El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

jueves, 14 de febrero de 2013

Novela, con N de Negra (3ª entrega)



2ª PARTE. EL DETECTIVE




1.

            …donde fue recibido por una sonriente camarera que después de darle la bienvenida señaló su empapada gabardina y su calado sombrero. Tras recoger ambos ésta le entregó una ficha y desapareció por una puerta camuflada en un lateral. Las risas, los gritos y la música atrajeron la atención del detective que se dirigió hacia la gran sala para quedarse observando la estampa desde lo alto de unos peldaños de mármol blanco. Desde luego “El Santo” sabia como montar una buena fiesta. Decenas de camareros recorrían las mesas procurando que sus ocupantes no estuvieran desatendidos ni un solo instante. La banda de jazz era estupenda y entre sus integrantes reconocía a algunos habituales del garito de Flanegan. Sacó una pitillera plateada del bolsillo interior de su americana y encendió un cigarrillo liado con una mezcla de “Virginia”, fuerte y recia como a él le gustaba. Se dirigió a la barra y pidió un whisky escocés sin hielo ni agua y se volvió para tener una buena perspectiva de los asistentes a la celebración. Sin duda alguna la alta sociedad de la ciudad. Rufianes de medio pelo con ínfulas de grandes hombres de negocios. Tiburones que surcaban las aguas de asfalto al olor de la sangre. Cohortes de adláteres y arribistas, carroñeros dispuestos a disputarse los despojos del primero de la clase, el verdadero gobernante de la ciudad. El Santo gustaba de rodearse de funcionarios y políticos ostentando puestos importantes en el engranaje burocrático que pudieran servir a sus propósitos. Respiró hondo antes de dar otro trago. El ambiente olía a alcohol y tabaco, perfume y sudor, y por encima de todo ello un hedor que no se podía disimular. El hedor de la corrupción, de la sangre, de la putrefacción de una ciudad gangrenada. Arrugó la nariz asqueado, pero consciente que de algún modo él formaba parte de todo aquello.

            Johnny O’Malley, alias “El Sonrisas” se acercó a la barra con aire de satisfacción. Vestía un traje gris oscuro a rayas que se ajustaba como un guante. Tenía buena planta, con espaldas anchas y cuerpo fibroso. Su aspecto de galán de cine le confería cierto éxito con las féminas, y él les mostraba la mejor de sus sonrisas. Aunque aquella era su cara más amable. Johnny era un tipo astuto. Astuto y muy peligroso. Y también era la mano derecha del Santo. Es decir, alguien con quien era mejor llevarse muy bien.

—¡Quentin, muchacho! El jefe estaba seguro de que no aceptarías la invitación, pero yo le aposté cincuenta machacantes a que eras un tipo listo. ¿Verdad que lo eres? —el apretón de manos era firme y calculado, como todos los gestos del Sonrisas.
—¿Cómo iba a perderme la oportunidad de codearme con personas de tanta clase?
—Quentin, muchacho, veo que has sacado a pasear tu sarcasmo como de costumbre. Deberías ser más amable con los arquitectos del futuro de esta grandiosa ciudad. Siempre es mejor ser un pilar de un gran edificio que formar parte de los cimientos del mismo, ¿verdad muchacho? -interrogó levantando una ceja.
—Sin duda alguna, Johnny. Además soy alérgico al cemento —respondió apurando el contenido del vaso sin apartar la mirada del Sonrisas.
—Buen chico. Carl, sírvele otro escocés sin agua ni hielo a mi buen amigo —ordenó al barman mientras reía—. No perdamos tiempo. El jefe nos espera.

            Llegaron a una gran mesa redonda, presidida por un individuo de gran tamaño, con una cara redonda rematada por una cuadrada mandíbula y coronada por una testa desprovista de cabello que brillaba a la luz de las lámparas del techo. Unos ojos pequeños y hundidos de un gris frío como el acero miraban impasibles todo lo que ocurría a su alrededor. Jerry “El Santo” Donnelly imponía tanto por su aspecto como por su voz, sepulcralmente grave. Durante los años de la Ley Seca se había hecho de oro importando whisky canadiense de contrabando, heredando así el negocio del finado Percy Dolan, su antiguo jefe. Actualmente no se cerraba ningún negocio en la ciudad sin la “bendición” del Santo. Se encontraba acompañado a la mesa por varias jovencitas que a un movimiento de su cabeza se levantaron al unísono abandonando el lugar. Con otro movimiento de cabeza indicó a Quentin que ocupara la silla de enfrente.

—Quentin, un pajarito me ha dicho que te mueves mucho últimamente, ¿no es así? —inquirió brevemente como de costumbre. Era un hombre que no se andaba con ambages.
—Bueno, practicar un poco de ejercicio nunca viene mal. Desentumece los músculos y despeja la cabeza. Deberías probarlo alguna vez.
—Un tipo gracioso, ¿verdad Sonrisas?
—Tienes razón jefe, debería dedicarse a la comedia. Quizá yo pudiera enseñarle algún chiste —O’malley dijo esto recostándose en la silla y dirigiendo una mirada poco amistosa a Quentin, sin perder en ningún momento la sonrisa.
—El caso —continuó Donnelly— es que sé lo que te traes entre manos, y en cierta forma yo también estoy interesado en el asunto en cuestión.
—¡Me alegro de que compartamos alguna afición! Los domingos son muy aburridos. Quizá podríamos ir de pesca algún día –respondió con sorna Quentin. Sabía que estaba pisando terreno farragoso, pero no le gustaba poner las cosas fáciles cuando era abordado de esa forma.
—Creía que eras más listo —señaló con tono amenazador mientras adelantaba su enorme mole por encima de la mesa.
—Y yo creía que te gustaba hablar claro. Si quieres podemos ir al grano o bien seguir cuchicheando como dos colegialas, ¿no te parece?
—Muy bien, listillo, lo haremos a tu manera. Sé que alguien te paga por encontrar un libro en el que yo también estoy interesado —contestó el Santo recostándose de nuevo en su asiento y recuperando un tono de voz neutro.
—No sabía que te interesaba la literatura, Santo —bromeó Quentin tras darle un trago a su copa.
—Y no me interesa, Quentin. Pero tengo un amigo… influyente, por así decirlo, que está deseando echarle el guante a esa publicación. Y como le debo un favor, tú vas a encontrar ese libro y me lo entregarás. Y yo, a cambio, resolveré tus, por llamarlos de alguna forma, apuros económicos. ¿He hablado lo suficientemente claro?
—Bastante claro. Pero creo que olvidas una cosa. Ya tengo un cliente que me paga por ese trabajo —indicó Quentin dejando en la mesa el vaso vacío.
—Yo te pagaré el doble de lo que te hayan ofrecido. Creo que es una oferta bastante generosa.
—Lo es, sin duda —dijo levantándose de su asiento—. El problema es que si la aceptase y completase el trabajo para ti, te creerías con derecho a disponer de mis servicios en cualquier otra ocasión. Y con el tiempo me acabaría convirtiendo en uno más de tus perritos falderos. Y a mí me gusta rascarme las pulgas solito.
—Quentin, muchacho. Creo que nunca has estado tan cerca de tener un pie en la tumba —rió entre dientes el Sonrisas.
—¿Porqué me necesitas cuando tienes una cohorte de lacayos dispuestos a saltar a un chasquido de tus dedos, Santo? Incluyendo aquí al amigo…
—Johnny tiene otros asuntos de los que ocuparse, y el resto… bueno, que quieres que te diga. Ya conoces a la mayoría.
—Bien, haremos lo siguiente —explicó Quentin mientras sonreía para sus adentros—. Estudiaré tu oferta esta noche, y mañana te daré una respuesta.
—Chico, creo que es lo más juicioso que has dicho en toda la noche —añadió el Sonrisas después de emitir un silbido.
—Espero que mañana sigas pensando de la misma forma, Johnny —replicó Quentin.
—Yo también lo espero de todo corazón —sentenció el Santo.


2.

            Subió el cuello de su gabardina para resguardarse del frío de la noche. Ya no llovía, pero su ropa aún estaba calada produciéndole una sensación húmeda y desagradable que se le metía en los huesos. De la misma forma que la conversación que acababa de mantener sólo unos minutos antes con el Santo le provocaba un escalofrío que le recorría la espina dorsal. Habían pasado un par de días desde que aquella mujer entró en su despacho, un cuchitril del distrito sur de la ciudad. Le extrañó ver por aquellos suburbios a una persona de tanta clase y se apresuró a retirar el polvo de una silla que llevaba sin utilizarse largo tiempo. Entonces la ocupó una hermosa mujer de no más de treinta años que vestía un conjunto gris de chaqueta y falda que le llegaba sólo un poco por debajo de las rodillas, dejando al descubierto unas firmes pantorrillas. Miraba fijo a los ojos y mantenía siempre el mentón adelantado, casi desafiante, por lo que dedujo que era una persona acostumbrada a dar órdenes. Seguramente la mujer de algún hombre de negocios, un pez gordo tal vez. Así pues pensó que quizás sería su día de suerte. Su nombre era  Mrs. Harrison, dato que le hizo repasar mentalmente sin mucho éxito las páginas de sociedad en busca de un Mr. que casase con aquel apellido. Pero aquello no significaba nada, pues no sería la primera persona que se presentase con un nombre simulado. A él no le importaba siempre y cuando se le pagase en efectivo. Otra cosa muy distinta era el objeto de la investigación que la dama quería poner en curso. En el noventa y nueve por ciento de las veces, dicho objeto estaba relacionado con asuntos delicados, escabrosos y demandantes de toda la discreción que la persona encargada pudiera ser capaz de dispensar. Pero en esta ocasión, y así se lo pareció en un principio, el trabajo requerido se le antojaba rutinario, pues buscar un libro sólo supondría patearse librerías y hablar con entendidos. ¿Por qué habría de acudir aquella mujer a un detective acostumbrado a otro tipo de menesteres cuando seguramente dispondría de dinero a su disposición para tener a unas cuantas personas buscando dicho libro? Ella le explicó en un tono confidencial, lo cual le pareció un punto cómico teniendo en cuenta que estaban solos, que es posible que no fuese la única persona interesada en dicha publicación, por lo que le gustaría encargar dicha empresa a una persona acostumbrada a cultivar la discreción. Y tras esto sacó un fajo de billetes y manifestó su intención de pagarle por días trabajados, sin límite, hasta la consecución del encargo. Lo justo para vencer las pocas reticencias que pudiera tener a la hora de aceptar el trabajo. Convinieron en reunirse pasados tres o cuatro días para compartir el resultado de las pesquisas hasta la fecha.

            Un trabajo rutinario, pensaba de forma irónica mientras recorría la avenida portuaria, camino de la cafetería de Rose. En tan sólo dos días el Santo conocía todo acerca de sus movimientos y el objeto de los mismos. Aquello despertaba un nuevo interés en su investigación, y al mismo tiempo la cautela propia de quién se sabe observado. Necesitaba un buen café para despejar su embotada mente, pues debía pensar en muchas cosas y planificar con cuidado sus siguientes movimientos.

            Eran las dos de la madrugada, y sólo un par de borrachos dormitaban al lado de sendas frías tazas de café, con la cabeza apoyada en el gran ventanal que daba a la avenida. El viejo Garrison se afanaba en barrer el suelo de servilletas de papel y restos de comida. Luego pasaría la fregona con la intención de que la estancia recuperase un aspecto más presentable después de un duro día de trabajo. Rose puso los brazos en jarra y dedicó una mirada poco amistosa con el ceño fruncido cuando vio a Quentin entrar por la puerta y tomar asiento en uno de los taburetes de la barra.

—Fíjate en esto Garrison —se dirigió al viejo sin apartar la vista de Quentin—. Ya podemos cerrar por hoy. Tenemos aquí a nuestro mejor cliente. ¿Qué hay de nuevo muchacho? ¿Has venido a gastar tu fortuna en mi humilde establecimiento? ¿Quieres que saque la botella de champán francés?
—Esta vez sólo vengo por tu café Rose —replicó el detective rascándose la nuca y levantando el ala de su sombrero.
—Que le vamos a hacer —suspiró Rose mientras sacudía sus generosas caderas en busca de la cafetera.

            El café era fuerte y amargo. Muy fuerte y muy amargo, como la propia Rose. A pesar de haber superado con creces los cuarenta seguía siendo una mujer muy atractiva a lo que ayudaba sus generosas curvas y un rostro con carácter que reflejaba las vicisitudes de una vida que había sido de todo menos fácil. Desde que perdió a su marido, hundido en un mar de deudas y ahogado probablemente en las negras aguas de la bahía, atado a veinte kilos de cemento, tuvo que hacerse cargo no sólo de un negocio que vivía del apetito de los estibadores del puerto y que apenas daba para pagar las facturas, sino también de satisfacer a los acreedores que se amontonaban en su puerta a principio de mes y que se llevaban la mayor parte de los exiguos beneficios. Así pues no era de extrañar que Rose hiciese horas extras en el dormitorio del diminuto piso que habitaba justo encima del local.

            Quentin observó la espiral que provocaba el movimiento circular de la cucharilla en el oscuro líquido y sintió una enfermiza sensación de vértigo. Como buen jugador sabía que se encontraba a punto de realizar una jugada arriesgada. Era el momento de decidir si quería plantarse o por el contrario pedir una carta más. Lo peor de todo es que tenía la corazonada de que el resultado podría ser el mismo, y en ningún caso bueno para él. Levantó la mirada intentando abstraerse de aquellos pensamientos y se encontró con el gesto preocupado de Rose, que parecía intuir la gravedad de las tribulaciones del detective.

—Nunca hemos tenido mucha suerte, ¿eh Rose? —suspiró Quentin encendiendo un cigarrillo.
—Pero que dices Quentin, en esa pequeña mesa el propio Roosevelt y todo su séquito desayunan un buen café y el mejor pastel de manzana de todo el país. Y allí mismo, la reina Victoria almuerza los martes y los jueves un menú completo. ¡Este es el negocio más floreciente de toda la ciudad! —rió intentando parecer despreocupada.

            Quentin miró a través del humo del cigarrillo y esbozó una lánguida y torcida sonrisa que provocó un sentimiento de ternura en Rose. Ella desvió la mirada hacia Garrison, que se afanaba en despejar la mesa que había estado ocupada por los dos borrachos que ahora intentaban mantener el equilibrio mientras abandonaban en local, abrazados el uno al otro como dos enamorados. Después volvió a mirar al detective y sacando una llave del bolsillo de su delantal se la ofreció indicándole el piso superior. Así fue como Quentin decidió aplazar sus problemas hasta el día siguiente.

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