Reclina la cabeza sobre la ventanilla del autobús y
entrecierra los ojos dejando que los rayos del sol bañen su rostro. Como quiera
que yo no le quito ojo de encima, me mira de reojo levantando una ceja
interrogante. Sabe muy bien lo que yo siento y nuestros encuentros se han
convertido en un intrincado juego del gato y el ratón. Y ella se encuentra
cómoda interpretando su papel, hasta que la cosa se pone seria. Entonces aparta
la vista y empieza a hablar sin dirigirse a mí directamente, utilizando
multitud de símiles y metáforas que yo intento descifrar sin éxito. Pero el
mensaje es claro. La partida quedará en tablas. Y una vez cumplido el ritual
nos disponemos a disfrutar de nuestra mutua compañía frente a una buena botella
de vino, como lo hacen dos buenos amigos.
No se separa ni un momento de su cámara de fotos. No es
la que utiliza para trabajar, una cámara digital enormemente cara que paga a
plazos, sino una vieja cámara analógica para la que cada vez le resulta más
difícil encontrar carretes. Yo le pregunto qué diferencia hay entre una y otra
y me explica, pacientemente, que la primera es fundamental para su trabajo. Es
rápida, hace casi todo el trabajo por ti y si la conecta al portátil puede
enviar su trabajo a la editorial en un santiamén. Pero la segunda es capaz de
tirar una foto tal como ella quiere que salga, porque primero imagina como será
la composición. Yo bromeo con todo eso y entre risas le digo que está
exagerando. Pero ella se me queda mirando un rato con gesto inexpresivo y luego
arruga la nariz. Toso y tomo un sorbo de vino. Creo que me estoy metiendo en
terreno pantanoso.
Se levanta para ir al baño y la observo alejarse. Es un
auténtico torbellino de vitalidad y nunca puede estarse quieta. Planifica,
organiza y dirige a su antojo y sólo tienes dos opciones, dejarte engullir por
dicho torbellino o escapar y ponerte a salvo de su influjo. Yo elegí lo primero
¿Qué otra opción tenía? Y sin embargo conozco muy poco sobre ella. No da muchas
facilidades y con lo poco que deja entrever podrías llegar a hacerte una imagen
irreal de cómo es. Se viste a diario con vaqueros y deportivas cómodas porque
anda de aquí para allá todo el tiempo. Lleva el pelo corto como un muchacho y
no es muy dada a maquillarse. Pero alguna noche he coincidido con ella en algún
bar de copas y apenas he podido reconocerla, con su vestido que deja expuestas
unas piernas que pocas veces he podido ver, sus zapatos de tacón, su pelo corto
engominado y sus labios perfilados. Cuando se lo recuerdo ríe y me pregunta
condescendiente si creo que a ella no le gusta ponerse guapa de vez en cuando.
Entonces me explica el complicado ritual para elegir la ropa y los interminables
momentos delante del espejo pasando revista a todo el conjunto. Yo protesto socarronamente
y le reprocho que cuando ella queda conmigo no se arregla tanto. Entonces me
mira con falsa ternura y responde que conmigo no necesita disfrazarse, que se
muestra tal como es. Y ríe cuando le explico que no sé cómo tomarme eso.
Andamos por la avenida y yo voy cabizbajo y ausente, con
las manos en los bolsillos. Ahora es ella quien me mira fijamente durante un
rato. Luego, sacándome de mis ensoñaciones, me dice que me ve atribulado, como
si llevase el peso del mundo sobre mi espalda cual Atlas. Yo alabo su símil
literario y tras unos vacilantes segundos le confieso el motivo de mis
desesperos. Ando enfrascado con mi primera novela en la que uno de los principales
personajes es una mujer. Le explico que no soy capaz de crear una figura
creíble, que las mujeres son un auténtico misterio para mí y que cuanto más
intento comprenderlas, más crece mi frustración. Ella ríe comprensiva y tira de
mí hacia el interior de un café. Me dice que tiene que enseñarme algo.
Nos sentamos en una mesa y ella saca de un viejo porta documentos
un álbum de fotos y lo abre más o menos por la mitad. Luego me lo enseña y me
pide que le describa lo que veo. Es la foto de una anciana sentada en una
pequeña silla en la puerta de su casa. Va vestida con una gruesa bata y
zapatillas de andar por casa. Entre sus huesudas y arrugadas manos sostiene un
cesto de mimbre a medio acabar. Tiene el pelo completamente blanco y éste clarea
en algunos puntos. Su cara llena de pliegues acentuados por una desdentada
sonrisa de oreja a oreja, parece una pasa. Yo le cuento todo esto y ella
aplaude alabando mi capacidad descriptiva. Luego pone el gesto serio y me
conmina a continuar con la descripción. Yo le respondo que no hay mucho más que
decir y ella, con tono maternal, me dice que le devuelva el álbum y que me
siente a su lado. Y cuando lo hago empieza a contarme la historia de esa foto.
La tomé durante las
fiestas de un pueblo extremeño a las que acudiría un famoso personaje a dar el
pregón. Se trataba de una pequeña localidad y yo me había pasado toda la mañana
recorriéndola, tirando fotos con mi vieja cámara hasta que descubrí a una
risueña anciana que se afanaba trenzando un cesto de mimbre. Me acerqué curiosa
y le pregunté si podía hacerle alguna foto. La señora me respondió que sí, pero
sólo si la sacaba guapa. Y lo dijo con una carcajada, tapándose la boca porque
según ella se había olvidado los dientes dentro de casa. No pude evitar contagiarme por aquella risa
que incluso me impedía enfocar correctamente el objetivo. La anciana me indicó
que me sentara a su lado, señalándome el escalón de la puerta de su casa. Sentada
allí le sacaba más de una cabeza a la buena señora, menuda en todos los
aspectos. Le pregunté cuánto tiempo llevaba tejiendo aquellos cestos y me
indicó que más de setenta años, desde que era una niña. Luego señaló mi cámara
y me comentó que esa era una bonita afición. Yo le contesté afirmativamente,
pero que en mi caso, además, era la forma de ganarme la vida. Y luego, sin
saber por qué comencé a hablarle de mi trabajo, de los países que había
visitado, de las personas que había fotografiado, y ella asentía sin mirarme,
interrogándome de vez en cuando sobre ésta u otra cuestión, mientras seguía
ocupada en su quehacer. Entonces me contó que a ella también le hubiese gustado
visitar todos esos países de los que yo le hablaba pero lo más lejos que estaba
de su pueblo era cuando iba a visitar a sus nietos a la capital. En realidad lo
que siempre había soñado era continuar sus estudios y haberse convertido en
maestra. En el colegio le ponían muy buenas notas, pero se había casado muy
joven y luego llegaron sus hijos. Cuatro varones y dos hembras tal como ella
decía. Su marido trabajaba en el campo y ella tenía que dedicar todo su tiempo
a cuidar de la casa, de sus hijos y seguir confeccionando aquellos cestos que
no les daban mucho beneficio pero algo ayudaban. Yo le pregunté si en alguna
ocasión se había arrepentido de no perseguir su sueño de dedicarse a la
educación, pero ella rió de nuevo y me contestó que se había dedicado a la educación
toda su vida, con sus hijos e incluso con su marido, que a pesar de ser un
hombre honrado y trabajador, tenía poca cultura y menos luces.
Seguimos
hablando un buen rato hasta que de improviso colocó sobre mi regazo el cesto a
medio terminar y me dijo que ahora me enseñaría a mí como se hacía. Yo le indiqué
que se estaba haciendo tarde y debía proseguir con mis asuntos, pero ella se
encabezonó y comenzó a darme instrucciones, poniendo sus manos callosas sobre
las mías. Luego me pidió que le dejara mi cámara y se la colgó del cuello,
poniendo los brazos en jarra y levantando la barbilla con gesto altivo. Entonces
con una sonora carcajada concluyó: “ahora tú vas a hacer el cesto y yo voy a
tirar fotos”. Contagiada de nuevo por la risa, acaté sus órdenes y comencé el
proceso, tan natural para ella pero tan complicado para mí, llegando incluso a
sudar la gota gorda, hasta que cogiendo de nuevo el cesto con las dos manos lo
giró inspeccionando mi trabajo, para después devolverme mi cámara con un
“zapatero a tus zapatos”. Nos despedimos de forma cariñosa y mientras me
alejaba, me volví para echarle una última mirada comprobando que ella seguía a
lo suyo, con una sonrisa en la cara.
Yo vuelvo a mirar la
foto interesado y empiezo a comprender, empiezo a ver algo más allá de la
imagen plasmada en el papel fotográfico. Ella me observa con aire curioso y
cuando levanto la vista me sonríe y sigue pasando páginas. Ahora me enseña la
de una joven de unos veinte y pocos, de pelo rubio rizado y ojos azules. Tiene
un piercing en la nariz y viste con ropa deportiva. Está de cuclillas y tiene
una mano sobre una niña que sonríe mientras señala algo fuera de encuadre. Volvemos
a repetir el proceso en el que yo le describo lo que veo y ella, acto seguido,
me arrebata el álbum de las manos y empieza a explicarme lo que en realidad estoy
viendo.
Estoy
realizando un reportaje fotográfico en un campamento para niños con discapacidades.
Cuando la veo con su chándal, sus zapatillas y su pendiente en la nariz pienso
en ella como una de esas jóvenes que se pasan el día mandando mensajes de móvil
para hacer botellón o chateando con su novio. Está jugueteando con una niña con
síndrome de Down. Le hace carantoñas y la niña ríe y luego la abraza. Mientras,
le pregunto cómo empezó con este tipo de actividades. Ella me contesta que a
causa de un chico, y que sí, que ya sé lo que estoy pensando, pero que es un
poco más complicado. O no. Ella estaba totalmente enamorada de un joven algo
más mayor que ella, maestro de educación especial que la animó a que probara un
año esta experiencia. Para ella, la idea de pasar un verano junto a él se le
antojaba irresistible. Así pues no lo dudó un instante y se embarcó en el
proyecto, ilusionada por unos motivos totalmente erróneos. Una semana antes de
empezar el campamento, aquel joven se echó una novia, compañera del instituto
dónde impartía clases, y decidió abandonar el proyecto en pos de unas
vacaciones con su nuevo amor. Ella lloró durante varios días, sintiéndose
traicionada y estúpida por haberse comprometido con unas ideas que no eran las
suyas. Sin embargo, ya sea por despecho o para demostrarle a aquel joven que
estaba más comprometida que él con aquellos niños, decidió aventurarse a esa
nueva experiencia. Y descubrió, una vez hubo vencido sus miedos iniciales, que
no había nada más maravilloso que sentirse necesitada y querida, sin
condiciones ni reproches. Mientras ella seguía jugando con la niña, le pregunté
cuanto tiempo llevaba viniendo al campamento y ella me dijo que cuatro años.
También le pregunté de qué forma había cambiado su vida esa experiencia. Ella
simplemente me contestó mirándome fijamente: “ellos son mi vida”
Pasamos toda la tarde
repasando fotos, caras de mujeres de distinta edad, cultura y condición social,
y yo me aventuro a ir un poco más allá, anticipándome a la historia, reinventándola
y ella me mira complacida, asintiendo. Le pido que continúe con sus historias,
pero ella sólo me indica que lo estoy haciendo bien.
Antes de pasar la última página ella me detiene. Quiere
saber si comprendo lo que está intentando explicarme. Yo me quedo pensativo, y
finalmente aventuro que aquellas mujeres tienen sus propios sueños, anhelos y
motivaciones. Algunas más ambiciosas y otras más simples. Unas se conforman con
lo que tienen y otras en cambio aspiran a más. Entonces ella me pregunta si yo
creo que estas personas sienten y piensan de un modo diferente a como yo lo
hago. Sonrío y niego con la cabeza, mientras prosigue de esta forma: “Olvídate de los clichés. Ellos son los
que nos separan y nos obligan a pensar que somos más diferentes de lo que nos
demuestra la realidad. Céntrate en conocer a la persona y podrás aproximarte a
lo que piensa y siente”. Acto seguido pasa la última página que muestra la
foto de una mujer de unos treinta y pocos, con el pelo corto como el de un muchacho,
sentada en el escalón de una casa. Se afana en trenzar un cesto de mimbre mientras
saca la lengua en un gesto de concentración y esfuerzo. Aún así parece disfrutar
sinceramente con lo que está haciendo. Yo levanto la vista con una sonrisa en
los labios y ella, sacando la foto del álbum, me la entrega diciendo: “Te la regalo. Llévatela a casa e intenta
descubrir cómo es la mujer que aparece en esta foto”