muñeca, se metió en la cama, quedándose dormida. Y la pequeña Ágata, sentada en la oscuridad, observaba la respiración tranquila de Ana, y de vez en cuando, parpadeaba con sus ojos brillantes…
            El sol de la mañana inundaba la habitación y Ana se estiraba en la cama aún con los ojos cerrados. Entonces sintió una pequeña manita sobre su hombro.
—Buenos días —dijo una dulce vocecilla a su lado.
            Ana se giró sorprendida y tuvo que frotarse los ojos cuando vio la carita de Ágata mirándola. Entonces dio un grito y se tapó con la sábana. Contó hasta diez y esperando que todo hubiera sido un sueño, se fue destapando poco a poco. Y de nuevo vio el rostro de Ágata, que la miraba triste parpadeando mucho.
—¿Te doy miedo? —preguntó la muñeca con una voz en la que se reflejaba pena.
            Entonces Ana se incorporó en la cama, y sin poder creérselo aún, tocó con sus dedos la cara de Ágata, para comprobar que era real. Tenía el tacto cálido de la madera, y algo más, que le recorría todo el cuerpo. Intentó decir algo, pero sólo lograba balbucear como un niño pequeño.
—Yo… yo…, no es miedo, pero ¿cómo es posible?
            La muñeca volvió a sonreír y tiró de su pijama con su pequeña manita.
—¡Venga, rápido! ¡Hay muchas cosas que tenemos que hacer! —exclamó Ágata señalando la puerta de la habitación.
            La pequeña muñeca le cogía de la mano mientras recorrían toda la casa, señalando todo lo que veía, preguntándole el nombre de cada cosa, sin soltar a su pequeño peluche, una pequeña oveja que se llamaba Nubecita. Y Ana estaba tan aturdida que apenas alcanzaba a responder a las preguntas de Ágata. Entonces la llevó hasta la cocina y le dijo que se sentara en una silla. Y agarrando un vaso le preguntó si aquello se comía. Ana le dijo que no, que era para beber en él. Luego cogió un plátano y le volvió a hacer la misma pregunta. Y Ana le dijo que sí, que estaba muy bueno. Y continuó así un buen rato. Entonces Ágata le dijo que le haría el desayuno, y le sirvió un vaso de leche y una rebanada de pan con un plátano encima. Ana lo miró sorprendida y luego se echó a reír, contagiando a Ágata que la imitó con una risa dulce y maravillosa.
—¡Ana! ¡Quiero que me enseñes el nombre de todas las cosas! ¡Quiero conocerlo todo!
            Ana aún seguía aturdida con todo aquello, con la sensación de estar en un sueño del que tarde o temprano despertaría. Pero era un sueño tan bonito que no lo dudó un instante.
—Claro que sí, Ágata. Te lo enseñaré todo.

            Entraron en una pequeña tienda de ropa para niños. La dependienta miró con admiración a la pequeña muñeca cuando Ana le dijo que quería un abrigo para ella.
—No me extraña que quiera comprarle un buen abrigo. ¡Qué preciosidad de muñeca! —exclamó la mujer.
—Muchas gracias —contestó Ágata muy educada—. ¡Es usted muy simpática!
—¡Jesús! —exclamó dando un respingo la mujer, que por poco se desmaya—. ¡Qué muñecos más modernos hacen últimamente!
            Ana tuvo que taparse la boca para no soltar una carcajada, y después de comprar un precioso abrigo azul marino, le colocó su gorro y su bufanda a Ágata, y ambas salieron de la tienda cogidas de la mano. Con su nuevo atuendo, la muñeca parecía una niña más y no llamaba la atención. Y seguía señalando todo lo que veía, preguntando el nombre de todo aquello que despertaba su curiosidad. Se agachó a acariciar a un perro que le lamió su carita de madera provocando su dulce risa. Corrió detrás de las palomas del parque y acarició con cariño la corteza de un enorme árbol. Y sonriendo le dijo a Ana que llevaba un abrigo como ella.
            Y pasaron por la pequeña tienda de juguetes, y Ágata tiró de Ana indicándole que quería entrar. Y en cuanto pusieron los pies en su interior, todos los juguetes se empezaron a mover, dando la bienvenida a la pequeña Ágata, que venía a visitarlos. Olía a vainilla, y Ágata recordó la pipa del hombre que la había creado. Mientras, Ana estaba maravillada por todo lo que veía, y volvió a sorprenderla una voz a su espalda. 
—Veo que la pequeña Ágata ha encontrado un buen hogar —dijo el tallador de juguetes.
—¡Sí! —exclamó la muñeca mientras corría a abrazarle—. ¡Soy muy feliz!
—Me alegro de que hayas venido a verme —dijo el hombre mientras la miraba con cariño—. Y ellos también se alegran mucho.
            La locomotora de madera hizo sonar varias veces su silbato mientras daba vueltas sobre las vías, y el caballito balancín no dejaba de moverse adelante y  atrás.
—Yo también me alegro mucho —dijo la muñeca—. Y estoy segura de que Ana me traerá de visita muchos días, ¿verdad?
—Verdad, pequeña Ágata —dijo Ana mientras sonreía a ambos.
            Cuando llegaron a casa, Ana arropó a Ágata en la cama y se le ocurrió una idea. Y revolviendo entre unos viejos libros encontró el que estaba buscando. Ágata escuchaba con atención el cuento de un niño hecho de madera que se llamaba Pinocho, y antes de quedarse dormida, sonrió cuando conoció el final.
            Los días pasaban y Ana saboreaba una inmensa felicidad con su pequeña Ágata, que no escatimaba en el cariño que le daba. Seguía preguntándoselo todo con curiosidad e inundaba con su alegría la vida de Ana. Y seguían visitando cada día al hombre que tallaba aquellos maravillosos juguetes, y de vez en cuando alguno de ellos se iba a casa con las dos.
            Pero un buen día, cuando llegaron a la tienda, la encontraron cerrada. Y les resultó muy extraño porque el artesano jamás había cerrado un solo día, pues le encantaba compartir con todo el mundo aquellos hermosos juguetes. Ana se acercó al escaparate intentado vislumbrar el interior, pero todo estaba en calma. Y cuando fue a decirle a Ágata que volverían a la mañana siguiente, se dio cuenta que la muñeca había desaparecido. Ana se puso a buscarla por todos los lados, pero no logró encontrarla. Entonces vio como se abría la puerta de la tienda. En el interior estaba Ágata que miraba al suelo con tristeza. Ana la abrazó y le preguntó cómo había entrado. La pequeña muñeca le dijo que había entrado por una pequeña ventana en el sótano.
            Cuando entró en la tienda, reinaba un ambiente de tristeza, y ninguno de los juguetes se movía como de costumbre. Ana sostuvo con delicadeza la cara de Ágata y le preguntó qué pasaba.
—Me han dicho que por la noche él se agarró el pecho porque le dolía —dijo la muñeca llorando—. Y después de llamar por teléfono se cayó al suelo y ya no se movió. Luego llegó un coche grande con muchas luces y se lo llevó.
            Ana cogió en sus brazos a Ágata y la abrazó muy fuerte, tratando de consolarla.
—No te preocupes, mi pequeña. Lo encontraremos.
            Ana llamó a todos los hospitales de la zona, y después de varios intentos, localizó el lugar al que habían llevado al tallador de juguetes. Entonces cogió a Ágata de la mano y se fueron corriendo, seguidas de todos los juguetes. Cuando la gente veía aquel extraño desfile se quedaban sorprendidos. Coches, locomotores, caballitos, animales y muñecos siguiendo a una mujer que cogía de la mano a una niña.
            No tardaron en llegar, pues el hospital estaba muy cerca. Cuando en información les preguntaron si eran familia de aquel hombre, Ana miró a Ágata y a todos los juguetes que aguardaban tras ellas, y ante la asombrada mirada de la mujer tras el mostrador, le dijo que sí, que eran su única familia. Y la mujer, balbuceando, les indicó en número de la habitación. 
            Estaba en una cama, pálido y lleno de tubos. Un médico les había dicho que su corazón, tan grande como había sido siempre, estaba muy enfermo y que había poco que hacer. Los juguetes se movieron inquietos y Ana preguntó a Ágata qué era lo que pasaba. Ágata le dijo que los juguetes le habían contado que él había dejado un trocito de su corazón en cada uno de ellos, y que ahora ya no le quedaba nada. Y se echó a llorar. Entonces cogió la mano del hombre con su pequeña manita, y se llevó la otra a su pecho, del cual sacó su pequeño corazón de ágata.
—¿Qué es lo que haces Ágata? —preguntó Ana angustiada.
—Devolverle lo que una vez me dio, para que pueda seguir haciendo felices a muchos niños —respondió la pequeña muñeca.
            Y lo depositó sobre el pecho del hombre ante las protestas de Ana que lloraba sin consuelo. Entonces el pequeño corazón de Ágata comenzó a brillar con una luz muy intensa que fue apagándose a medida que desaparecía. Y la pequeña muñeca miró a Ana con aquella preciosa sonrisa, antes de caer inerte en el suelo. Ana la recogió en sus brazos sollozando y apretándola contra su pecho. Le rogó que no la abandonase, que la quería como no había querido a nadie. Y cerró los ojos inundados en amargas lágrimas. Entonces sintió como la muñeca se hacía cada vez más pesada y blanda, y cuando volvió a mirar, unos enormes ojos marrones cristalinos le devolvieron la mirada. Sostenía entre sus brazos a una preciosa niña de carne y hueso que sonreía con aquella sonrisa tan dulce y maravillosa que ella bien conocía. Y la depositó en el suelo, mirándola de arriba abajo.
—¿Cómo es posible? —preguntó sin poder aún creérselo, mientras una enorme alegría la inundaba.
—Porque Ágata ahora tiene un nuevo corazón —contestó el hombre desde la cama—. El tuyo, Ana.
            Ambas se acercaron y abrazaron al hombre, que había recuperado el color y se incorporaba en la cama. Mientras, todos los juguetes recorrían alegres los pasillos del hospital, haciendo ruido mientras algunos pacientes protestaban, miraban asombrados y luego se levantaban de sus camas contagiados por aquella felicidad.
            Ágata se acercó al hombre y le dijo una cosa al oído, y éste asintió. Y le dio la mano a Ana para que la acompañase. Entonces reunió a todos los juguetes, y los fue repartiendo por todas las habitaciones donde había niños hospitalizados, mientras Ana la miraba con ternura y admiración.

            Y cuando volvieron a casa, Ana volvió a arropar una vez más a su pequeña Ágata, que le pidió que leyera de nuevo aquel cuento que tanto le gustaba.





           


miércoles, 21 de febrero de 2018

EL GATO NEGRO


El gato negro ronronea, y pone tiesas sus orejas. Bufa y corre por el pasillo, con sus brillantes ojos amarillos.
Una alargada sombra recorre la pared en silencio, llevando un puntiagudo sombrero harapiento. Y dirigiéndose hacia un burbujeante caldero, con una escoba aviva el fuego.

Es la sombra de la bruja Celeste, que va sola siempre que quiere. Y es tan terrible su maldad, que hasta a su propia dueña no deja de fastidiar.
La menuda bruja va detrás corriendo, sacudiendo de polvo su sombrero. Y a su traviesa sombra por el cuello agarra, y la zarandea hasta que ya no le da la brasa.

El gato negro la mira curioso, abriendo mucho sus brillantes ojos. Y detrás de una mesa decide esconderse, por si acaso la toma con él la bruja Celeste.
La menuda bruja se pone de puntillas, pues no llega a remover con la cuchara la marmita. En ella se cocinan asquerosos ingredientes, que hacen que a una persona se le caigan los dientes.


“Ojos de tritón, lengua de culebrilla, alas de murciélago y de un caracol la babilla.
Cola de ratón, malolientes tripas y tres huevos podridos de propina”


Pero hay un ingrediente muy importante, para una poción que es tan repugnante. Pues toda buena bruja jamás ha olvidado, echarle a la mezcla los bigotes de un gato.

El gato negro algo se huele, pues muy despacio se acerca Celeste. Y cuando ve las tijeras que la bruja ha afilado, sin pensarlo dos veces sale zumbando.
Se sube por las paredes tratando de escapar, pues sus largos bigotes le quieren cortar. Y trata de defenderse con sus afiladas uñas, a ver si así se lo piensa dos veces la bruja.

Cuando parece que ya todo está perdido, una voz resuena por el pasillo. Su madre llama a la temible bruja Celeste, y le dice que vaya a cenar en un periquete.

Y la pequeña niña se quita el sombrero de su madre, y lo esconde para seguir jugando más tarde. Y mirando al gato de ojos amarillos, sonriendo traviesa le hace un guiño.
El gato negro respira tranquilo, porque al fin la niña se ha ido. Y mirando por última vez al pasillo, ronroneando se va quedando dormido…