El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

miércoles, 13 de febrero de 2013

Novela, con N de Negra (1ª entrega)



1ª PARTE. LA NIEBLA



1.

            Se elevaba a duras penas sobre su devastada estructura, mezcla de hormigón y metal, que asemejaba el cadáver de un inmenso animal devorado por miles de invisibles carroñeros.

            El edificio, antaño un lujoso rascacielos ahora convertido en atalaya sobre un mar blanco de espesa niebla, dominaba un vasto y desolado territorio cuyos límites parecían no tener fin. Un territorio donde el silencio era testigo mudo de la desintegración de lo que antes fue una bulliciosa ciudad. Sólo el ocasional estruendo originado en el corazón de la densa bruma daba fe de que en un tiempo existieron avenidas transitadas por viandantes, y edificios por cuyas venas fluía la vida de miles de almas que hacía ya mucho tiempo que habían desaparecido. Al igual que empezaba a hacerlo cualquier rastro de su existencia, borrada por la voracidad de la niebla, que ahora se extendía poco a poco por el último vestigio de lo que fue y que jamás volvería a ser. Una fina capa blanquecina empezaba a ascender por la base visible del edificio, lenta pero inexorablemente, penetrando por sus entrañas y desintegrando todo lo que encontraba a su paso.

            Una tenue luz brillaba en el piso cincuenta y dos donde un repiqueteo acompasado rompía el silencio reinante. La figura de un hombre encorvado sobre una máquina de escribir proyectaba una espectral sombra sobre una de las dos paredes que aún se conservaban en pie. Él mismo era una sombra de lo que en algún momento fue una persona con sus anhelos y esperanzas frustradas por el conocimiento de un final que estaba cada vez más cerca.

            Sus dedos se movían frenéticamente sobre las teclas de la Remington con una cadencia sólo interrumpida por un breve lapso de duda, o quién sabe si arrepentimiento, que duraba unos pocos segundos para dar paso de nuevo a la férrea voluntad del escritor. La máquina de escribir escupía incesante folios repletos de líneas que enseguida se reunían con los que ya cubrían como una alfombra blanca el piso de la habitación, y a los que la figura no parecía darles alguna importancia.

            La llama del quinqué osciló de forma casi imperceptible, aunque no para los aguzados sentidos del escritor que con un rápido movimiento de cabeza recorrió con su vista toda la habitación. Su instinto no le engañó, pues por la rendija de la puerta que separaba el departamento del resto del piso comenzaba a filtrarse una vez más una tenue neblina que empezaba a propagarse por todo el recinto.

            El escritor se levantó como un resorte y empezó los preparativos para una improvisada mudanza. Una más y ya había perdido la cuenta. De esta forma ató cuidadosamente el quinqué a su cinto tras lo cual introdujo la pesada máquina en la funda rígida. Echó un vistazo a la andrajosa mochila que descansaba a sus pies repleta de folios de una imprenta, una lata de queroseno junto a una vela y unas escasas viandas rescatadas de una cafetería cercana al edificio. Si bien los primeros serían suficientes para acabar la empresa que tenía entre manos, las últimas no le mantendrían alimentado más allá de dos días quizá. Se consoló pensando en que el ritmo de trabajo que había adoptado dejaba en un segundo plano una actividad tan necesaria como intrascendente dentro de muy poco.

            Desechó la idea de acceder a la planta superior mediante las escaleras interiores pues la niebla penetraba primero dentro de cada piso concentrando su voracidad en las entrañas del edificio. Así pues, tras maldecir su estupidez y falta de previsión se ajustó la mochila que ahora pesaba el doble por la presencia de la pesada Remington, y tras echar un vistazo al exterior y a la creciente bruma blanquecina que trepaba lentamente por las paredes, puso los pies en la cornisa y buscó un punto de apoyo para iniciar la escalada.

            En algún momento concibió la idea de alcanzar directamente la última planta, pero cuanta más distancia ponía de por medio entre él y su incansable perseguidora, más parecía aumentar la voracidad de la última. Se le antojaba que su nueva amiga tratara de jugar con él, tratando de alargar su inevitable encuentro. También concedió que siendo realistas, escalar en una solo jornada la distancia que le separaba de la cima se le antojaba una quimera en sí misma.

            Palpó con los dedos en busca de una rendija para poder abrir la ventana. Al no hallarla se aferró todo lo fuerte que pudo al alfeizar con una mano, mientras con la otra se desembarazó a duras penas de la mochila que utilizó como proyectil para hacer añicos el cristal. Tras retirar cuidadosamente los cristales que aún quedaban en el marco, se introdujo en el que sería su nuevo estudio durante al menos dos días.

             La habitación resultó ser un lujoso despacho con una imponente mesa de roble y un sillón reclinable de cuero marrón. Libros y códigos de derecho se amontonaban en hileras en una estantería desde el suelo hasta el techo, del mismo material noble que la mesa. Sobre ésta, que estaba cubierta de una gruesa capa de polvo, el escritor contempló un péndulo de Newton que puso en marcha tirando de la primera bola de acero para quedarse absorto con el movimiento continuo del artilugio. Quizá su mente necesitaba algún tipo de distracción después de estar dedicada durante días, posiblemente meses, en ningún otro menester excepto la escritura de su última obra. Así que después de rellenar la lámpara con la casi vacía lata de queroseno y encenderla de nuevo, decidió abrir la ventana cuidadosamente, debido a los cristales que aún colgaban de su marco, y buscar acomodo en el alféizar de la misma para deleitarse con un espectáculo tan bello como aterrador. Y pensó con cierta sorna que así debía sentirse una persona que siempre está en las nubes, pues eso es lo que rodeaba el edificio que se había convertido en su prisión. Una prisión que flotaba en un amenazante mar blanco que sumía en el olvido todo aquello que una vez conoció.


2.

            Desde que tuvo uso de razón siempre había querido ser escritor. Ya desde pequeño mostraba un talento natural para inventar historias, casi siempre para evitar las consecuencias de alguna travesura, y no había cosa en el mundo que le hiciera más ilusión que abrir un libro por la primera página preguntándose qué nuevas aventuras le depararía su lectura. Se podría decir que los devoraba, y muy pronto su habitación se asemejaba a una biblioteca ante el disgusto de su padre, pues ambos vivían en un piso pequeño invadido en su mayor parte por la afición de su único hijo.

            A los trece años le regalaron una Remington de segunda mano, la misma que años más tarde le acompañaría en su aventura literaria, con la que comenzó a plasmar en papel el producto de su fértil imaginación. Pronto cientos de historias que sólo existían en su cabeza empezaban a acumularse en un viejo baúl que heredó de su padre, orgulloso como estaba del talento de su joven vástago. Pero al igual que ocurre en muchas ocasiones, la edad cambia el carácter de las personas, y ese talento natural para la escritura se convirtió tan sólo en una habilidad latente, aún más enterrada en su subconsciente cuando comenzó la universidad.

            La arquitectura fue su extraña elección, y los primeros años pareció acertada. Era un alumno aplicado y dominaba sin problemas las asignaturas más técnicas, e incluso sus innovadores proyectos causaban admiración entre compañeros y catedráticos. Pero a medida que transcurría el tiempo una inquietud se abría paso en su conciencia, torciendo la inmaculada trayectoria que tan fácilmente había forjado. Sus diseños empezaban a escapar de la realidad y se sumergían de lleno en un plano onírico rebosantes de utópica complejidad. El respeto otrora ganado entre los docentes devenía en absurdas discusiones perdidas de antemano cuando intentaba justificar la bondad y viabilidad de sus proyectos.

            Fue al final del cuarto año de carrera cuando la conoció en una cafetería cercana a la facultad. Llevaba varios días observando a una hermosa joven de oscura cabellera que ocupaba una mesa cercana a un gran ventanal, aprovechando la claridad del día para leer abstraída una novela de Dashiell Hammett. De vez en cuando elevaba la mirada y recorría con la vista la estancia, como si estuviese buscando a alguien que tardaba en llegar para luego volver a concentrarse en su lectura. Él se sentaba cerca con sus libros de arquitectura, sus planos y sus dibujos, pero la contemplación de aquella muchacha absorbía toda su concentración. Después de vivir toda una vida de ensoñaciones la realidad había colocado delante de él un deseo que jamás antes había conocido, y se preguntó si tendría el valor suficiente para alcanzarlo. Y como si el destino hubiera escuchado sus pensamientos, ella volvió la mirada hacia donde estaba y le miró fijamente con aire inquisitorio, para después romper el gesto con una sonrisa encantadora. Acto seguido, ante su asombro, se acomodó en la mesa donde él estaba y se presentó. Resultó ser estudiante de derecho, y se pagaba los estudios trabajando en una pequeña librería. Cuando venció su innata timidez entablaron una animada conversación, o más bien ella hablaba mientras él escuchaba embobado aquel torrente de palabras que salían de su boca, contagiándole una vitalidad que jamás había sentido.

            Los días siguientes continuaron encontrándose en el mismo sitio y a la misma hora, y pronto la relación de amistad que había surgido entre ellos devino en algo más estrecho e íntimo. Él empezó a abrirse y a compartir sus miedos y frustraciones más secretos y encontró en ella a una persona que le comprendía y le apoyaba sin ambages. Con ella todo parecía más fácil, más claro y aprendió que la obcecación nunca era el camino más adecuado para alcanzar las metas que se había fijado. Así los últimos años de universidad fueron más fructíferos y su proyecto final fue el colofón que presagiaba el gran futuro profesional que le aguardaba. De esta forma su carrera empezó a despegar cuando entró a formar parte de un prestigioso despacho de arquitectos en el que sus proyectos vanguardistas pero ya más equilibrados se abrieron paso con fuerza encumbrándole a una posición envidiada. Aunque el destino tenía otros planes para él.

            Un puñado de tierra cayó sobre el ataúd, mientras el sacerdote recitaba una plegaria que no era más que palabras que no tenían ningún significado, como si perteneciesen a un idioma incomprensible para él. Su mente volaba muy lejos de aquel lugar, escapando a otro tiempo en el que las preocupaciones no tenían cabida. Recordaba a su padre como un amigo a quién recurrir cuando le acuciaba algún problema y un mentor cuando necesitaba algún consejo. Su figura se agrandaba cuando su memoria acentuaba sus virtudes y disimulaba sus defectos, y un mar de remordimientos invadía su ánimo cuando recordaba la forma en la que se había separado de él paulatinamente. Por eso descubrió demasiado tarde su enfermedad. Por eso no tuvo oportunidad de decirle lo mucho que le quería y que todo lo que pudiera llegar a ser en la vida se lo debía a él. Y por eso se encontraba ante su tumba maldiciendo su propio egoísmo, rogándole a un dios en el que no creía por una oportunidad para volver atrás en el tiempo y enmendar su propia estupidez.

            Se hallaba sentado frente a su antigua máquina de escribir, tan reluciente que parecía nueva. Sin lugar a dudas su padre se había ocupado de mantenerla en un estado impoluto, quién sabe si con la esperanza de volver a escuchar la pulsación de sus teclas algún día que nunca llegó. Pasó un dedo por la cinta y comprobó que apenas se había estrenado. Al otro lado de la habitación se encontraba el antiguo baúl de su padre, que había servido de refugio a tantos sueños. Abrió la tapa y los vio, pulcramente colocados, reminiscencias de tiempos que jamás volverían. Y de esta forma se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar por primera vez desde que era un niño. Una figura femenina apoyada hasta entonces en el umbral de la puerta, entró en la habitación y acarició dulcemente su pelo con una mano. Cuando él volvió la mirada hacia la figura, vio a la que se había convertido en su mujer hacía apenas unos meses, la mujer que constituía los pilares sobre los que había construido una vida con la que siempre había soñado. Rodeó sus caderas con los brazos y apoyando la cabeza en su vientre cerró los ojos hasta que el tiempo desapareció por completo.

            En los días que siguieron al funeral su carácter afable y abierto se tornaba taciturno y algo huraño ante la preocupada mirada de su mujer. Ella intentaba actuar como si nada hubiera cambiado, pero en la noche, acostados uno junto al otro, ya no había caricias ni suaves alientos acariciando la nuca. Las respiraciones graves y los movimientos inquietos sustituían las atenciones que se dispensaban, y el sexo, antaño carnal y apasionado se convirtió en algo rutinario, casi como un ritual que cumplir cada noche. Ella incluso creía escuchar como el cerebro de su marido continuaba en constante funcionamiento impidiéndole disfrutar del descanso que tanto necesitaba.

            La rutina se había convertido en su prisión, y su trabajo en condena. Un trabajo que coartaba su inspiración, su creatividad. Y el tiempo empeoraba esa sensación. Cada vez que se sentaba delante de su mesa de estudio y extendía un plano vislumbraba miles de formas de planificar un proyecto, pero ninguna sola que se pudiera llevar a la práctica. Entonces se volvía al viejo baúl rescatado de casa de su padre y releía una y otra vez aquellos relatos que tanto conocía pero que ahora parecían escritos por otra persona totalmente distinta a él. Y lo peor de todo era sentir el sufrimiento de su mujer, impotente al comprender que no podía ayudarle por primera vez desde que se conocieron. ¿Pero cómo podría explicarle lo que sentía? ¿Cómo confesarle que se encontraba atrapado en un trabajo que odiaba y que vivía una mentira desde hacía tanto tiempo? Todo era mentira excepto ella y por eso no quería decepcionarla. Y se hallaba inmerso en todas esas elucubraciones mientras abría la puerta de su casa de regreso del trabajo. Todo estaba tranquilo y oscuro. Sólo una tenue luz se filtraba por la rendija de la puerta cerrada de su despacho. Cuando entró en el la vio allí, sentada en el suelo al lado del viejo baúl, rodeada de papeles, enfrascada en la lectura de sus sueños de infancia. Y levantando la vista de ellos hacia donde él se encontraba, le dijo con total naturalidad: “Tienes que empezar a escribir de nuevo”.

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