3.
El escritor se acercó a la mesa de
escritorio y detuvo el movimiento del péndulo. Desconocía el tiempo que había
pasado absorto en sus recuerdos, pero decidió ponerle remedio de inmediato.
Despejó todos los objetos de la mesa con el antebrazo, excepto una caja de
cerillas y un juego de plumín antiguo y tintero que guardó en la mochila tras
haber sacado la máquina de escribir. Se dijo a sí mismo que acabar su obra
escribiendo la última página con aquel artilugio de otros tiempos le daría un
toque nostálgico a la misma, dejando la huella de los trazos de su mano para
una posteridad incierta. Tras sacudir el polvo de la manga que había utilizado
para hacer sitio a la pesada Remington, lo cual le provocó un acceso de tos, y
repetir la misma operación con el sillón, se acomodó para reanudar su trabajo.
Así que después de colocar un folio en el carro de la máquina, sus dedos
comenzaron el repiqueteo que ya se había convertido en la banda sonora de los
últimos tiempos.
Al principio fue sólo como un
susurro, algo que achacó a alguna corriente de aire, pero no había sentido ni
una leve brisa desde que la niebla se había adueñado de todo. Luego el eco de
unos pasos en el departamento contiguo, cuando el estruendo provocado por la
desintegración de la ciudad cesaba unos breves momentos. Se preguntó entonces,
y por primera vez, si sería posible que en aquel devastado edificio aún
subsistiera algún alma además de la suya. Fue eso lo que le impulso a abandonar
la escritura y salir a investigar con la esperanza de confirmar que sus
sentidos no le habían engañado. Cogió el quinqué con pulso tembloroso y tras
abrir la puerta caminó por un angosto pasillo con el brazo extendido, tratando
de alumbrar cada recóndito recoveco. Se detuvo en el centro de lo que había
sido la recepción de unas oficinas, seguramente un bufete de abogados a juzgar
por los libros que había descubierto en el despacho donde se había instalado.
Lentamente fue girando sobre sus talones abarcando con la vista toda la sala
finalizando en frente de un espejo de cuerpo entero que arrojó una imagen que
apenas reconocía. Un hombre de mediana estatura, demacrado y escuálido hasta el
tuétano, con el pelo largo alborotado y una barba rala y grasienta. Vestía unos
pantalones, grises en su día, que antaño pertenecían a un traje italiano, y una
camisa de un color indescriptible hecha girones. En un principio reaccionó con
miedo retrocediendo instintivamente, pero luego se fue acercando lentamente a
la imagen. Colocando la luz del quinqué junto a su cara fue consciente del
deterioro físico que había sufrido durante todo este tiempo cuando identificó
como suya la silueta que le devolvía el espejo.
¿Cuánto tiempo habría pasado? En un
principio pensaba que a lo sumo unas semanas, pero ahora mismo, con la vista
clavada en aquella persona que más parecía un náufrago del tiempo, comprendió
que se trataba de años. Y fue consciente de lo débil y agotado que estaba, lo
suficiente para que sus piernas flaquearan y tuviera que tomar asiento en una
polvorienta silla giratoria. Trató de poner en orden sus ideas y recordar
esquemáticamente todo lo que había sucedido desde que buscó refugio en ese
edificio derruido, pero por más que lo intentaba apenas podía recordar cómo
había llegado hasta aquel lugar. Lo único que podía discernir era una idea, un
impulso, el impulso de escribir como si fuera lo único que importara en aquel
caos en el que se encontraba inmerso.
La vio por el rabillo del ojo,
apenas en una fracción de segundo. Una sombra en la pared atravesando
rápidamente la sala. Y de nuevo los susurros, aunque esta vez se trataba de una
voz que no provenía de ningún sitio concreto, sino que flotaba en la habitación
reverberando en todos los rincones de la misma. El escritor se levantó como un
resorte olvidando en un momento todas las dudas que lo aquejaban e inspeccionó
de forma nerviosa con la vista la polvorienta recepción tenuemente iluminada
por la luz del quinqué. Un escalofrío recorrió su columna vertebral cuando
logró discernir lo que aquella voz, que ahora le resultaba tan familiar,
articulaba. Su nombre se elevó por todo el recinto difuminándose como el humo
tras la última sílaba, y cuando se giró la vio de pie mirándole.
Su piel, blanca como la nieve, daba
la sensación de ser traslúcida y se diría que podía verse a través de su
figura. Su cabeza se inclinaba como si estuviera buscando algo en el suelo,
pero su mirada se clavaba en su alma como una condena. Tan hermosa como siempre,
pero tan terrorífica como jamás la recordaba. Empezó a caminar a su alrededor
mientras su silueta se desvanecía y volvía a constituirse a cada leve
movimiento, recortando el espacio que separaba a ambos. Una heladora sensación
se apoderó de él mientras los brazos de la criatura le rodeaban desde atrás. Un
tacto etéreo, pero carnal al mismo tiempo le hizo estremecerse. Su aliento
gélido y a la vez febril le produjo un sentimiento de aprehensión en la boca
del estómago mientras escuchaba atemorizado.
—Querido…,
querido… ¿por qué has tardado tanto? Tanto… -susurró arrastrando cada palabra
con un suspiro.
El
abrazo de la figura se volvía cada vez más asfixiante y parecía querer abrirse
paso a través de su piel, sus músculos y sus huesos, para penetrar finalmente
en su alma.
-Siempre…,
siempre encerrado en tu mundo… Nunca hay tiempo suficiente… nunca… ¿Querrás
quedarte conmigo ahora? Siempre… -la última palabra se desintegró en el aire a
la par que el espectral abrazo, tras lo cual el escritor jadeó al recuperar el
aliento.
La figura se materializó en la misma
silla que instantes antes él mismo había ocupado. Pasando un brazo alrededor
del respaldo echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos con una expresión
placentera reflejada en su rostro. Su cabellera, negra como el azabache,
contrastaba con su pálida piel y flotaba en el aire dotando a la escena de un
aire tan irreal que al escritor le pareció hallarse inmerso en medio de una
pesadilla.
—¡No
estás aquí! ¡No eres real! Esto es imposible… yo… yo… —balbuceó el escritor
mientras retrocedía tembloroso derribando los objetos que encontraba en su
retirada.
—Amor
mío…, amor mío… ¿Cómo puedes decir eso? Te he esperado… todos estos años.
Juntos… juntos… -dijo esto mientras se levantaba, avanzado con los brazos extendidos
hacia la aterrorizada figura del escritor.
El escritor permitió que su espalda
se deslizase por la pared hasta quedar sentado en un rincón de la estancia,
acurrucado, con la cara hundida en las rodillas. Entrelazando los dedos en la
nuca comenzó a sollozar, mientras sentía cómo la aparición de su mujer,
terrorífica en su belleza, avanzaba imperturbable hacia él.
—Déjame
acabarlo… ¡Necesito acabarlo! Yo… siento no haber estado allí. Sólo necesito
algo más de tiempo. Sé que te habría gustado… ¿No es lo que querías? -su voz se
quebró en un llanto inconsolable mientras que sus ojos derramaban lágrimas,
mezcla de la frustración y de un dolor mucho más hondo de lo que nadie podría
imaginar.
—No
llores… no amor mío. Hace mucho que se acabó el tiempo… hace mucho… ¿Cómo
podrías sin mí? ¿Cómo podrías…? Lo haremos… juntos… escribiremos una hermosa
historia de amor eterna. Siempre… —lo dijo arrodillándose junto al escritor,
rodeando con sus etéreos brazos la escuálida figura.
Esta vez una calidez que hacía mucho
tiempo que no había vuelto a sentir inundó su cuerpo e hizo que elevase su
mirada hacia la de ella. Ahora era tan hermosa y real como la recordaba. Él
buscó sus labios y ambos se fundieron en un apasionado beso y todas las
penurias cayeron en un piadoso olvido. Y entonces ella se introdujo en su
cuerpo, en sus venas, en sus recuerdos, insuflándole nueva vida y
arrebatándosela al mismo tiempo. Hasta que la presión se hizo tan inaguantable
que pensó que su cerebro estallaría de un momento a otro. Y después llegó el
conocimiento, luego la indignación y más tarde el miedo, cuando comprendió, tal
vez demasiado tarde, que la niebla lo había atrapado. Y los recuerdos volvieron de nuevo.
4.
Dejó de teclear en su máquina cuando
sintió la melena de su mujer acariciándole la oreja y se apresuró a tapar con
las manos lo que estaba escribiendo. Ella le dio un pescozón en la cabeza
mientras reía. Esta vez había estado a punto.
—Te
he dicho que hasta que no esté acabada no leerás ni una línea —dijo en tono
burlesco mientras negaba con el dedo índice.
—Algún
día lo lograré, te cogeré desprevenido y no podrás evitarlo —rió ella mientras
retrocedía hasta la puerta con las manos a la espalda.
—¿Me
obligarás a guardarla bajo llave? —inquirió él con los brazos en jarra y tono
de falsa indignación.
—No…
Prometo que me portaré bien –respondió elevando una mano con los dedos cruzados
y una pícara mirada en sus verdes ojos.
Llevaba meses enfrascado en la
escritura de su primera novela y durante ese tiempo había pasado por todos los
estados de ánimo imaginables. Entusiasmo, miedo, incertidumbre y optimismo se
turnaban en un carrusel de emociones que prometían acabar con los nervios del
novel escritor. Cuando se colocaba delante de la máquina y observaba los
caracteres impresos en las redondeadas teclas se preguntaba si no se habría
equivocado al dar ese salto al vacío. Salto al vacío con red, eso sí. Había
vendido las acciones que le correspondían como socio del despacho de
arquitectura, lo que le proporcionaba un colchón de seguridad para afrontar con
garantías su nueva empresa. Se estableció por su cuenta aceptando pequeños
proyectos que no le robasen excesivo tiempo y de esta forma podía tomarse con
más calma su futuro inminente.
Aún así la ansiedad le consumía por
dentro y cada nueva jornada, al sentarse en la silla de su despacho, leía y
releía el fruto de la jornada anterior y raras veces se mostraba satisfecho con
lo que tenía delante. Las ideas fluían a cuentagotas y no terminaban de encajar
en la estructura de la historia. En momentos se sentía como un infante apenas
capaz de articular dos palabras distintas y la frustración se empezaba a
apoderar de él. Entonces notaba el tierno abrazo de su mujer, y un suave roce
de sus labios en el cuello. Y aunque reticente y de mal humor permitía que ella
se sentara en sus rodillas y entrelazase los brazos alrededor de su cuello
mientras le contaba todo tipo de historias. Le hablaba de los casos, ficticios
casi siempre, que tenían entre manos en el bufete de abogados en el que ella hacía
prácticas, de los variopintos clientes que pasaban por la librería en la que
trabajó mientras estudiaba la licenciatura e incluso del perro que tuvo de
pequeña que mordisqueaba los zapatos de toda la familia. Cualquier historia
hacía que él dejase a un lado todas las inseguridades que le asaltaban y
escuchase embobado todo lo que ella le contaba, tal como hacía desde el primer
día en que se conocieron. Entonces la obligaba a levantarse y tras darle un
pellizco en las nalgas la despedía riendo para concentrarse en la escritura con
renovadas fuerzas.
Llevaba un pantalón azul marino
adornado por un cinturón marrón y zapatos bajos del mismo color. Al pasar
delante del espejo se levantó el cuello de la blusa blanca ajustada y miró por
encima de su hombro con aire resignado la figura de su marido, encorvado sobre
los planos de un nuevo proyecto. Él evitaba culpable la mirada de su mujer, que
llevaba una semana de vacaciones intentado distraerse en cualquier actividad
mientras su marido se hallaba inmerso en un encargo complicado. Ella había
insistido en que se tomase un descanso para aclarar las ideas y disfrutar de
una romántica tarde, lejos de dibujos, cimientos literarios y maldiciones
cartesianas. Pero estaba demasiado enfrascado en su trabajo, supeditado a la
variable voluntad de un cliente que cambiaba de idea como de camisa. A pesar de
que las rectificaciones en el proyecto suponían un aumento en la retribución de
su trabajo, las horas que debía dedicar al mismo crecían exponencialmente a la
par que menguaba el tiempo que podía dedicar a su novela. Y sólo más tarde
comprendería que ambas cosas le acabarían robando los momentos más preciados de
su vida. Pero en ese instante sólo acertó a darle un beso de forma distraída a
su mujer mientras ésta ataba el cinturón de su gabardina.
Se masajeó los entumecidos muslos al
levantarse de la silla tras una larga sesión de trabajo. La casa estaba a
oscuras a excepción de su estudio, iluminado por la lámpara de trabajo acoplada
en la mesa de madera. Atravesó el pasillo encendiendo las luces que encontraba
a su paso para atenuar la sensación de soledad que flotaba en el ambiente,
mientras se llevaba las manos a sus doloridos riñones. Jamás había sabido
adoptar una postura correcta a la hora de trabajar. Parado en medio del salón
decidió servirse un par de dedos de whisky escocés para degustarlo mientras
estiraba las piernas recorriendo las estancias de la casa. Se habían trasladado
hace unos meses a una vivienda a las afueras de la ciudad, a pocos kilómetros
de la misma. Los suficientes para aislarse del ruido de la gran urbe pero a
pocos minutos de la misma, facilitándole el desplazamiento diario al bufete a
su mujer. Apoyado en el umbral de la puerta del recibidor, se quedó absorto en
la contemplación del reloj de pared. Había dedicado doce horas a la culminación
del proyecto que entregaría en el Colegio de Arquitectos a la mañana siguiente,
lo que le dejaría el camino expedito para concentrarse en un nuevo capítulo de
su novela. Pero en ese momento necesitaba descansar y despejar su embotada
cabeza.
Mientras llenaba de nuevo el vaso, pensó
avergonzado por primera vez en todo el día en su mujer e hizo memoria para
recordar a dónde había ido a pasar la tarde. Tras un breve lapso de tiempo cayó
en la cuenta que aquel día se estrenaba una película de un actor de moda y que
su mujer le había comentado que iría a verla con una compañera del trabajo
mientras él acababa su proyecto. Se asomó a la ventana para contemplar la
niebla que envolvía el paisaje desde hacía varios días. Pensó que era extraño
para la época en la que estaban, pero la lluvia y la repentina bajada de
temperatura habían dibujado una estampa insólita por aquellas latitudes. Por
una, en principio, extraña asociación de ideas recordó que llevaba varias
semanas repitiéndose así mismo que debía cambiar las cubiertas de las ruedas de
su coche. Y precisamente esa noche húmeda su mujer conduciría a través de una
densa niebla, hecho que se recriminó. Afortunadamente ella era una conductora
cuidadosa en extremo, lo cual le sacaba de quicio en más de una ocasión. El
mero hecho de volver a pensar en ella provocó el regreso de un sentimiento de
culpa y la promesa de compensar a su esposa a cualquier precio. Aunque tuviera
que aparcar sus aspiraciones literarias durante una temporada. Con ese
pensamiento volvió a apoyar el hombro en el umbral de la puerta, y mirando de
nuevo el reloj se sorprendió de lo tarde que era. Así se sentó en el sillón al
lado del teléfono, sorprendido y preocupado…
Caminaba despacio, con las manos en los
bolsillos de su gabán y la vista fija en el suelo. El mentón, otrora rasurado
diariamente, estaba adornado por una creciente barba de varios días que
delataba el abandono físico al que se había sometido. Sus pasos errantes no
seguían un rumbo concreto, y aunque conociesen su destino jamás podrían haberse
abierto camino a través de una niebla tan densa que le impedía discernir lo que
tenía a dos metros. Adivinaba la presencia de otras personas cuando sus voces
emergían de la espesura como el testimonio de un pasado que se difuminaba con
el paso del tiempo. Pronto dichas voces se fueron apagando, sumiendo a la
ciudad en un silencio casi sepulcral sólo roto por el eco de las desorientadas
pisadas de los transeúntes. Finalmente incluso éstas desaparecieron. Pero hacía
mucho tiempo que todo lo que le rodeaba había dejado de tener importancia de la
misma forma que su vida dejó de tener sentido desde el mismo momento en que la
luz que alumbraba su camino se había apagado. Daba igual la dirección que
tomaran sus pasos. Poco importaba las horas que pudiera andar, los kilómetros
que pudiera recorrer. Su mente estaba vacía, al igual que el camino que seguía.
Nunca sabría a ciencia cierta el
tiempo que transcurrió hasta que las voces volvieron. Pero esta vez no emergían
de la niebla, ni pertenecían a ningún viandante. Simplemente existían en su
mente. No habían aparecido de repente, sino que ya estaban allí, sólo que hasta
ese momento no había sido consciente de su presencia. Voces desconocidas pero
al mismo tiempo tan familiares, hablando al unísono, luchando por abrirse paso
hasta su conciencia. Y él sólo necesitaba sacarlas de su cabeza mientras
gritaba de dolor apretando fuertemente sus manos contra las sienes. Mientras la
niebla, alentada por su sufrimiento, le envolvía cada vez más oprimiendo sus
pulmones, arrebatándole cada centímetro cúbico de oxígeno. Entonces elevó la
vista para vislumbrar una sombra emergiendo de la misma niebla, materializada
de la nada como un madero flotando en el mar tras un naufragio. Así que corrió
con las pocas fuerzas que le quedaban, trastabillándose, cayendo de bruces y
maldiciendo en más de una ocasión mientras escapaba de la densidad opresora que
amenazaba con arrebatarle el último instinto que subsistía en su interior. El
instinto de la supervivencia.
5.
Pataleaba y se retorcía echando mano
de las pocas fuerzas que le quedaban. Sus dedos intentaban de forma frenética
encontrar un punto de apoyo que le permitiera aferrarse a la vida que se le
escapaba. La niebla se enroscaba alrededor de sus extremidades arrastrándole al
vacío, a la nada. Ahora no había nada familiar en ella, sólo era una masa
informe en continuo cambio. Ya no necesitaba engañarle con falsas esperanzas,
ni recuerdos de un amor perdido. Ya tenía lo que quería y no pensaba soltarlo.
Su cerebro era atravesado por miles de pensamientos erráticos y desesperados a
la par que las fuerzas abandonaban sus miembros. Pero a través de aquellos
febriles pensamientos una voz, tan pura y distinta a la que había escuchado tan
sólo unos momentos antes, se alzaba obligándole a luchar, a resistir hasta el
último aliento. Y como si la niebla hubiera escuchado aquella voz, empezó a
retroceder temerosa por haber usurpado una conciencia tan querida por el
escritor, que ahora se rebelaba contra un hasta ahora inevitable destino.
Se arrastró exhausto por el pasillo,
echando temerosas miradas furtivas hacia atrás, esperando verla aparecer de
nuevo. Pero ya no había rastro de la niebla y el silencio había vuelto a
adueñarse de todo lo que le rodeaba. Una vez alcanzó el despacho, cerró la
puerta tras de sí y se acurrucó en la pared más alejada de la misma, jadeando e
intentando por todos los medios que su pulso recuperase un ritmo más pausado.
En muchas ocasiones había pensado en cómo sería abandonarse a su suerte,
esperando a ser engullido por el piadoso olvido que la niebla parecía
ofrecerle. Pero no había nada piadoso en aquella experiencia, sino el preludio
de algo tortuoso y obsceno que no estaba dispuesto en ninguna circunstancia a
tolerar. Y de nuevo aquella voz dulce y a la vez firme que tanto conocía volvía
a insuflarle fuerzas para escapar de la tortura y reconducirle hacia un
objetivo liberador que él tanto anhelaba.
Una vez hubo recuperado el aliento
tras un lapso de tiempo que se le antojó interminable, decidió que era hora de
empaquetar de nuevo sus pertenencias y realizar una última escalada, hasta lo
más alto del edificio. Trataría así de aumentar en todo lo posible la distancia
entre él y su enemiga, seguro en cualquier caso de que la retirada de ésta
última sólo era algo temporal, como un descanso que se tomara tras el último
encuentro para lamerse las heridas como un animal salvaje, que enseguida
emprendería la persecución de su presa. Por este motivo decidió aligerar todo lo
posible su carga, dejando atrás entre otras pertenencias la pesada máquina de
escribir después de echarle una mirada entre nostálgica y agradecida. Ahora, la
romántica idea de finalizar su obra con el plumín y el tintero se convertía en
algo absolutamente necesario. Desechó la idea de volver a por el quinqué ya que
no quería tentar de nuevo a la suerte y comprobó de nuevo que la vela seguía
estando en su mochila. No sabía lo que tardaría en consumirse, pero aunque
tuviera que hacerlo en la penumbra, acabaría su obra a toda costa.
Sus pies, descalzos y callosos,
buscaban apoyo para tomar impulso mientras que sus manos palpaban cualquier
recoveco donde agarrarse con fuerza. Llevaba horas escalando por una superficie
irregular, con tramos derruidos que hacían casi impracticable el avance. La
idea de acceder a cualquiera de los pisos para utilizar la escalera interior le
producía aprehensión. Temía volver a encontrarse frente a frente con sus miedos
si permanecía demasiado tiempo en las entrañas del edificio. Cuando sus
músculos ardían por la tensión ejercida, tomaba descanso en una cornisa lo
suficientemente ancha como para permitirle tomar resuello durante unos minutos.
La ausencia de la más mínima corriente de aire facilitaba el ascenso, pero en
más de una ocasión perdió pie y temió caer al vacío para ser engullido por la
niebla, que parecía permanecer expectante ante tal posibilidad. Y él estaba
seguro que su cuerpo jamás llegaría a tocar el suelo. Ella lo atraparía en su
mortal abrazo sumiéndole en el más terrorífico de los olvidos.
Palpó a oscuras el suelo de la
estancia. A pesar del polvo acumulado en el piso sintió el tacto suave y frío.
Sacó de la mochila la vela y echando mano de las cerillas que había encontrado
en el despacho la encendió comprobando que el material que pisaba era algún
tipo de mármol. Pronto la cera derretida de la vela empezó a resbalar hasta su
mano quemando el dorso de la misma y provocándole un intenso pero breve dolor.
Comenzó a examinar con más detalle la estancia que era diáfana a excepción de
las columnas que sustentaban la estructura. El centro de la sala se encontraba
a un nivel ligeramente inferior, accediendo al mismo mediante dos escalones. A
su alrededor se hallaban dispuestas decenas de mesas con floridos centros y
polvorientas copas de vino y champagne cubiertas por telarañas. Al otro lado de
la enorme estancia, una plataforma con instrumentos de música estratégicamente
colocados le dio la clave para identificar el lugar como una sala de fiestas.
Cada centro de mesa estaba coronado por una vela de forma cónica, por lo que
decidió encender varias para hacerse una mejor idea del lugar al que había
llegado. El último piso del edificio.
En uno de los extremos de la sala
encontró una larga y, en su tiempo, lujosa barra de madera, y tras ésta,
dispuestas en hileras de estanterías, botellas de toda clase de licores. Tras
tomar una de whisky escocés, se dirigió al centro de la estancia, lo que
suponía era una pista de baile. En ella se intuía el dibujo de un tridente, el
mismo representado en la caja de cerillas. Colocando la mochila a modo de
almohada, se tumbó en el duro suelo de mármol con la vista clavada en el techo,
adornado por doradas lámparas de araña. Tras quitar el tapón de corcho de la
botella dio un largo trago a la misma. El alcohol proporcionó brillo a sus ojos y calor a sus
miembros. Puso el antebrazo izquierdo tras la nuca y volvió a beber sosteniendo
después la botella sobre el estómago. Se preguntaba intrigado acerca de una cuestión
que sorprendentemente había pasado por alto durante todo el tiempo que había
durado su odisea. Mientras observaba el polvo y las telas de araña acumulados
por piso y mobiliario le invadió de nuevo una sensación de atemporalidad.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que atravesó las puertas de ese edificio?
¿Semanas, meses? A juzgar por el deterioro del inmueble podrían haber
transcurrido décadas. ¿A caso la niebla podía devorar el tiempo de la misma
forma que engullía todo lo que le rodeaba? Volver a pensar en ella le provocó
un escalofrío por todo el cuerpo, por lo que volvió a darle un trago largo a la
botella crispando el gesto al sentir el ardor del líquido bajando por la
garganta.
Se incorporó pesadamente y comenzó a recorrer
con paso tranquilo aquella sala de fiestas a la que sólo se podía acceder,
según comprobó, a través de un ascensor que comunicaba con la estancia mediante
un breve pasillo adornado a ambos lados por pedestales coronados por figuras de
inspiración griega. Luego se centró en el espacio reservado a los músicos. Dos
filas de atriles a distinto nivel con amarillentas y mohosas partituras
presidían el mismo, mientras que los instrumentos descansaban en los asientos.
Girando en redondo centró su atención en la zona reservada a las mesas y más
concretamente en éstas, festivamente adornadas con manteles blancos, lazos
color carmesí y botellas de champagne cuyo contenido se había vertido sobre la
superficie provocando una mancha de color indescifrable sobre la misma. Intentó
imaginar el tipo de fiesta que se había celebrado en aquella sala. Quizá una
boda, o la bienvenida a un nuevo año, incluso la inauguración del edificio cuya
cúspide coronaba el lugar donde se encontraba. Habría sido irónico celebrar una
fiesta de inauguración de un edificio cuyas horas estaban contadas. La imagen
de los asistentes a dicho evento empezó a desfilar por su mente, convirtiéndose
en imágenes tan reales que le pareció estar asistiendo a una representación
teatral. La Señorita Bucles de Oro llevaba un vestido dorado de lentejuelas y
los labios pintados de un rojo intenso. Sentada a la mesa se acurrucaba
melosamente junto a un hombre que le triplicaba la edad, el Señor Cabellos
Plateados, vestido con un elegante esmoquin blanco. Reían estruendosamente
mientras se servían una copa más del burbujeante líquido contenido en una
botella sumergida en hielo. Cientos de botellas se descorchaban al unísono
asemejando el estruendo de un tiroteo mientras la espuma salpicaba a los
despreocupados asistentes. En la pista de baile el Señor Galán de Cine se
dejaba querer ante las atenciones de un grupo de jóvenes y no tan jóvenes
féminas, ejecutando alegres pasos con diferentes compañeras de bailes. El Señor
Estrecha Manos, el anfitrión de la fiesta, recorría animado todas y cada una de
las mesas encendiendo puros con su mechero de oro y luciendo un clavel en la
solapa de su americana. La sección de viento de la orquesta interpretaba una
frenética composición a ritmo de charlestón, mientras que el furor se extendía
por toda la sala, ahora casi en penumbra, sólo iluminada por cientos de
bengalas agitadas en el aire.
El escritor estaba maravillado por
un espectáculo tan vivido que sentía la necesidad de mover su cuerpo al compás
de la música, mientras vaciaba la botella derramando el líquido sobre su boca
abierta. Dio varios tumbos antes de caer al suelo entre risas. La botella
semivacía salió volando de su mano haciéndose añicos y esparciendo su contenido
por todo el suelo. Se reincorporó a medias quedando sentado con las piernas
estiradas, y los ecos del jolgorio resonando aún en su cerebro. Se sentía muy
animado, borracho pero muy animado. Estirando el brazo derecho alcanzó la
mochila que estaba a pocos metros de donde se encontraba y rebuscando dentro
encontró el plumín y el tintero los cuales distribuyó sobre el suelo junto con
un puñado de folios. Necesitaba extraer de su imaginación aquellas sensaciones
y plasmarlas en papel antes de que su memoria fallase una vez más. Hacía tanto
tiempo que no ejercitaba la caligrafía que al principio sus trazos eran torpes
y casi ilegibles, y su estado de embriaguez no ayudaba mucho a la causa. Cuando
completó el primer folio lo elevó para estudiarlo con atención a la luz de la
vela que había colocado en un vaso vacío, mientras soplaba para secar la tinta
aún húmeda. Los reglones, torcidos e inseguros, le desanimaron en un principio,
pero a medida que avanzaba en su escritura empezaron a mejorar ostensiblemente,
haciendo que el escritor se sintiera más cómodo. Y a medida que su mente se
despejaba, su pulso empezó a recuperar la firmeza de antaño, acostumbrado a
dibujar complejos planos.
Supo que la niebla había despertado
de nuevo cuando un murmullo de voces se alzó en su cabeza. Clamaban por escapar
de su encierro con un tono apremiante y discutían unas con otras por ser las
primeras en aflorar en la imaginación del escritor. Se incorporó rápidamente y
se dirigió a la terraza anexa a la sala asomando el cuerpo sobre una baranda de
hierro forjado. La niebla había reanudado lentamente su escalada y sólo les
separaban unos pocos pisos. ¿Sería suficiente el tiempo del que disponía? No se
entretuvo en cálculos mentales y volvió con premura a su improvisado
escritorio. Ya no le importaba la rectitud de sus reglones ni la calidad de su
caligrafía. Lo único que quedaba era escribir folio tras folio, palabra tras
palabra, permitiendo que todas las voces que había contenido en su interior se
derramasen sobre el papel conformando una historia redentora. Los trazos
cortos, economizando la tinta, abrían los candados de cientos de prisiones
continentes de ideas que pronto se plasmaban en el papel. Paulatinamente todo
lo que le rodeaba dejó de existir tal como lo conocía, sustituido por otro
universo muy diferente. Después de tanto tiempo abandonaba la realidad para
sumergirse en la historia, mientras la sala volvía a llenarse de voces, risas y
ruidoso desenfreno…
“Quentin salió por la puerta del
ascensor a un pequeño pasillo adornado a ambos lados por figuras de inspiración griega…”
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