El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

miércoles, 27 de febrero de 2013

Fuera de clichés



            Reclina la cabeza sobre la ventanilla del autobús y entrecierra los ojos dejando que los rayos del sol bañen su rostro. Como quiera que yo no le quito ojo de encima, me mira de reojo levantando una ceja interrogante. Sabe muy bien lo que yo siento y nuestros encuentros se han convertido en un intrincado juego del gato y el ratón. Y ella se encuentra cómoda interpretando su papel, hasta que la cosa se pone seria. Entonces aparta la vista y empieza a hablar sin dirigirse a mí directamente, utilizando multitud de símiles y metáforas que yo intento descifrar sin éxito. Pero el mensaje es claro. La partida quedará en tablas. Y una vez cumplido el ritual nos disponemos a disfrutar de nuestra mutua compañía frente a una buena botella de vino, como lo hacen dos buenos amigos.

            No se separa ni un momento de su cámara de fotos. No es la que utiliza para trabajar, una cámara digital enormemente cara que paga a plazos, sino una vieja cámara analógica para la que cada vez le resulta más difícil encontrar carretes. Yo le pregunto qué diferencia hay entre una y otra y me explica, pacientemente, que la primera es fundamental para su trabajo. Es rápida, hace casi todo el trabajo por ti y si la conecta al portátil puede enviar su trabajo a la editorial en un santiamén. Pero la segunda es capaz de tirar una foto tal como ella quiere que salga, porque primero imagina como será la composición. Yo bromeo con todo eso y entre risas le digo que está exagerando. Pero ella se me queda mirando un rato con gesto inexpresivo y luego arruga la nariz. Toso y tomo un sorbo de vino. Creo que me estoy metiendo en terreno pantanoso.

            Se levanta para ir al baño y la observo alejarse. Es un auténtico torbellino de vitalidad y nunca puede estarse quieta. Planifica, organiza y dirige a su antojo y sólo tienes dos opciones, dejarte engullir por dicho torbellino o escapar y ponerte a salvo de su influjo. Yo elegí lo primero ¿Qué otra opción tenía? Y sin embargo conozco muy poco sobre ella. No da muchas facilidades y con lo poco que deja entrever podrías llegar a hacerte una imagen irreal de cómo es. Se viste a diario con vaqueros y deportivas cómodas porque anda de aquí para allá todo el tiempo. Lleva el pelo corto como un muchacho y no es muy dada a maquillarse. Pero alguna noche he coincidido con ella en algún bar de copas y apenas he podido reconocerla, con su vestido que deja expuestas unas piernas que pocas veces he podido ver, sus zapatos de tacón, su pelo corto engominado y sus labios perfilados. Cuando se lo recuerdo ríe y me pregunta condescendiente si creo que a ella no le gusta ponerse guapa de vez en cuando. Entonces me explica el complicado ritual para elegir la ropa y los interminables momentos delante del espejo pasando revista a todo el conjunto. Yo protesto socarronamente y le reprocho que cuando ella queda conmigo no se arregla tanto. Entonces me mira con falsa ternura y responde que conmigo no necesita disfrazarse, que se muestra tal como es. Y ríe cuando le explico que no sé cómo tomarme eso.

            Andamos por la avenida y yo voy cabizbajo y ausente, con las manos en los bolsillos. Ahora es ella quien me mira fijamente durante un rato. Luego, sacándome de mis ensoñaciones, me dice que me ve atribulado, como si llevase el peso del mundo sobre mi espalda cual Atlas. Yo alabo su símil literario y tras unos vacilantes segundos le confieso el motivo de mis desesperos. Ando enfrascado con mi primera novela en la que uno de los principales personajes es una mujer. Le explico que no soy capaz de crear una figura creíble, que las mujeres son un auténtico misterio para mí y que cuanto más intento comprenderlas, más crece mi frustración. Ella ríe comprensiva y tira de mí hacia el interior de un café. Me dice que tiene que enseñarme algo.

            Nos sentamos en una mesa y ella saca de un viejo porta documentos un álbum de fotos y lo abre más o menos por la mitad. Luego me lo enseña y me pide que le describa lo que veo. Es la foto de una anciana sentada en una pequeña silla en la puerta de su casa. Va vestida con una gruesa bata y zapatillas de andar por casa. Entre sus huesudas y arrugadas manos sostiene un cesto de mimbre a medio acabar. Tiene el pelo completamente blanco y éste clarea en algunos puntos. Su cara llena de pliegues acentuados por una desdentada sonrisa de oreja a oreja, parece una pasa. Yo le cuento todo esto y ella aplaude alabando mi capacidad descriptiva. Luego pone el gesto serio y me conmina a continuar con la descripción. Yo le respondo que no hay mucho más que decir y ella, con tono maternal, me dice que le devuelva el álbum y que me siente a su lado. Y cuando lo hago empieza a contarme la historia de esa foto.

            La tomé durante las fiestas de un pueblo extremeño a las que acudiría un famoso personaje a dar el pregón. Se trataba de una pequeña localidad y yo me había pasado toda la mañana recorriéndola, tirando fotos con mi vieja cámara hasta que descubrí a una risueña anciana que se afanaba trenzando un cesto de mimbre. Me acerqué curiosa y le pregunté si podía hacerle alguna foto. La señora me respondió que sí, pero sólo si la sacaba guapa. Y lo dijo con una carcajada, tapándose la boca porque según ella se había olvidado los dientes dentro de casa.  No pude evitar contagiarme por aquella risa que incluso me impedía enfocar correctamente el objetivo. La anciana me indicó que me sentara a su lado, señalándome el escalón de la puerta de su casa. Sentada allí le sacaba más de una cabeza a la buena señora, menuda en todos los aspectos. Le pregunté cuánto tiempo llevaba tejiendo aquellos cestos y me indicó que más de setenta años, desde que era una niña. Luego señaló mi cámara y me comentó que esa era una bonita afición. Yo le contesté afirmativamente, pero que en mi caso, además, era la forma de ganarme la vida. Y luego, sin saber por qué comencé a hablarle de mi trabajo, de los países que había visitado, de las personas que había fotografiado, y ella asentía sin mirarme, interrogándome de vez en cuando sobre ésta u otra cuestión, mientras seguía ocupada en su quehacer. Entonces me contó que a ella también le hubiese gustado visitar todos esos países de los que yo le hablaba pero lo más lejos que estaba de su pueblo era cuando iba a visitar a sus nietos a la capital. En realidad lo que siempre había soñado era continuar sus estudios y haberse convertido en maestra. En el colegio le ponían muy buenas notas, pero se había casado muy joven y luego llegaron sus hijos. Cuatro varones y dos hembras tal como ella decía. Su marido trabajaba en el campo y ella tenía que dedicar todo su tiempo a cuidar de la casa, de sus hijos y seguir confeccionando aquellos cestos que no les daban mucho beneficio pero algo ayudaban. Yo le pregunté si en alguna ocasión se había arrepentido de no perseguir su sueño de dedicarse a la educación, pero ella rió de nuevo y me contestó que se había dedicado a la educación toda su vida, con sus hijos e incluso con su marido, que a pesar de ser un hombre honrado y trabajador, tenía poca cultura y menos luces.
            Seguimos hablando un buen rato hasta que de improviso colocó sobre mi regazo el cesto a medio terminar y me dijo que ahora me enseñaría a mí como se hacía. Yo le indiqué que se estaba haciendo tarde y debía proseguir con mis asuntos, pero ella se encabezonó y comenzó a darme instrucciones, poniendo sus manos callosas sobre las mías. Luego me pidió que le dejara mi cámara y se la colgó del cuello, poniendo los brazos en jarra y levantando la barbilla con gesto altivo. Entonces con una sonora carcajada concluyó: “ahora tú vas a hacer el cesto y yo voy a tirar fotos”. Contagiada de nuevo por la risa, acaté sus órdenes y comencé el proceso, tan natural para ella pero tan complicado para mí, llegando incluso a sudar la gota gorda, hasta que cogiendo de nuevo el cesto con las dos manos lo giró inspeccionando mi trabajo, para después devolverme mi cámara con un “zapatero a tus zapatos”. Nos despedimos de forma cariñosa y mientras me alejaba, me volví para echarle una última mirada comprobando que ella seguía a lo suyo, con una sonrisa en la cara.

            Yo vuelvo a mirar la foto interesado y empiezo a comprender, empiezo a ver algo más allá de la imagen plasmada en el papel fotográfico. Ella me observa con aire curioso y cuando levanto la vista me sonríe y sigue pasando páginas. Ahora me enseña la de una joven de unos veinte y pocos, de pelo rubio rizado y ojos azules. Tiene un piercing en la nariz y viste con ropa deportiva. Está de cuclillas y tiene una mano sobre una niña que sonríe mientras señala algo fuera de encuadre. Volvemos a repetir el proceso en el que yo le describo lo que veo y ella, acto seguido, me arrebata el álbum de las manos y empieza a explicarme lo que en realidad estoy viendo.

            Estoy realizando un reportaje fotográfico en un campamento para niños con discapacidades. Cuando la veo con su chándal, sus zapatillas y su pendiente en la nariz pienso en ella como una de esas jóvenes que se pasan el día mandando mensajes de móvil para hacer botellón o chateando con su novio. Está jugueteando con una niña con síndrome de Down. Le hace carantoñas y la niña ríe y luego la abraza. Mientras, le pregunto cómo empezó con este tipo de actividades. Ella me contesta que a causa de un chico, y que sí, que ya sé lo que estoy pensando, pero que es un poco más complicado. O no. Ella estaba totalmente enamorada de un joven algo más mayor que ella, maestro de educación especial que la animó a que probara un año esta experiencia. Para ella, la idea de pasar un verano junto a él se le antojaba irresistible. Así pues no lo dudó un instante y se embarcó en el proyecto, ilusionada por unos motivos totalmente erróneos. Una semana antes de empezar el campamento, aquel joven se echó una novia, compañera del instituto dónde impartía clases, y decidió abandonar el proyecto en pos de unas vacaciones con su nuevo amor. Ella lloró durante varios días, sintiéndose traicionada y estúpida por haberse comprometido con unas ideas que no eran las suyas. Sin embargo, ya sea por despecho o para demostrarle a aquel joven que estaba más comprometida que él con aquellos niños, decidió aventurarse a esa nueva experiencia. Y descubrió, una vez hubo vencido sus miedos iniciales, que no había nada más maravilloso que sentirse necesitada y querida, sin condiciones ni reproches. Mientras ella seguía jugando con la niña, le pregunté cuanto tiempo llevaba viniendo al campamento y ella me dijo que cuatro años. También le pregunté de qué forma había cambiado su vida esa experiencia. Ella simplemente me contestó mirándome fijamente: “ellos son mi vida”

            Pasamos toda la tarde repasando fotos, caras de mujeres de distinta edad, cultura y condición social, y yo me aventuro a ir un poco más allá, anticipándome a la historia, reinventándola y ella me mira complacida, asintiendo. Le pido que continúe con sus historias, pero ella sólo me indica que lo estoy haciendo bien.

            Antes de pasar la última página ella me detiene. Quiere saber si comprendo lo que está intentando explicarme. Yo me quedo pensativo, y finalmente aventuro que aquellas mujeres tienen sus propios sueños, anhelos y motivaciones. Algunas más ambiciosas y otras más simples. Unas se conforman con lo que tienen y otras en cambio aspiran a más. Entonces ella me pregunta si yo creo que estas personas sienten y piensan de un modo diferente a como yo lo hago. Sonrío y niego con la cabeza, mientras prosigue de esta forma: “Olvídate de los clichés. Ellos son los que nos separan y nos obligan a pensar que somos más diferentes de lo que nos demuestra la realidad. Céntrate en conocer a la persona y podrás aproximarte a lo que piensa y siente”. Acto seguido pasa la última página que muestra la foto de una mujer de unos treinta y pocos, con el pelo corto como el de un muchacho, sentada en el escalón de una casa. Se afana en trenzar un cesto de mimbre mientras saca la lengua en un gesto de concentración y esfuerzo. Aún así parece disfrutar sinceramente con lo que está haciendo. Yo levanto la vista con una sonrisa en los labios y ella, sacando la foto del álbum, me la entrega diciendo: “Te la regalo. Llévatela a casa e intenta descubrir cómo es la mujer que aparece en esta foto”

Novela, con N de Negra (5ª entrega)



4.

            La suite ocupaba la última planta del hotel, y sólo se podía acceder a ella a través de un ascensor privado. La estancia principal rezumaba lujo por los materiales nobles utilizados en su construcción, pero en cuanto a la decoración, ésta se limitaba a una ecléctica sucesión de muebles y objetos de indudable valor y cuestionable gusto, fruto seguramente del capricho de una joven de no más de veinte años que se limaba las uñas con expresión aburrida en un ostentoso diván. La muchacha, de pelo rizado y rubio, dirigió una mirada de desdén a Quentin cuando éste tomó asiento en un sofá chester color café. El detective comprobó que la mirada y el rostro de la joven representaban más edad de la que en verdad les correspondía.  Una puerta corredera que separaba la estancia se deslizó descubriendo la figura de O´Malley, que mostró una de sus mejores sonrisas cuando centró su atención en la figura de Quentin, y con un gesto de su mano le indicó que le acompañase al interior de lo que parecía un despacho.

            El Santo se encontraba detrás de un lujoso escritorio, con el auricular del teléfono pegado al oído y la mirada clavada en la portada de la última edición del Tribune que sostenía con la mano libre. Sólo cuando Quentin tomó asiento en una butaca de piel frente a Donnelly, éste levantó la vista para centrarla intensamente en la figura del detective. Su voz era pausada y se recreaba en dar toda clase de explicaciones sin elevar el tono de la conversación ni un solo momento. Quentin jamás había visto una actitud tan sumisa en Donnelly, acostumbrado a dar órdenes y no a justificarse, y en cierta forma le pareció gracioso. También le hizo pensar en la persona que se encontraba al otro lado del cable telefónico, y aventuró mentalmente un par de nombres con el suficiente poder como para que el Santo mostrase su rostro más prudente. Y posiblemente uno de ellos se correspondería con la persona interesada en el objeto de sus pesquisas. Después de disculpar su no asistencia así como la de O’Malley a algún tipo de evento, El Santo colgó el auricular lentamente sin apartar ni un momento los ojos, grises y fríos como el acero, de Quentin.

—¿Y bien muchacho? Creo que ya te has divertido suficiente. Es hora de cerrar un trato, ¿verdad? ¿Cuánto vale tu olfato de sabueso? —interrogó Donnelly entrecerrando los ojos de forma analítica.
—Ni toda tu fortuna sería suficiente para pagar mis servicios —aventuró de forma osada Quentin ante la mirada perpleja del Sonrisas, sentado en el filo del escritorio—. En cambio estoy muy interesado en conocer cuánto vale para tu influyente amigo un libro del que nadie ha oído hablar y que, por lo que yo sé, es posible que ni siquiera exista.

            El Santo entrelazó lentamente los dedos sobre el escritorio y sostuvo la mirada con Quentin durante lo que se le antojó al detective una eternidad. Sabía que estaba apostando muy fuerte y rezaba por que la gota de sudor que luchaba por abrirse paso a través de la piel de su sien no acabara resbalando hasta su mejilla, descubriendo el farol que acababa de lanzar.

—Sabes Jerry, no hay que ser muy listo para deducir que tú no estás haciendo esto por dinero —prosiguió Quentin —. Desde que acabó la ley seca juegas a convertirte en el ciudadano modelo de esta gran urbe, pero ni todo el dinero del mundo puede limpiar toda la sangre que mancha tus manos. No señor, para ello no hay nada mejor que asociar tu nombre a cada uno de los negocios legales que se emprenden en la ciudad. Pero esos negocios no los crean gente como tú, ¿eh Jerry? Los crea gente que necesita socios que les allanen el camino y les hagan el trabajo sucio. Y ahí si entras en juego. Así ambos sacáis provecho de una relación que va más allá del aspecto económico. Yo en cambio tengo ambiciones más materiales.
—Mira Quentin —interrumpió el Sonrisas mientras se levantaba del escritorio y se colocaba a la espalda del detective apoyando las manos sobre sus hombros—. Tu verborrea empieza a asemejarse a la de cualquier político. De hecho podía presentarte a algunos a los que les tuvimos que refrescar las ideas. Si tienes la amabilidad de acompañarme al puerto los conocerás en seguida.
—Cálmate Sonrisas —tranquilizó el Santo, que había relajado la expresión—. ¿No te das cuenta? Nuestro amigo no es un político. Es un hombre de negocios, o por lo menos está hablando como tal, ¿verdad Quentin? Y como hombres de negocios ambos estamos condenados a entendernos.

            O’Malley ocupó el sillón junto al de Quentin sin apartar la mirada circunspecta de la figura del detective a pesar de que éste no le prestaba ninguna atención.

—Comprenderás, como buen profesional de tu oficio, que no puedo revelarte el nombre de mi socio, pero sí te garantizo que el precio no será ningún problema —convino el Santo—. De la misma forma no hará falta que recalque que una vez que cerremos el trato no esperaremos menos que el éxito en tu empresa, porque si no es así, este país no será lo suficientemente grande como para que te escondas en él. ¿Me he explicado lo suficientemente claro, Quentin?
—Como un libro abierto —bromeó el detective al tiempo que se levantaba de su asiento dedicando una despreocupada mirada al nombre que se mencionaba en la portada del periódico que momentos antes había ocupado la atención de Donnelly—. Se me olvidaba una cosa. No creo que necesites poner tras mis pasos a ese par de zoquetes que me han acompañado hasta aquí. Porque si los veo de nuevo husmeando mi rastro, comprenderé que ya no son necesarios mis servicios.
—No hay problema Quentin —convino Donnelly mientras dirigía una dura mirada hacia O’Malley, que se revolvió inquieto en el sillón.

            El detective respiró hondo una vez estuvo en el exterior del hotel. Sacó sus manos de los bolsillos y observó el temblor que las recorría, debido en gran parte a la tensa reunión que había mantenido. Conociendo los antecedentes de Donnelly, podía salir de todo este asunto con una buena fortuna. Pero también podía acabar sirviendo de comida a los peces. De una forma o de otra, su situación actual no era mucho mejor que veinticuatro horas atrás, aunque en cierta forma se podría considerar más prometedora, siempre y cuando jugase bien sus cartas. Y la primera mano se repartiría en la inauguración de un rascacielos en pleno centro de la ciudad.

            Rose se había maquillado y se había hecho la permanente. Cuando le sirvió la comida a Quentin se desembarazó del delantal y se ajustó el busto en un bonito y apretado vestido rojo. Todos los ocupantes de la barra lanzaban furtivas miradas a su generoso perfil. Todos excepto el detective, que jugaba con el tenedor al igual que un niño, mientras el color de la tez de Rose se tornaba del mismo color que su vestido ante la indiferencia de Quentin.

—Rose, en esas páginas de sociedad que tanto te gusta leer cuando vas a la peluquería… ¿hablan sobre inauguraciones? —interrogó Quentin sin apartar la vista del plato.
—¿A qué te refieres con inauguraciones? —respondió de mala gana con otra pregunta.
—Ya sabes, barcos, edificios, toda clase de actos donde se reúnen los peces gordos de la ciudad —prosiguió Quentin.
—Supongo que te refieres a los cócteles que se ofrecen después de las inauguraciones. De eso si que se habla en las páginas de sociedad —concedió Rose.
—¿Qué te parece si tu y yo nos damos una vuelta por uno de esos cócteles mañana? —propuso Quentin.
—Eso sería digno de ver… ¡Quentin el tramposo y Rose la fulana codeándose con la alta sociedad, ja! ¿Y a qué hora pasará el chófer a recogerme? —interrogó Rose sarcásticamente.
—No habrá chófer. Tendrás que conformarte conmigo —se disculpó Quentin mientras se levantaba y dejaba un par de billetes junto al plato de comida casi intacto.
—Pero estás bromeando, ¿verdad? —tartamudeó Rose.
—Claro que no. Pasaré a las doce en punto. Ponte un vestido bonito —concluyó Quentin tras lanzarle una última mirada mientras abandonaba la cafetería.

            Rose sólo alcanzó a mirarse en un espejo tras lo cual tornó la expresión de perplejidad por otra de indignación mientras soltaba toda clase de improperios a la figura del detective que ya se perdía entre la multitud.



5.

—¿Su nombre por favor? —preguntó el encargado de la sala.
—John O’Malley —respondió Quentin con una enorme sonrisa en sus labios, mientras pasaba un brazo sobre los hombros de una pálida Rose.

            Después de un repaso a la interminable lista, el encargado, y hombre de mediana edad impecablemente vestido con un traje negro, les indicó con una radiante sonrisa y un gesto del brazo que tenían el camino expedito.

—¿Te has vuelto loco Quentin? —reprochó Rose mientras se zafaba enérgicamente del brazo del detective—. Hacerte pasar por un rufián de ese calibre ¿En qué estabas pensando?
—Pensaba en la mejor forma de colarnos en una fiesta a la que no hemos sido invitados —contestó divertido Quentin—. Y lo cierto es que funcionó.
—Conseguirás meternos en un buen lío. ¿Cómo sabías que su nombre estaba en la lista?
—No lo sabía realmente, pero ya sabes que me gusta farolear —respondió encogiéndose de hombros—. Fíjate en la cantidad de invitados y lo enorme que es la sala. No será muy difícil camuflarnos entre los invitados.

            La estancia, el recibidor mismo del edificio, presentaba un aspecto diáfano roto solamente por la presencia de las columnas donde se asentaba la estructura. Todo ello estaba revestido de un lujoso mármol travertino. Quentin detuvo con la mano a un camarero que se afanaba con una bandeja llena de copas de un seguramente caro champán, y cogiendo dos de aquellas copas le ofreció una a Rose que la apuró de un trago ante la curiosa mirada del camarero.

—Quentin, voy a necesitar algo más fuerte que esto para calmarme, ¿entiendes lo que quiero decir? —indicó Rose mientras agarraba otra copa.
—No te preocupes pequeña. Sólo quiero echar un vistazo al ambiente que se respira por aquí —le contestó tratando de tranquilizarla—. Intenta relajarte y disfruta de la fiesta.

            Mientras Rose se aprovisionaba de otra copa de champán, Quentin se deslizó entre un grupo de asistentes que mantenían una animada charla con la esperanza de cazar al vuelo algún chismorreo interesante sobre el anfitrión. Poco o nada se sabía de la vida de Arthur Highsmith antes de la década de los treinta. Se rumoreaba que en su juventud había recorrido medio mundo como integrante de la tripulación de un barco mercante, y que había amasado una respetable fortuna en negocios de discutible legalidad. Pero todas aquellas suposiciones e historias se convertían en humo cuando se intentaba profundizar en ellas. Lo único sólido por conocido era que un respetable caballero del viejo continente había invertido un importante capital adquiriendo bienes inmuebles a bajo precio durante la Gran Depresión. Y hoy en día era dueño de medio distrito este mientras su imperio crecía de forma exponencial, con paso firme, sin dar ni un solo traspiés en cada una de las decisiones que había tomado. Algunos lo consideraban como el hombre más afortunado del país. Otros veían en él a un auténtico visionario de los negocios. De cualquier forma en aquella ciudad nadie triunfaba sólo con tener buen olfato para las oportunidades. Cualquier artesano que quiera tallar un buen artículo necesita las herramientas adecuadas para hacerlo. Y un buen empresario necesita buenos socios que le allanen el camino en cualquier negociación. Aunque haya que dejar a un lado los escrúpulos, que en demasiadas ocasiones no casan bien con los buenos negocios.

            Highsmith debía rondar los setenta pero se movía entre los invitados con la soltura y vitalidad de un veinteañero. Vestía un elegante esmoquin negro que contrastaba con la palidez de su piel y la blancura de su cabello. Como buen anfitrión andaba estrechando manos de forma distraída, intercambiando educadamente algunas palabras con todo aquel que se cruzaba en su camino. Cuando atravesó la sala se reunió con una esbelta joven vuelta de espaldas a la que rodeó con un brazo en actitud cariñosa. Dado que no tenía descendencia, Quentin aventuró que debía tratarse de la señora Highsmith. O tal vez se trataba de la señora Harris, como comprobó cuando la joven se volvió descubriendo el atractivo rostro y la desafiante barbilla que el detective había conocido días atrás en su propio despacho. Algo tan sorprendente y desconcertante que hizo sentir a Quentin como el convidado de piedra de un drama griego.

—Me gustaría que pudieras verte la cara ahora Quentin —comentó con sorna Rose, que andaba bastante achispada con su quinta o sexta copa de champán en la mano—. Pareces un niño pequeño que acaba de descubrir que Santa Claus no existe.

            Caminaba absorto en sus propias tribulaciones, mientras Rose se agarraba a su brazo intentando mantener el equilibrio lo más dignamente posible. Anochecía y llevaban así bastante tiempo, sin cruzar ni una sola palabra, cuando ella empezó a sollozar, lo que trajo de vuelta de sus ensoñaciones al detective, que la miró de reojo mientras empezaba a sentirse realmente incómodo. Nunca se le había dado bien consolar a una mujer, especialmente cuando desconocía el origen de su desconsuelo. Lo único que aventuró a hacer fue rodearla con el brazo, venciendo la inicial reticencia de Rose.

—No llores. Se te correrá el rímel y hoy estás demasiado guapa para arruinarlo de esa forma —balbuceó torpemente el detective.

            Quentin insistió en acompañarla hasta su apartamento y mientras Rose se tumbaba en el sofá, él le preparó un té bien caliente. Pero cuando le acercó la taza descubrió que ella se había dormido. Así pues se acomodó en una silla, observando con ternura la silueta de la mujer.

—Me gustaría poder decirte que todos nuestros problemas desaparecerán en unos días —susurró Quentin—. Que nadie te volverá a mirar por encima del hombro, que ya no tendrás que preocuparte de las facturas, que seré yo la persona que te sacará de esta miseria. Pero ni yo mismo creería mis propias palabras.

            Quentin arropó con una manta a Rose y tras besarla delicadamente en la frente abandonó el apartamento para hundirse en una copiosa lluvia y en sus elucubraciones. Andaba dándole vueltas al misterio que encerraba el hecho de que un matrimonio acudiese por separado, y seguramente a espaldas uno del otro, a contratar los servicios, directa o indirectamente, de un detective de medio pelo. Todo ello para hacerse con la propiedad de un libro de un escritor desconocido del que probablemente sólo existía una copia. Se preguntaba si el señor Highsmith sabía de las indagaciones de su esposa, y si ésa era la causa por la que su circunstancial socio, Donnelly, había acudido a contratar sus servicios. Eso daría un nuevo enfoque a la investigación, y planteaba muchas más preguntas de las que Quentin se sentía con ganas de afrontar aquella noche, por lo que encaminó sus pasos hacia su despacho donde trataría de preparar la entrevista que mantendría con la señora Harris-Highsmith al día siguiente. El debería entregar un informe con sus pesquisas, y ella tendría que aclararle algunas cuestiones.

            Una débil luz atravesaba el cristal traslúcido de la puerta de su despacho. Quentin vaciló por un momento. No estaba armado, pero probablemente la persona que le estuviera esperando dentro sí. Pero por otro lado, el hecho de ver la luz encendida le sugería la posibilidad de que su inesperado invitado no buscase una confrontación, o bien  no esperase el regreso repentino del anfitrión. Cualquiera que fuera la respuesta, el detective lo averiguaría enseguida. Giró lentamente el pomo de la puerta, cuya cerradura había sido forzada. Cuando separó la mano, pudo comprobar a la débil luz que ésta se encontraba manchada de sangre, lo cual aumentó su alarma y le predispuso a encontrarse en la peor situación.

            La figura recostada en el sillón de su despacho tenía la barbilla apoyada sobre el pecho, oculta la cara por el ala del sombrero, empapado y goteando, lo que le indicó que no había transcurrido demasiado tiempo desde que el intruso había irrumpido en la estancia. La ensangrentada mano derecha, que empuñaba un colt, descansaba en el regazo, mientras que la otra lo hacía en el brazo del sillón. Se acercó con toda la precaución de la que fue capaz, pendiente de cualquier reacción en la aparentemente inerte figura. Con los dedos índice y medio buscó la carótida para comprobar que su invitado había abandonado prematuramente la fiesta. Apartó el sombrero para descubrir el perfil aguileño del Holandés, cuyas gafas de alambre habían resbalado hasta la punta de la nariz, dándole el aire de una persona que se ha dormido leyendo un libro. Con un pañuelo desprendió el arma de la mano del fallecido, sólo por precaución, y retrocedió dos pasos para tomar consciencia de la situación. La pequeña lámpara del escritorio arrojaba luz sobre un paquete envuelto en periódico, y sobre éste, una nota ensangrentada con la leyenda: “Espero que tengas mejor suerte, muchacho.” Quentin desenvolvió el paquete encontrándose con un voluminoso tomo lujosamente encuadernado. El nombre del autor coincidía, y el detective observó al finado con cierto profesional respeto. Poco más de un día había necesitado el viejo Holandés para tener éxito en una empresa que por momentos a él se le había antojado imposible. Pasó su mano por la cubierta del libro y una extraña sensación inundó sus sentidos. Se le antojó estar acariciando la piel de un ser vivo, sensible al tacto de la yema de sus dedos. Cuando lo abrió comprobó que muchas de sus hojas aún estaban en blanco, como si contuviese una historia inacabada, y decidió leer el último párrafo.

El detective se entretuvo en la lectura del último párrafo, ajeno a la silueta de los dos hombres que se acercaban tratando de no hacer ruido. El Gancho y el Pelirrojo blandían sendas automáticas y se preparaban para usarlas y así acabar el trabajo que su jefe les había encomendado…        

            Un petrificado Quentin logró girar la cabeza lo justo para ver el cañón del arma empuñada por Lenny asomando por la puerta, y de forma instintiva lanzó el libro contra la lámpara del escritorio agarrando el colt del Holandés, justo momentos antes de que un estruendoso fogonazo iluminara brevemente la habitación, ahora en penumbra. La bala pasó silbando junto a su oreja y él rodó por encima de la mesa parapetándose detrás de la misma. Un segundo fogonazo indicó al detective la situación de los agresores que iniciaban un movimiento de aproximación intentando rodear el escritorio, pero un disparo del colt detuvo el avance de la figura más voluminosa que cayó al suelo de forma pesada. Un segundo disparo pareció impactar en la segunda figura, que con un quejido y una maldición retrocedió buscando la puerta para escapar tambaleante. Aún con el corazón luchando por salir de su pecho, Quentin distinguió cómo las pisadas del segundo asaltante resonaban bajando por las escaleras por lo que con extremada cautela, apuntando al bulto aparente inmóvil en el suelo, palpó la pared en busca del interruptor general. La bombilla del techo arrojó luz sobre la figura de Tommy el Gancho, cuyo voluminoso cuerpo extendido boca abajo todo lo largo en el suelo asemejaba la piel de tigre que decoraba la sala de estar de algún personaje de la alta sociedad. Quentin miró el revólver con aprensión y lo dejó sobre la mesa. Luego se agachó sobre el cuerpo de Tommy, bajo el cual ya se había formado un enorme charco carmesí. Buscando el pulso confirmó la muerte del hombre del Santo. Seguramente un disparo en el corazón. Sin duda el mejor que había efectuado en su vida. Cuando giró la cabeza vio el libro en un rincón de la sala, abierto por la última página escrita, esperando burlón a que su anonadado lector lo recogiera. Así lo hizo Quentin, y prosiguió leyendo mientras que el sinsentido de la situación iba dando paso a un sentimiento de terror que le erizó todo el vello del cuerpo.

“Una vez Quentin comprobó que no se estaba volviendo loco, decidió hacer funcionar su cerebro y limpiando cuidadosamente sus huellas del colt del Holandés, colocó el arma en la mano de su legítimo dueño. Esto quizá no explicase la razón por la que aquellos hombres se habían liado a tiros en su despacho, pero sin duda le daría el tiempo suficiente para poner pies en polvorosa. Cuando Lenny pusiera a Donnelly en antecedentes, el Santo pondría patas arriba la ciudad para encontrarle…”
           
            Después de preparar la escena lo mejor que pudo, devolviendo el colt a la fría mano de su legítimo dueño, Quentin envolvió el libro y lo guardó en una cartera de mano. Acto seguido abrió el último cajón de su escritorio extrayendo un doble fondo donde encontró un revólver del calibre 22 que metió en el bolsillo de su gabardina. Y lanzándose escaleras abajo rezó para que Donnelly tardase un tiempo prudencial en reaccionar.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Novela, con N de Negra (4ª entrega)



3.

            Eran las siete y media cuando recorría el boulevard de la zona centro. La ciudad se desperezaba con el trasiego de los camiones que descargaban su mercancía en las puertas de los distintos negocios que se preparaban a recibir a centenares de clientes. El país se recuperaba poco a poco de uno de sus episodios más negros, y una buena prueba de ello era aquél espíritu consumista que parecía invadir a la población de las distintas ciudades. La lluvia, omnipresente días atrás, había limpiado el ambiente de una boyante ciudad industrial, en constante cambio que se elevaba hasta el cielo como si levantase sus brazos hacia un dios invisible al que reivindicar su emancipación de todo aquello que coartase su imparable progreso.

            Quentin avanzaba esquivando los charcos que la lluvia había formado en el irregular firme de la acera, ignorando la frenética actividad que le rodeaba. Tenía poco tiempo hasta la reunión con el Santo y su mente trabajaba a toda prisa planificando la estrategia más adecuada para salir de aquel brete de una sola pieza. Para ello debía ir siempre un paso por delante del hombre más poderoso de la ciudad, y eso significaba dar esquinazo a los dos torpes “sabuesos” que el irlandés había soltado tras sus huellas. Sonrió al pararse frente a un escaparate para observar con despreocupación los cómicos esfuerzos por pasar desapercibidos que intentaban poner en práctica tanto Tommy “Gancho” Byrne como Lenny “Pelirrojo” Barrett. El primero, grande y pesado como un oso, al contrario que el segundo, delgado y nervioso como una lagartija. Y ambos con el cerebro del tamaño de una nuez. Quentin no había dudado en ningún momento que el Santo enviaría alguno de sus muchachos para tener controladas sus pesquisas, pero al comprobar la identidad de éstos se sintió en cierta forma decepcionado. Pensaba que tendrían en más alto concepto sus habilidades profesionales. A pesar de todo ello no le convenía en absoluto llevar equipaje molesto en su pequeña incursión en el bazar de las oportunidades de la calle Madison. Dekker, el holandés, era un tipo bastante desconfiado y no hacía buenas migas con la gente de Donnelly, por lo que decidió que necesitaba un buen afeitado y un corte de pelo. 

            La barbería del viejo Joe se encontraba a menos de una manzana de la oficina de Dekker y era tan buena como cualquier otra, siempre y cuando no se le tuviera demasiado aprecio al propio gaznate. Como sospechaba, Joe dormitaba en uno de los sillones, con una novela barata abierta en su regazo. Quentin colgó el sombrero y la gabardina en el perchero, bien a la vista a través del cristal de la puerta de entrada, y se dirigió hacia la puerta trasera del establecimiento que daba a un callejón a pocos metros de la calle State. La gran rotulación del ventanal de la barbería, impediría a sus dos torpes y circunstanciales acompañantes vislumbrar con claridad el interior del local, así que confió en que el burdo engaño le diera al menos media hora de ventaja, lo justo para regalar una visita a uno de los mayores traficantes de objetos robados de toda la ciudad.

            La tienda de empeño del holandés olía a moho y a decepción. Vitrinas cubiertas de polvo exponían un pedazo de cientos de anónimas vidas. Una pequeña etiqueta adherida a cada artículo ponía precio a unos sueños que cambiarían de dueño tan pronto como el liviano peso de unos cuantos billetes contentaran al anfitrión de la fiesta. Pero lo que de verdad interesaba a Quentin se encontraba en un sótano bajo la trastienda, el auténtico objeto del negocio de Thomas Dekker, un emigrante holandés antiguo socio de Dolan en el lucrativo negocio del whisky de contrabando. Un sótano totalmente diáfano albergaba un tercio de toda la mercancía robada de la ciudad. Dicha mercancía estaba constituida principalmente por todo tipo de objetos de coleccionista sustraídos de lujosas mansiones con el beneplácito del personal de servicio y la indulgencia de la policía que obtenían una generosa retribución.

—¿Has venido a recuperar tu reloj, Quentin? —resonó una voz detrás del detective—. Debo advertirte que el precio ha subido un poco.
—Veo que ese trozo de hojalata que te entregué por unos pavos no es artículo de éxito.
—No, maldita sea. Se paró a los pocos minutos de dejármelo en prenda. Creo que decidió que era tiempo de descansar en paz una vez que te perdió de vista. Es lo que pasa cuando vives siempre con las horas contadas —soltó el holandés mientras exhalaba el humo de su cigarrillo.
—Puede que después de todo te lo recompre. Podría buscar a alguien que lo arreglase. Le tengo cariño. Siempre retrasaba la hora lo justo. Me encantan los relojes con personalidad —Quentin también encendió un cigarrillo de su pitillera.
—Pero tú no has venido a comprar un reloj ¿eh Quentin? —replicó Dekker escudriñando con sus diminutos ojos de arriba abajo al detective—. No llevas gabardina ni sombrero, y las perneras de tus pantalones están manchadas de barro. Has venido de forma apresurada sin prestar atención a los charcos.
—¿Es que vas a empezar a hacerme la competencia? Somos demasiados investigadores en esta ciudad y no creo que te saliera muy rentable. Mucho trabajo y poco dinero. No es tu estilo decididamente.
—No hace falta que lo jures. No hay más que ver la marca de cigarrillo que gastas —rió entre dientes mientras le ofrecía uno de los suyos a Quentin—. Bien, desembucha…
—Tienes una estupenda colección aquí, Thomas. Mucha gente lo ha pasado mal, pero ahora que las cosas van mejorando el negocio sube como la espuma, ¿no es así? Pero a decir verdad todas estas cosas son bagatela —Quentin hablaba a medida que inspeccionaba las vitrinas donde el holandés exponía sus artículos—. Yo estoy interesado en artículos de lujo. He tenido un golpe de suerte y quiero comprobar lo que siente el que puede darse un capricho.
—¿Un golpe de suerte? ¿Tú? No me hagas reír Quentin. Tú no ganarías una mano ni con un póquer de ases. A demás se rumorea que Flanegan te anda buscando por un par de miles.
—Te han informado mal Thomas. Flanegan y yo somos como hermanos, uña y carne. Seguramente me estará buscando para darme la enhorabuena –respondió de forma irónica—. Pero permíteme que volvamos a nuestro asunto. Digamos que estoy buscando algo caro, exclusivo y difícil de encontrar. Algo que cualquier coleccionista desearía poseer.
—¿Podrías concretar algo más, o quieres que empecemos a jugar a las adivinanzas?
—Échale un vistazo a esto —dijo Quentin acercándole una amarillenta página perteneciente a una libreta.
—¿Un libro? —inquirió arqueando las cejas de una forma exagerada—. ¿Me haces perder mi valioso tiempo por un cochino libro, escrito por un andrajoso muerto de hambre que un día pensó que lo que escribía podría interesarle a alguien?
—Antes de que tu cara enrojezca aún más —replicó Quentin alzando las manos en un gesto conciliador— me gustaría poner en tu conocimiento que hay gente importante tras la pista de este artículo en cuestión. Entre ellos un viejo y poderoso amigo tuyo.
—¿No estarás hablando de quien yo creo, verdad Quentin? —una sonrisa se empezaba a dibujar en el rostro del holandés.
—¿Y si así fuera, Thomas? ¿Supondría un estímulo extra para ponerse manos a la obra? —respondió Quentin con aire despreocupado.
—Conozco a un par de ratones de biblioteca que podrían ayudarnos…


            Quentin se ajustó el ala del sombrero y tras dirigir una última mirada a la soñolienta figura del viejo Joe salió a la calle con aire despreocupado, justo para darse de bruces con la inmensa mole del Gancho.

—¿Qué hay de nuevo Tommy? Te ves bien desde aquí abajo —saludó amistosamente Quentin—. ¿Has roto algún cráneo últimamente?
—Aún no Quentin, pero nunca es tarde para empezar —respondió Byrne atenazando con su enorme mano el hombro del detective, provocando que éste apretase los dientes ahogando un quejido.
—Me alegra que te hayas arreglado para ver al jefe —gritó Lenny desde el coche—. ¿Porque no habrás olvidado la cita con el Santo, verdad?
—Claro que no Pelirrojo, y me venís al pelo, porque es una larga caminata… —observó Quentin mientras era literalmente empujado al interior del automóvil.