2ª PARTE. EL DETECTIVE
1.
…donde fue recibido por una
sonriente camarera que después de darle la bienvenida señaló su empapada
gabardina y su calado sombrero. Tras recoger ambos ésta le entregó una ficha y
desapareció por una puerta camuflada en un lateral. Las risas, los gritos y la
música atrajeron la atención del detective que se dirigió hacia la gran sala
para quedarse observando la estampa desde lo alto de unos peldaños de mármol
blanco. Desde luego “El Santo” sabia como montar una buena fiesta. Decenas de
camareros recorrían las mesas procurando que sus ocupantes no estuvieran
desatendidos ni un solo instante. La banda de jazz era estupenda y entre sus
integrantes reconocía a algunos habituales del garito de Flanegan. Sacó una
pitillera plateada del bolsillo interior de su americana y encendió un
cigarrillo liado con una mezcla de “Virginia”, fuerte y recia como a él le
gustaba. Se dirigió a la barra y pidió un whisky escocés sin hielo ni agua y se
volvió para tener una buena perspectiva de los asistentes a la celebración. Sin
duda alguna la alta sociedad de la ciudad. Rufianes de medio pelo con ínfulas
de grandes hombres de negocios. Tiburones que surcaban las aguas de asfalto al
olor de la sangre. Cohortes de adláteres y arribistas, carroñeros dispuestos a
disputarse los despojos del primero de la clase, el verdadero gobernante de la
ciudad. El Santo gustaba de rodearse de funcionarios y políticos ostentando
puestos importantes en el engranaje burocrático que pudieran servir a sus
propósitos. Respiró hondo antes de dar otro trago. El ambiente olía a alcohol y
tabaco, perfume y sudor, y por encima de todo ello un hedor que no se podía
disimular. El hedor de la corrupción, de la sangre, de la putrefacción de una
ciudad gangrenada. Arrugó la nariz asqueado, pero consciente que de algún modo
él formaba parte de todo aquello.
Johnny O’Malley, alias “El Sonrisas”
se acercó a la barra con aire de satisfacción. Vestía un traje gris oscuro a
rayas que se ajustaba como un guante. Tenía buena planta, con espaldas anchas y
cuerpo fibroso. Su aspecto de galán de cine le confería cierto éxito con las
féminas, y él les mostraba la mejor de sus sonrisas. Aunque aquella era su cara
más amable. Johnny era un tipo astuto. Astuto y muy peligroso. Y también era la
mano derecha del Santo. Es decir, alguien con quien era mejor llevarse muy
bien.
—¡Quentin,
muchacho! El jefe estaba seguro de que no aceptarías la invitación, pero yo le
aposté cincuenta machacantes a que eras un tipo listo. ¿Verdad que lo eres? —el
apretón de manos era firme y calculado, como todos los gestos del Sonrisas.
—¿Cómo
iba a perderme la oportunidad de codearme con personas de tanta clase?
—Quentin,
muchacho, veo que has sacado a pasear tu sarcasmo como de costumbre. Deberías
ser más amable con los arquitectos del futuro de esta grandiosa ciudad. Siempre
es mejor ser un pilar de un gran edificio que formar parte de los cimientos del
mismo, ¿verdad muchacho? -interrogó levantando una ceja.
—Sin
duda alguna, Johnny. Además soy alérgico al cemento —respondió apurando el
contenido del vaso sin apartar la mirada del Sonrisas.
—Buen
chico. Carl, sírvele otro escocés sin agua ni hielo a mi buen amigo —ordenó al
barman mientras reía—. No perdamos tiempo. El jefe nos espera.
Llegaron a una gran mesa redonda,
presidida por un individuo de gran tamaño, con una cara redonda rematada por
una cuadrada mandíbula y coronada por una testa desprovista de cabello que brillaba
a la luz de las lámparas del techo. Unos ojos pequeños y hundidos de un gris
frío como el acero miraban impasibles todo lo que ocurría a su alrededor. Jerry
“El Santo” Donnelly imponía tanto por su aspecto como por su voz, sepulcralmente
grave. Durante los años de la Ley Seca se había hecho de oro importando whisky
canadiense de contrabando, heredando así el negocio del finado Percy Dolan, su
antiguo jefe. Actualmente no se cerraba ningún negocio en la ciudad sin la
“bendición” del Santo. Se encontraba acompañado a la mesa por varias jovencitas
que a un movimiento de su cabeza se levantaron al unísono abandonando el lugar.
Con otro movimiento de cabeza indicó a Quentin que ocupara la silla de
enfrente.
—Quentin,
un pajarito me ha dicho que te mueves mucho últimamente, ¿no es así? —inquirió
brevemente como de costumbre. Era un hombre que no se andaba con ambages.
—Bueno,
practicar un poco de ejercicio nunca viene mal. Desentumece los músculos y
despeja la cabeza. Deberías probarlo alguna vez.
—Un
tipo gracioso, ¿verdad Sonrisas?
—Tienes
razón jefe, debería dedicarse a la comedia. Quizá yo pudiera enseñarle algún
chiste —O’malley dijo esto recostándose en la silla y dirigiendo una mirada
poco amistosa a Quentin, sin perder en ningún momento la sonrisa.
—El
caso —continuó Donnelly— es que sé lo que te traes entre manos, y en cierta
forma yo también estoy interesado en el asunto en cuestión.
—¡Me
alegro de que compartamos alguna afición! Los domingos son muy aburridos. Quizá
podríamos ir de pesca algún día –respondió con sorna Quentin. Sabía que estaba
pisando terreno farragoso, pero no le gustaba poner las cosas fáciles cuando
era abordado de esa forma.
—Creía
que eras más listo —señaló con tono amenazador mientras adelantaba su enorme
mole por encima de la mesa.
—Y
yo creía que te gustaba hablar claro. Si quieres podemos ir al grano o bien seguir
cuchicheando como dos colegialas, ¿no te parece?
—Muy
bien, listillo, lo haremos a tu manera. Sé que alguien te paga por encontrar un
libro en el que yo también estoy interesado —contestó el Santo recostándose de
nuevo en su asiento y recuperando un tono de voz neutro.
—No
sabía que te interesaba la literatura, Santo —bromeó Quentin tras darle un
trago a su copa.
—Y
no me interesa, Quentin. Pero tengo un amigo… influyente, por así decirlo, que
está deseando echarle el guante a esa publicación. Y como le debo un favor, tú
vas a encontrar ese libro y me lo entregarás. Y yo, a cambio, resolveré tus,
por llamarlos de alguna forma, apuros económicos. ¿He hablado lo
suficientemente claro?
—Bastante
claro. Pero creo que olvidas una cosa. Ya tengo un cliente que me paga por ese
trabajo —indicó Quentin dejando en la mesa el vaso vacío.
—Yo
te pagaré el doble de lo que te hayan ofrecido. Creo que es una oferta bastante
generosa.
—Lo
es, sin duda —dijo levantándose de su asiento—. El problema es que si la
aceptase y completase el trabajo para ti, te creerías con derecho a disponer de
mis servicios en cualquier otra ocasión. Y con el tiempo me acabaría convirtiendo
en uno más de tus perritos falderos. Y a mí me gusta rascarme las pulgas
solito.
—Quentin,
muchacho. Creo que nunca has estado tan cerca de tener un pie en la tumba —rió
entre dientes el Sonrisas.
—¿Porqué
me necesitas cuando tienes una cohorte de lacayos dispuestos a saltar a un
chasquido de tus dedos, Santo? Incluyendo aquí al amigo…
—Johnny
tiene otros asuntos de los que ocuparse, y el resto… bueno, que quieres que te
diga. Ya conoces a la mayoría.
—Bien,
haremos lo siguiente —explicó Quentin mientras sonreía para sus adentros—.
Estudiaré tu oferta esta noche, y mañana te daré una respuesta.
—Chico,
creo que es lo más juicioso que has dicho en toda la noche —añadió el Sonrisas
después de emitir un silbido.
—Espero
que mañana sigas pensando de la misma forma, Johnny —replicó Quentin.
—Yo
también lo espero de todo corazón —sentenció el Santo.
2.
Subió el cuello de su gabardina para
resguardarse del frío de la noche. Ya no llovía, pero su ropa aún estaba calada
produciéndole una sensación húmeda y desagradable que se le metía en los
huesos. De la misma forma que la conversación que acababa de mantener sólo unos
minutos antes con el Santo le provocaba un escalofrío que le recorría la espina
dorsal. Habían pasado un par de días desde que aquella mujer entró en su
despacho, un cuchitril del distrito sur de la ciudad. Le extrañó ver por
aquellos suburbios a una persona de tanta clase y se apresuró a retirar el
polvo de una silla que llevaba sin utilizarse largo tiempo. Entonces la ocupó
una hermosa mujer de no más de treinta años que vestía un conjunto gris de
chaqueta y falda que le llegaba sólo un poco por debajo de las rodillas,
dejando al descubierto unas firmes pantorrillas. Miraba fijo a los ojos y
mantenía siempre el mentón adelantado, casi desafiante, por lo que dedujo que
era una persona acostumbrada a dar órdenes. Seguramente la mujer de algún
hombre de negocios, un pez gordo tal vez. Así pues pensó que quizás sería su
día de suerte. Su nombre era Mrs. Harrison,
dato que le hizo repasar mentalmente sin mucho éxito las páginas de sociedad en
busca de un Mr. que casase con aquel apellido. Pero aquello no significaba
nada, pues no sería la primera persona que se presentase con un nombre
simulado. A él no le importaba siempre y cuando se le pagase en efectivo. Otra
cosa muy distinta era el objeto de la investigación que la dama quería poner en
curso. En el noventa y nueve por ciento de las veces, dicho objeto estaba
relacionado con asuntos delicados, escabrosos y demandantes de toda la
discreción que la persona encargada pudiera ser capaz de dispensar. Pero en
esta ocasión, y así se lo pareció en un principio, el trabajo requerido se le
antojaba rutinario, pues buscar un libro sólo supondría patearse librerías y
hablar con entendidos. ¿Por qué habría de acudir aquella mujer a un detective
acostumbrado a otro tipo de menesteres cuando seguramente dispondría de dinero
a su disposición para tener a unas cuantas personas buscando dicho libro? Ella
le explicó en un tono confidencial, lo cual le pareció un punto cómico teniendo
en cuenta que estaban solos, que es posible que no fuese la única persona interesada
en dicha publicación, por lo que le gustaría encargar dicha empresa a una persona
acostumbrada a cultivar la discreción. Y tras esto sacó un fajo de billetes y
manifestó su intención de pagarle por días trabajados, sin límite, hasta la
consecución del encargo. Lo justo para vencer las pocas reticencias que pudiera
tener a la hora de aceptar el trabajo. Convinieron en reunirse pasados tres o
cuatro días para compartir el resultado de las pesquisas hasta la fecha.
Un trabajo rutinario, pensaba de
forma irónica mientras recorría la avenida portuaria, camino de la cafetería de
Rose. En tan sólo dos días el Santo conocía todo acerca de sus movimientos y el
objeto de los mismos. Aquello despertaba un nuevo interés en su investigación,
y al mismo tiempo la cautela propia de quién se sabe observado. Necesitaba un
buen café para despejar su embotada mente, pues debía pensar en muchas cosas y
planificar con cuidado sus siguientes movimientos.
Eran las dos de la madrugada, y sólo
un par de borrachos dormitaban al lado de sendas frías tazas de café, con la
cabeza apoyada en el gran ventanal que daba a la avenida. El viejo Garrison se
afanaba en barrer el suelo de servilletas de papel y restos de comida. Luego
pasaría la fregona con la intención de que la estancia recuperase un aspecto
más presentable después de un duro día de trabajo. Rose puso los brazos en
jarra y dedicó una mirada poco amistosa con el ceño fruncido cuando vio a
Quentin entrar por la puerta y tomar asiento en uno de los taburetes de la
barra.
—Fíjate
en esto Garrison —se dirigió al viejo sin apartar la vista de Quentin—. Ya
podemos cerrar por hoy. Tenemos aquí a nuestro mejor cliente. ¿Qué hay de nuevo
muchacho? ¿Has venido a gastar tu fortuna en mi humilde establecimiento?
¿Quieres que saque la botella de champán francés?
—Esta
vez sólo vengo por tu café Rose —replicó el detective rascándose la nuca y
levantando el ala de su sombrero.
—Que
le vamos a hacer —suspiró Rose mientras sacudía sus generosas caderas en busca
de la cafetera.
El café era fuerte y amargo. Muy
fuerte y muy amargo, como la propia Rose. A pesar de haber superado con creces
los cuarenta seguía siendo una mujer muy atractiva a lo que ayudaba sus
generosas curvas y un rostro con carácter que reflejaba las vicisitudes de una
vida que había sido de todo menos fácil. Desde que perdió a su marido, hundido
en un mar de deudas y ahogado probablemente en las negras aguas de la bahía,
atado a veinte kilos de cemento, tuvo que hacerse cargo no sólo de un negocio
que vivía del apetito de los estibadores del puerto y que apenas daba para
pagar las facturas, sino también de satisfacer a los acreedores que se
amontonaban en su puerta a principio de mes y que se llevaban la mayor parte de
los exiguos beneficios. Así pues no era de extrañar que Rose hiciese horas
extras en el dormitorio del diminuto piso que habitaba justo encima del local.
Quentin observó la espiral que
provocaba el movimiento circular de la cucharilla en el oscuro líquido y sintió
una enfermiza sensación de vértigo. Como buen jugador sabía que se encontraba a
punto de realizar una jugada arriesgada. Era el momento de decidir si quería
plantarse o por el contrario pedir una carta más. Lo peor de todo es que tenía
la corazonada de que el resultado podría ser el mismo, y en ningún caso bueno
para él. Levantó la mirada intentando abstraerse de aquellos pensamientos y se
encontró con el gesto preocupado de Rose, que parecía intuir la gravedad de las
tribulaciones del detective.
—Nunca
hemos tenido mucha suerte, ¿eh Rose? —suspiró Quentin encendiendo un cigarrillo.
—Pero
que dices Quentin, en esa pequeña mesa el propio Roosevelt y todo su séquito
desayunan un buen café y el mejor pastel de manzana de todo el país. Y allí
mismo, la reina Victoria almuerza los martes y los jueves un menú completo.
¡Este es el negocio más floreciente de toda la ciudad! —rió intentando parecer
despreocupada.
Quentin miró a través del humo del
cigarrillo y esbozó una lánguida y torcida sonrisa que provocó un sentimiento
de ternura en Rose. Ella desvió la mirada hacia Garrison, que se afanaba en
despejar la mesa que había estado ocupada por los dos borrachos que ahora
intentaban mantener el equilibrio mientras abandonaban en local, abrazados el
uno al otro como dos enamorados. Después volvió a mirar al detective y sacando
una llave del bolsillo de su delantal se la ofreció indicándole el piso superior.
Así fue como Quentin decidió aplazar sus problemas hasta el día siguiente.
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