Se inclinaba sobre una hoja en blanco, mirándola fijamente.
Intentando descifrar las letras que debían estar allí, como siempre hacía. Como
un escultor que miraba un bloque informe escudriñando la figura que se
encontraba en su interior. Pero esta vez no era capaz de ver nada. Tan sólo un
trozo de papel blanco.
Levantó la vista y miró a su alrededor. La habitación estaba
en penumbra, sólo alumbrada por la luz de la vela. No había allí ecos de voces
que le sirvieran de compañía, y entonces fue consciente de su soledad. La
tristeza se adueñó de su sempiterno carácter optimista, venciendo poco a poco
su ánimo.
Una lágrima resbaló por su mejilla y cayó sobre el papel. Él
estudió el dibujo de la lágrima en la hoja en blanco y consiguió vislumbrar lo
que se escondía en aquel vacío que tanto le aterraba. Y lo que vio no le gustó.
No era eso precisamente lo que quería escribir. Quería escribir historias
alegres, enternecedoras, que consiguieran conmover el corazón de las personas.
Pero sabía que tenía que escribir lo que le dictaba aquel trozo de papel. Y por
eso empezó a llorar desconsolado, de tal forma que llenó hasta la mitad un
tintero vacío con el jugo salado de su pena.
Entonces se quedó mirando el contenido de aquel tintero y se
le ocurrió una idea. Mojó la pluma de ganso en su interior y comenzó a escribir
sin descanso llenando varias páginas con su triste prosa. Luego observó el
resultado de su trabajo. Aunque aquellos papeles estaban en blanco, él sabía
muy bien lo que decían. Conocía muy bien el sentimiento que había impulsado su
escritura. Y le alivió comprobar que nadie leería jamás las líneas allí
manuscritas…
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