3.
Eran las siete y media cuando
recorría el boulevard de la zona centro. La ciudad se desperezaba con el
trasiego de los camiones que descargaban su mercancía en las puertas de los
distintos negocios que se preparaban a recibir a centenares de clientes. El
país se recuperaba poco a poco de uno de sus episodios más negros, y una buena
prueba de ello era aquél espíritu consumista que parecía invadir a la población
de las distintas ciudades. La lluvia, omnipresente días atrás, había limpiado
el ambiente de una boyante ciudad industrial, en constante cambio que se
elevaba hasta el cielo como si levantase sus brazos hacia un dios invisible al
que reivindicar su emancipación de todo aquello que coartase su imparable
progreso.
Quentin avanzaba esquivando los
charcos que la lluvia había formado en el irregular firme de la acera, ignorando
la frenética actividad que le rodeaba. Tenía poco tiempo hasta la reunión con
el Santo y su mente trabajaba a toda prisa planificando la estrategia más
adecuada para salir de aquel brete de una sola pieza. Para ello debía ir
siempre un paso por delante del hombre más poderoso de la ciudad, y eso
significaba dar esquinazo a los dos torpes “sabuesos” que el irlandés había
soltado tras sus huellas. Sonrió al pararse frente a un escaparate para
observar con despreocupación los cómicos esfuerzos por pasar desapercibidos que
intentaban poner en práctica tanto Tommy “Gancho” Byrne como Lenny “Pelirrojo”
Barrett. El primero, grande y pesado como un oso, al contrario que el segundo,
delgado y nervioso como una lagartija. Y ambos con el cerebro del tamaño de una
nuez. Quentin no había dudado en ningún momento que el Santo enviaría alguno de
sus muchachos para tener controladas sus pesquisas, pero al comprobar la
identidad de éstos se sintió en cierta forma decepcionado. Pensaba que tendrían
en más alto concepto sus habilidades profesionales. A pesar de todo ello no le
convenía en absoluto llevar equipaje molesto en su pequeña incursión en el
bazar de las oportunidades de la calle Madison. Dekker, el holandés, era un
tipo bastante desconfiado y no hacía buenas migas con la gente de Donnelly, por
lo que decidió que necesitaba un buen afeitado y un corte de pelo.
La barbería del viejo Joe se
encontraba a menos de una manzana de la oficina de Dekker y era tan buena como
cualquier otra, siempre y cuando no se le tuviera demasiado aprecio al propio
gaznate. Como sospechaba, Joe dormitaba en uno de los sillones, con una novela
barata abierta en su regazo. Quentin colgó el sombrero y la gabardina en el
perchero, bien a la vista a través del cristal de la puerta de entrada, y se
dirigió hacia la puerta trasera del establecimiento que daba a un callejón a
pocos metros de la calle State. La gran rotulación del ventanal de la barbería,
impediría a sus dos torpes y circunstanciales acompañantes vislumbrar con
claridad el interior del local, así que confió en que el burdo engaño le diera
al menos media hora de ventaja, lo justo para regalar una visita a uno de los
mayores traficantes de objetos robados de toda la ciudad.
La tienda de empeño del holandés
olía a moho y a decepción. Vitrinas cubiertas de polvo exponían un pedazo de
cientos de anónimas vidas. Una pequeña etiqueta adherida a cada artículo ponía
precio a unos sueños que cambiarían de dueño tan pronto como el liviano peso de
unos cuantos billetes contentaran al anfitrión de la fiesta. Pero lo que de
verdad interesaba a Quentin se encontraba en un sótano bajo la trastienda, el
auténtico objeto del negocio de Thomas Dekker, un emigrante holandés antiguo
socio de Dolan en el lucrativo negocio del whisky de contrabando. Un sótano
totalmente diáfano albergaba un tercio de toda la mercancía robada de la
ciudad. Dicha mercancía estaba constituida principalmente por todo tipo de
objetos de coleccionista sustraídos de lujosas mansiones con el beneplácito del
personal de servicio y la indulgencia de la policía que obtenían una generosa
retribución.
—¿Has
venido a recuperar tu reloj, Quentin? —resonó una voz detrás del detective—. Debo
advertirte que el precio ha subido un poco.
—Veo
que ese trozo de hojalata que te entregué por unos pavos no es artículo de
éxito.
—No,
maldita sea. Se paró a los pocos minutos de dejármelo en prenda. Creo que
decidió que era tiempo de descansar en paz una vez que te perdió de vista. Es
lo que pasa cuando vives siempre con las horas contadas —soltó el holandés
mientras exhalaba el humo de su cigarrillo.
—Puede
que después de todo te lo recompre. Podría buscar a alguien que lo arreglase.
Le tengo cariño. Siempre retrasaba la hora lo justo. Me encantan los relojes
con personalidad —Quentin también encendió un cigarrillo de su pitillera.
—Pero
tú no has venido a comprar un reloj ¿eh Quentin? —replicó Dekker escudriñando con
sus diminutos ojos de arriba abajo al detective—. No llevas gabardina ni sombrero,
y las perneras de tus pantalones están manchadas de barro. Has venido de forma
apresurada sin prestar atención a los charcos.
—¿Es
que vas a empezar a hacerme la competencia? Somos demasiados investigadores en
esta ciudad y no creo que te saliera muy rentable. Mucho trabajo y poco dinero.
No es tu estilo decididamente.
—No
hace falta que lo jures. No hay más que ver la marca de cigarrillo que gastas —rió
entre dientes mientras le ofrecía uno de los suyos a Quentin—. Bien, desembucha…
—Tienes
una estupenda colección aquí, Thomas. Mucha gente lo ha pasado mal, pero ahora
que las cosas van mejorando el negocio sube como la espuma, ¿no es así? Pero a
decir verdad todas estas cosas son bagatela —Quentin hablaba a medida que
inspeccionaba las vitrinas donde el holandés exponía sus artículos—. Yo estoy
interesado en artículos de lujo. He tenido un golpe de suerte y quiero
comprobar lo que siente el que puede darse un capricho.
—¿Un
golpe de suerte? ¿Tú? No me hagas reír Quentin. Tú no ganarías una mano ni con
un póquer de ases. A demás se rumorea que Flanegan te anda buscando por un par
de miles.
—Te
han informado mal Thomas. Flanegan y yo somos como hermanos, uña y carne.
Seguramente me estará buscando para darme la enhorabuena –respondió de forma
irónica—. Pero permíteme que volvamos a nuestro asunto. Digamos que estoy
buscando algo caro, exclusivo y difícil de encontrar. Algo que cualquier
coleccionista desearía poseer.
—¿Podrías
concretar algo más, o quieres que empecemos a jugar a las adivinanzas?
—Échale
un vistazo a esto —dijo Quentin acercándole una amarillenta página
perteneciente a una libreta.
—¿Un
libro? —inquirió arqueando las cejas de una forma exagerada—. ¿Me haces perder
mi valioso tiempo por un cochino libro, escrito por un andrajoso muerto de
hambre que un día pensó que lo que escribía podría interesarle a alguien?
—Antes
de que tu cara enrojezca aún más —replicó Quentin alzando las manos en un gesto
conciliador— me gustaría poner en tu conocimiento que hay gente importante tras
la pista de este artículo en cuestión. Entre ellos un viejo y poderoso amigo
tuyo.
—¿No
estarás hablando de quien yo creo, verdad Quentin? —una sonrisa se empezaba a
dibujar en el rostro del holandés.
—¿Y
si así fuera, Thomas? ¿Supondría un estímulo extra para ponerse manos a la
obra? —respondió Quentin con aire despreocupado.
—Conozco
a un par de ratones de biblioteca que podrían ayudarnos…
Quentin se ajustó el ala del
sombrero y tras dirigir una última mirada a la soñolienta figura del viejo Joe
salió a la calle con aire despreocupado, justo para darse de bruces con la
inmensa mole del Gancho.
—¿Qué
hay de nuevo Tommy? Te ves bien desde aquí abajo —saludó amistosamente Quentin—.
¿Has roto algún cráneo últimamente?
—Aún
no Quentin, pero nunca es tarde para empezar —respondió Byrne atenazando con su
enorme mano el hombro del detective, provocando que éste apretase los dientes
ahogando un quejido.
—Me
alegra que te hayas arreglado para ver al jefe —gritó Lenny desde el coche—. ¿Porque
no habrás olvidado la cita con el Santo, verdad?
—Claro
que no Pelirrojo, y me venís al pelo, porque es una larga caminata… —observó
Quentin mientras era literalmente empujado al interior del automóvil.
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