Había una vez un hombre que hacía hermosos juguetes que a
todos los niños encantaban. No eran eléctricos ni funcionaban con pilas. Eran
de madera, pintados de bonitos colores. Y para jugar con ellos, los niños
debían usar su imaginación. ¿Qué niño no se ha sentido como un vaquero sentado
sobre un precioso caballito balancín de color blanco? Y si manejase una bonita
locomotora sobre unas vías de tren ¿no se convertiría en un maquinista
recorriendo feliz aquellas vías? ¿Y una marioneta vestida con alegres
ropas no sería un amigo más para cualquier niño?
Y aquel hombre era feliz
tallando aquellos juguetes. Y aquella felicidad hacía que aquellos trozos de
madera vibrasen, y casi cobrasen vida. Y él los amaba con todo su corazón, y un
trocito de aquel corazón, que era enorme, llenaba de magia aquellos juguetes. Y
no había nada más maravilloso que ver la cara de felicidad de un niño cuando
salía de su pequeña juguetería con un preciado botín.
Un día recibió un gran bloque de madera, y se sentó
delante intentando imaginar que nuevo juguete podría salir de allí. Lo miró de
arriba a abajo, de un lado y del otro. Lo giró, lo tumbó y volvió a ponerlo en
pie. Y cansado se fue a dormir, convencido de que un buen sueño sería la
solución. Y por la mañana vería las cosas más claras.
Se despertó en plena noche y
no pudo volver a dormirse. Acababa de tener un sueño precioso, aunque no lo
recordaba muy bien. Pero sabía que debía volver a mirar el bloque de madera. Y
entonces lo vio. El alegre rostro de una pequeña niña de pelo oscuro y grandes
ojos marrones. Y sin esperar un momento cogió sus herramientas y se puso a
tallar. Una trenza recogía su pelo, que al pintarla de negra parecía regaliz.
Una pequeña naricilla redondita como una pequeña canica. Los enormes ojos en
forma de almendras. Unas mejillas suaves y sonrosadas en forma de melocotón, y
una preciosa sonrisa en forma de media luna. Y era pequeña y delicada, con sus
delgados brazos y piernas articulados, que le permitían sentarse y ponerse en
pie como una niña de verdad.
Y le cosió un bonito vestido lila, con un precioso
bordado en la cintura. Y le puso unas blancas zapatillas en los pies, y una
divertida pulsera de vivos colores en la muñeca. Y la sentó en una pequeña
mecedora blanca, con una pequeña oveja de peluche en su regazo. Y la llamó
Ágata.
Todo el mundo que entraba en la pequeña juguetería se
quedaba mirando a la pequeña Ágata. Niños y adultos. La balanceaban en su
pequeña mecedora, la cogían en brazos y la abrazaban, porque despertaba en
ellos una gran ternura. Y cuando preguntaban al hombre su precio se llevaban
una gran decepción, pues aquella muñeca no estaba en venta. Y los niños se
quedaban muy tristes, pero él les buscaba en seguida un juguete que les
alegraba en un momento. Y no era muy difícil, pues todos eran maravillosos.
Y Ágata seguía día tras día en su mecedora, no porque él
no quisiera venderla, sino porque no había entrado en su tienda la persona apropiada
para ella. Y por las noches, antes de irse a dormir, limpiaba con delicadeza y
cariño todos y cada uno de los juguetes, entonces encendía su pipa y dejaba que
el aroma a vainilla inundara la tienda. Luego se acercaba a Ágata y acariciaba
con ternura su mejilla y le daba un beso en la frente. Y los enormes ojos
marrones de la muñeca parecían brillar.
Un buen día, una joven y tímida mujer de pelo castaño
entró en la tienda. Su nombre era Ana. Era invierno y llevaba un gorro y una
bufanda roja de lana. Miraba todos aquellos juguetes maravillosos a través de
sus gafas, con los ojos muy abiertos. Y acariciaba la madera de la que estaban
hechos, con una sonrisa en la cara. Cuando vio a la pequeña Ágata, se puso de
cuclillas delante y se quedó observándola durante mucho rato, maravillada,
disfrutando de la ternura que inundaba su corazón. Entonces se quitó su bufanda
de lana y se la puso a la muñeca.
—¿Por qué ha hecho eso?
—preguntó con curiosidad un hombre a su espalda.
Ella lo observó un momento, también con curiosidad. Era
un hombre de pelo oscuro con mechones grises que la miraba por encima de unas
pequeñas gafas. Llevaba una bata azul celeste llena de serrín y apoyaba los
codos sobre el mostrador.
—Pensé que podía tener frío
—dijo ella después de pensarlo un momento—. Bueno, ya que sé suena un poco
ridículo.
—No, a mi no me lo parece
—contestó el hombre mostrando una sonrisa sincera—. ¿Qué es lo que deseaba?
—Estaba buscando un juguete
para la hija de una amiga. ¿Qué precio tiene esta muñeca?
—En realidad esta muñeca no
está en venta —contestó el hombre.
—Lo comprendo, es muy especial
—dijo ella sin apartar la vista de Ágata.
—Bueno, sí que es especial. Y
por eso necesita que la persona que se la lleve también sea especial —continuó
el hombre sin dejar de mirar con curiosidad a aquella joven—. Aunque es posible
que por fin la haya encontrado.
—Me encantaría quedármela, pero
como ya le he dicho se trata de un regalo para otra persona.
—Lo único que importa es que se
irá a casa con usted —dijo el hombre con una misteriosa sonrisa—. Sólo
prométame que acabará en un buen hogar.
—Lo prometo —dijo la joven
después de pensarlo un rato—. ¿Cuál es su precio?
El hombre cogió a Ágata con delicadeza, y mirándola con
cariño la depositó en los brazos de la joven. Y mirándola sin dejar de sonreír,
le dijo:
—Como ya le comenté, no está en
venta. Y no se olvide de una cosa importante —continuó entregándole una caja de
madera con filigranas y el nombre de Ágata tallado en ella—. Ábrala sólo cuando
sea el momento.
Ana llegó a su piso, y dejó a la muñeca en una silla del
salón. Era una persona solitaria y tímida. Y a veces muy triste. Después de
ponerse cómoda se sirvió una taza de café y se sentó observando a la muñeca,
intentado averiguar la forma en que la envolvería para entregársela a la hija
de su amiga. Y de nuevo tuvo esa sensación de ternura inundando su corazón. Y
se sorprendió a si misma colocando una taza vacía frente a la muñeca y
sirviendo un té imaginario de una tetera. Y reía disfrutando como una niña que
juega con muñecas después de tanto tiempo. Entonces cogió a Ágata y la estrechó
con dulzura entre sus brazos, comprendiendo que no se desprendería de ella.
Y la colocó en el sillón de su dormitorio, cerca de su
cama. Y antes de irse a dormir, decidió abrir la caja que le había dado el
hombre. En su interior encontró un pequeño corazón tallado en una preciosa
piedra de ágata, con un montón de hermosos colores. Se quedó mirándolo
fascinada, y se le ocurrió una idea extraña. Palpó el pecho de la muñeca y
descubrió una pequeña compuerta bajo el vestido. Entonces supo lo que debía
hacer. Cogió el pequeño corazón y lo introdujo en aquel pequeño huequecito,
donde encajó a la perfección. Y esperó a que pasase algo, pero Ágata permanecía
inmóvil, con aquella preciosa sonrisa en su rostro y sus enormes ojos marrones.
Entonces Ana se rió, y acariciando la mejilla de la muñeca, se metió en la
cama, quedándose dormida. Y la pequeña Ágata, sentada en la oscuridad,
observaba la respiración tranquila de Ana, y de vez en cuando, parpadeaba con
sus ojos brillantes…
El sol de la mañana inundaba la habitación y Ana se
estiraba en la cama aún con los ojos cerrados. Entonces sintió una pequeña
manita sobre su hombro.
—Buenos días —dijo una dulce
vocecilla a su lado.
Ana se giró sorprendida y tuvo que frotarse los ojos
cuando vio la carita de Ágata mirándola. Entonces dio un grito y se tapó con la
sábana. Contó hasta diez y esperando que todo hubiera sido un sueño, se fue
destapando poco a poco. Y de nuevo vio el rostro de Ágata, que la miraba triste
parpadeando mucho.
—¿Te doy miedo? —preguntó la
muñeca con una voz en la que se reflejaba pena.
Entonces Ana se incorporó en la cama, y sin poder
creérselo aún, tocó con sus dedos la cara de Ágata, para comprobar que era
real. Tenía el tacto cálido de la madera, y algo más, que le recorría todo el
cuerpo. Intentó decir algo, pero sólo lograba balbucear como un niño pequeño.
—Yo… yo…, no es miedo, pero
¿cómo es posible?
La muñeca volvió a sonreír y tiró de su pijama con su
pequeña manita.
—¡Venga, rápido! ¡Hay muchas
cosas que tenemos que hacer! —exclamó Ágata señalando la puerta de la
habitación.
La pequeña muñeca le cogía de la mano mientras recorrían
toda la casa, señalando todo lo que veía, preguntándole el nombre de cada cosa,
sin soltar a su pequeño peluche, una pequeña oveja que se llamaba Nubecita. Y
Ana estaba tan aturdida que apenas alcanzaba a responder a las preguntas de
Ágata. Entonces la llevó hasta la cocina y le dijo que se sentara en una silla.
Y agarrando un vaso le preguntó si aquello se comía. Ana le dijo que no, que
era para beber en él. Luego cogió un plátano y le volvió a hacer la misma
pregunta. Y Ana le dijo que sí, que estaba muy bueno. Y continuó así un buen
rato. Entonces Ágata le dijo que le haría el desayuno, y le sirvió un vaso de
leche y una rebanada de pan con un plátano encima. Ana lo miró sorprendida y
luego se echó a reír, contagiando a Ágata que la imitó con una risa dulce y
maravillosa.
—¡Ana! ¡Quiero que me enseñes
el nombre de todas las cosas! ¡Quiero conocerlo todo!
Ana aún seguía aturdida con todo aquello, con la
sensación de estar en un sueño del que tarde o temprano despertaría. Pero era
un sueño tan bonito que no lo dudó un instante.
—Claro que sí, Ágata. Te lo
enseñaré todo.
Entraron en una pequeña tienda de ropa para niños. La
dependienta miró con admiración a la pequeña muñeca cuando Ana le dijo que
quería un abrigo para ella.
—No me extraña que quiera
comprarle un buen abrigo. ¡Qué preciosidad de muñeca! —exclamó la mujer.
—Muchas gracias —contestó Ágata
muy educada—. ¡Es usted muy simpática!
—¡Jesús! —exclamó dando un
respingo la mujer, que por poco se desmaya—. ¡Qué muñecos más modernos hacen
últimamente!
Ana tuvo que taparse la boca para no soltar una carcajada,
y después de comprar un precioso abrigo azul marino, le colocó su gorro y su
bufanda a Ágata, y ambas salieron de la tienda cogidas de la mano. Con su nuevo
atuendo, la muñeca parecía una niña más y no llamaba la atención. Y seguía
señalando todo lo que veía, preguntando el nombre de todo aquello que
despertaba su curiosidad. Se agachó a acariciar a un perro que le lamió su
carita de madera provocando su dulce risa. Corrió detrás de las palomas del
parque y acarició con cariño la corteza de un enorme árbol. Y sonriendo le dijo
a Ana que llevaba un abrigo como ella.
Y pasaron por la pequeña tienda de juguetes, y Ágata tiró
de Ana indicándole que quería entrar. Y en cuanto pusieron los pies en su
interior, todos los juguetes se empezaron a mover, dando la bienvenida a la
pequeña Ágata, que venía a visitarlos. Olía a vainilla, y Ágata recordó la pipa
del hombre que la había creado. Mientras, Ana estaba maravillada por todo lo
que veía, y volvió a sorprenderla una voz a su espalda.
—Veo que la pequeña Ágata ha
encontrado un buen hogar —dijo el tallador de juguetes.
—¡Sí! —exclamó la muñeca
mientras corría a abrazarle—. ¡Soy muy feliz!
—Me alegro de que hayas venido
a verme —dijo el hombre mientras la miraba con cariño—. Y ellos también se
alegran mucho.
La locomotora de madera hizo sonar varias veces su
silbato mientras daba vueltas sobre las vías, y el caballito balancín no dejaba
de moverse adelante y atrás.
—Yo también me alegro mucho
—dijo la muñeca—. Y estoy segura de que Ana me traerá de visita muchos días,
¿verdad?
—Verdad, pequeña Ágata —dijo
Ana mientras sonreía a ambos.
Cuando llegaron a casa, Ana arropó a Ágata en la cama y
se le ocurrió una idea. Y revolviendo entre unos viejos libros encontró el que
estaba buscando. Ágata escuchaba con atención el cuento de un niño hecho de
madera que se llamaba Pinocho, y antes de quedarse dormida, sonrió cuando
conoció el final.
Los días pasaban y Ana saboreaba una inmensa felicidad
con su pequeña Ágata, que no escatimaba en el cariño que le daba. Seguía
preguntándoselo todo con curiosidad e inundaba con su alegría la vida de Ana. Y
seguían visitando cada día al hombre que tallaba aquellos maravillosos
juguetes, y de vez en cuando alguno de ellos se iba a casa con las dos.
Pero un buen día, cuando llegaron a la tienda, la
encontraron cerrada. Y les resultó muy extraño porque el artesano jamás había
cerrado un solo día, pues le encantaba compartir con todo el mundo aquellos
hermosos juguetes. Ana se acercó al escaparate intentado vislumbrar el interior,
pero todo estaba en calma. Y cuando fue a decirle a Ágata que volverían a la
mañana siguiente, se dio cuenta que la muñeca había desaparecido. Ana se puso a
buscarla por todos los lados, pero no logró encontrarla. Entonces vio como se
abría la puerta de la tienda. En el interior estaba Ágata que miraba al suelo
con tristeza. Ana la abrazó y le preguntó cómo había entrado. La pequeña muñeca
le dijo que había entrado por una pequeña ventana en el sótano.
Cuando entró en la tienda, reinaba un ambiente de
tristeza, y ninguno de los juguetes se movía como de costumbre. Ana sostuvo con
delicadeza la cara de Ágata y le preguntó qué pasaba.
—Me han dicho que por la noche
él se agarró el pecho porque le dolía —dijo la muñeca llorando—. Y después de
llamar por teléfono se cayó al suelo y ya no se movió. Luego llegó un coche
grande con muchas luces y se lo llevó.
Ana cogió en sus brazos a Ágata y la abrazó muy fuerte,
tratando de consolarla.
—No te preocupes, mi pequeña.
Lo encontraremos.
Ana llamó a todos los hospitales de la zona, y después de
varios intentos, localizó el lugar al que habían llevado al tallador de
juguetes. Entonces cogió a Ágata de la mano y se fueron corriendo, seguidas de
todos los juguetes. Cuando la gente veía aquel extraño desfile se quedaban
sorprendidos. Coches, locomotores, caballitos, animales y muñecos siguiendo a
una mujer que cogía de la mano a una niña.
No tardaron en llegar, pues el hospital estaba muy cerca.
Cuando en información les preguntaron si eran familia de aquel hombre, Ana miró
a Ágata y a todos los juguetes que aguardaban tras ellas, y ante la asombrada
mirada de la mujer tras el mostrador, le dijo que sí, que eran su única
familia. Y la mujer, balbuceando, les indicó en número de la habitación.
Estaba en una cama, pálido y lleno de tubos. Un médico
les había dicho que su corazón, tan grande como había sido siempre, estaba muy
enfermo y que había poco que hacer. Los juguetes se movieron inquietos y Ana
preguntó a Ágata qué era lo que pasaba. Ágata le dijo que los juguetes le
habían contado que él había dejado un trocito de su corazón en cada uno de
ellos, y que ahora ya no le quedaba nada. Y se echó a llorar. Entonces cogió la
mano del hombre con su pequeña manita, y se llevó la otra a su pecho, del cual
sacó su pequeño corazón de ágata.
—¿Qué es lo que haces Ágata?
—preguntó Ana angustiada.
—Devolverle lo que una vez me
dio, para que pueda seguir haciendo felices a muchos niños —respondió la
pequeña muñeca.
Y lo depositó sobre el pecho del hombre ante las protestas
de Ana que lloraba sin consuelo. Entonces el pequeño corazón de Ágata comenzó a
brillar con una luz muy intensa que fue apagándose a medida que desaparecía. Y
la pequeña muñeca miró a Ana con aquella preciosa sonrisa, antes de caer inerte
en el suelo. Ana la recogió en sus brazos sollozando y apretándola contra su
pecho. Le rogó que no la abandonase, que la quería como no había querido a
nadie. Y cerró los ojos inundados en amargas lágrimas. Entonces sintió como la
muñeca se hacía cada vez más pesada y blanda, y cuando volvió a mirar, unos
enormes ojos marrones cristalinos le devolvieron la mirada. Sostenía entre sus
brazos a una preciosa niña de carne y hueso que sonreía con aquella sonrisa tan
dulce y maravillosa que ella bien conocía. Y la depositó en el suelo, mirándola
de arriba abajo.
—¿Cómo es posible? —preguntó
sin poder aún creérselo, mientras una enorme alegría la inundaba.
—Porque Ágata ahora tiene un
nuevo corazón —contestó el hombre desde la cama—. El tuyo, Ana.
Ambas se acercaron y abrazaron al hombre, que había
recuperado el color y se incorporaba en la cama. Mientras, todos los juguetes
recorrían alegres los pasillos del hospital, haciendo ruido mientras algunos
pacientes protestaban, miraban asombrados y luego se levantaban de sus camas
contagiados por aquella felicidad.
Ágata se acercó al hombre y le dijo una cosa al oído, y
éste asintió. Y le dio la mano a Ana para que la acompañase. Entonces reunió a
todos los juguetes, y los fue repartiendo por todas las habitaciones donde
había niños hospitalizados, mientras Ana la miraba con ternura y admiración.
Y cuando volvieron a casa, Ana volvió a arropar una vez
más a su pequeña Ágata, que le pidió que leyera de nuevo aquel cuento que tanto
le gustaba.
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