El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

domingo, 30 de diciembre de 2012

El artesano



            Fabricaba sus pipas de manera artesanal, por eso cada pieza era única. El brezo pulido que sostenía de manera firme no era un trozo de madera inerte, si no un ente lleno de vida, y sus vetas se asemejaban a las venas por las que transcurrían años de sabiduría y voluntad frente a la adversidad y la inclemencia.

            Cuando no era más que una raíz pesada e informe, él era capaz de desentrañar su alma y su propia esencia torneando poco a poco el duro material, devolviendo a la vida algo que había permanecido enterrado, no sólo bajo la tierra.

            La mezcla de Burley aromatizada era desmenuzada por sus experimentados dedos que después dejaban caer la dorada hierba en la cazoleta de forma delicada. Una capa más suelta primero y después otra que con ayuda de sus pulgares era prensada armoniosamente girando la pipa lentamente hasta que la superficie presentaba un aspecto uniforme. Luego acercaba la cerilla y aspiraba varias veces sin demasiada vehemencia, hasta que dicha superficie se iluminaba con un resplandor rojizo. El atacador recorría circularmente la mezcla, ahora ligeramente blanquecina y un pequeño golpe desechaba las hebras que debían desprenderse, y así se daba de nuevo vida a algo que antes no la tenía.

            Las volutas de humo se elevaban dibujando arabescos en el aire, y si miraba a través de ellos, la realidad se difuminaba a la vez que el embriagador aroma inundaba sus sentidos. Es entonces cuando todo lo que le rodeaba dejaba de existir, y el artesano podía modelar el mundo a su gusto…

La torre



Lleva horas corriendo, ¿o tan sólo son minutos? Hace mucho que ha perdido la noción del tiempo, y su respiración se convierte en la única referencia que transforma su huída en algo tan real como la sensación de pavor exudan todos los poros de su cuerpo.

Su vista recorre de forma ansiosa un irreal paisaje monocromo en busca de algún indicio que le indique el camino que pueda transportarlo lejos de la amenaza que se cierne sobre su cabeza. Pero… ¿cómo encontrar una referencia cuando es el vacío lo que le envuelve? Ni siquiera el sol o la luna pueden orientarle, pues los dos astros celestes jamás han existido en esta pesadilla en que se va sumiendo cada vez más profundamente.

Su frenética huída a ninguna parte choca una y otra vez contra un muro invisible que le obliga a variar su rumbo errante y sus pasos vuelven a buscar una ruta que les permita mantenerse en movimiento. Entonces eleva la mirada y la encuentra de nuevo allí, y se pregunta, mientras el histerismo se va haciendo dueño de su razón, cómo es posible que se haya materializado ante él algo que hace tan sólo unos segundos no estaba en aquel lugar. Pero la realidad es que se yergue frente a él, tan enorme que su sombra sume el universo en una oscuridad tan desasosegadora que le hace comprender que ya no hay esperanza.

Su base es cuadrada, y las cuatro caras están rematadas en su parte superior por sendos matacanes de piedra, tan negra como la de la propia torre. Los merlones que la coronan tienen apenas dos metros de separación, por lo que las dimensiones de la torre hacen imposible poder contarlos.  El puente levadizo se desprende poco a poco de la estructura con un perezoso rugido de madera, mientras que las cadenas que sostienen su lento descenso chirrían estrepitosamente en sus enormes poleas.

Cuando el rastrillo empieza su inexorable ascenso, sabe lo que vendrá a continuación. Un seco sonido de cascos, primero apagado, pero a medida que su destino le alcance, ese galope se hará cada vez más ensordecedor, y cada uno de sus músculos se petrificarán de terror, pues cada metro de distancia que recorra el caballero negro, se convertirán en los granos de arena que caen en un reloj que marcarán los suspiros que le quedan a su existencia.

El caballo se eleva  sobre sus cuartos traseros en una señal de triunfo, negro como la oscuridad que los rodea, y tan sólo dos ojos llameantes iluminan su contorno. La oscura armadura del caballero que lo monta tiene un brillo mate, al igual que la descomunal espada que eleva a un cielo sin sol ni luna. El yelmo, rematado por un penacho de plumas de avestruz no tiene  celada, pues está unido a la armadura, conformando una única pieza.

Hinca las rodillas en el suelo bajo las sombra del oscuro caballero, y con un gesto de resignación, baja la cabeza desechando cualquier atisbo de esperanza, mientras la espada silba dibujando una perfecta curva descendente.

El profesor  explica pacientemente al alumno, que el jaque mate árabe es una jugada básica que no le costará mucho dominar, pues sólo debe recordar las casillas donde colocar el caballo y la torre. Y aunque el joven aprendiz asiente resignado, no encuentra el momento para emprender de nuevo la ahora inalcanzable quimera de derrotar al anciano maestro. Así que coloca de nuevo las piezas y mira ansiosamente a su contrincante…


viernes, 28 de diciembre de 2012

La afrenta

© el7bara


—Le repito don Andrés, que esta disputa es cuando menos esperpéntica. ¡Olvidemos nuestras rencillas, sean cuales fueren, y demos gracias a nuestro bien amado Felipe IV por gobernar con mano firme un país donde dos hombres pueden disfrutar de un maravilloso día de campo!

—¡Ahórrese su palabrería don Francisco, para las mujeres de mala reputación que tanto gusta frecuentar y póngase en guardia de una maldita vez!

—¡Maldita sea su estampa! ¿Es que acaso no tendrá la cortesía de exponer el motivo por el que nos hallamos inmersos en esta lamentable situación?

—¡Estoy en mi derecho a no reproducir la mofa de la que fui objeto la pasada noche! No es mi problema que estuviera usted tan ebrio que ni si quiera se acuerde de sus propios actos. Simplemente aceptó las condiciones del duelo… ¡y eso es todo lo que importa!

            Don Francisco se volvió interrogante hacia maese Rodríguez, que parecía ser su testigo en ese improvisado duelo.

—¿Acaso no tengo yo derecho a conocer el motivo de la afrenta que supuestamente he cometido ante este buen caballero?

—En realidad, como bien dice don Andrés, una vez que usted ha aceptado los términos de la contienda podría muy bien darse el caso en el que usted se fuera al reino de los cielos con un palmo de acero en sus entrañas desconociendo dichos motivos. Es su derecho.

—Pero válgame el cielo maese Rodríguez, no le anime usted…

—Perdón.

            Desembarazáronse ambos contendientes de sus casacas, don Andrés con gesto impaciente, mientras de don Francisco con aire resignado. El primero era un hombre de aspecto seco y austero, al igual que sus modales, que rondaba la cincuentena, mientras que el segundo, un joven impecable y alegre en su forma de vestir y vivir la vida, había sobrepasado por poco la treintena.

            Una vez se pusieron en posición de guardia y rozaron ligeramente el acero de sus espadas, don Francisco levanto la mano deteniendo momentáneamente un duelo que aún no había comenzado.

—Doña Lucía…

—¡Pardiez! ¿A qué se refiere usted ahora?

—La prima del Marqués, ¿verdad? Ella es la razón de esta disputa. Pues sepa que el nombre de usted salió a colación la otra noche y ella misma me comentó que a pesar de sus atenciones e insistencia, el mero hecho de imaginarle convertido en su esposo le provocaba un molesto ardor de estómago. Así pues no debe vuestra merced echarme la culpa de sus frustraciones, pues no soy el origen de las mismas.

—¡Maldito gusano infecto! Lo mataría dos veces si ello fuera posible. ¡Deje de dar palos de ciego y céntrese en lo que tenemos entre manos!

            Sin más contemplaciones don Andrés lanzó una furiosa estocada, más fruto de la ira que de la escuela, que don Francisco logró desviar en primera, no sin apuros, para, una vez recuperada la posición de guardia, tirar a fondo lo que hizo trastabillar a su contrincante que a duras penas se mantuve en pie.

            Una vez más don Francisco elevó la mano deteniendo el combate y enervando aún más si cabe los ánimos de don Andrés.

—Recuerdo vagamente una conversación que versaba sobre la extensión de sus tierras. Vuestra merced insistía en que veinte fanegas eran pocas para calcular la misma, y yo le respondí cortésmente que dado que usted no había plantado en la vida ni una semilla, no era correcto utilizar la fanega como unidad de medida. De hecho le recomendé usar la vara cuadrada, por lo que en todo caso sus tierras ocuparían una extensión proporcional a 200.000 varas, sin contar con el terreno anejo a las tierras de don Gregorio que usted se apropió de forma indebida desplazando el muro que delimita ambos terrenos al menos 10.000 varas más, o una fanega, si usted insiste. ¿Es ese acaso el objeto de la disputa?

—¡La vara se la voy a meter yo por el culo!

—¡Válgame el cielo, Don Andrés! No sabía yo que vuestra merced tenía esos gustos…

—¡Doble injuria, doble castigo!

            Dicho esto don Andrés atacó con una furia tal que hizo retroceder a su oponente hasta un viejo olmo, donde lo ensartó hundiendo la hoja un palmo y perforándole el pulmón izquierdo.

            De todos era bien sabido que las aptitudes para la esgrima de don Francisco eran muy superiores a las de su contrincante, ya que había estudiado con los mejores maestros de toda Europa, pero la resaca producto de una noche de desenfreno, unida a las conjeturas acerca del envite que aún en su último suspiro no conseguía sacar de su cabeza, conformaron los desencadenantes del fatal desenlace.

            Mientras don Francisco agonizaba en el suelo, don Andrés se colocó apropiadamente la casaca y de una caja de forma redondeada que su asistente sostenía sacó una peluca blanca, tan de moda en la corte de Luis XIII y que poco a poco se iba introduciendo en España, que se ajustó en la cabeza.

            Don Francisco empezó a reír desde el suelo, y con su último suspiro murmuró: ahora me acuerdo…

La encina



            Jamás he sido un hombre creyente, y es muy posible que cuando abandone este mundo se desate entre la gente que aún hoy fuerza una sonrisa cuando cruza su mirada con la mía toda clase de habladurías. He dicho que no soy creyente, pero no es una definición exacta, pues si bien es cierto que no comparto las ideas que mueven la vida de la mayor parte de mis conciudadanos, no es menos cierto que puedo vislumbrar un concepto que a mí me sirve como fundamento para explicar una serie de cuestiones que me impulsan a no aceptar lo que nos intentan imponer como cierto en el desarrollo de nuestra personalidad.


            Cuantas veces hemos sentido impotencia a la hora de buscar respuestas ante aquellos que se vanaglorian de saberlo todo, como si chocáramos ante el mismo muro una y otra vez. Cuántas veces han menospreciado nuestras ideas por ser contrarias a lo que la razón y el buen juicio deciden que es lo correcto. ¿Y qué es la razón y el buen juicio sino una norma de comportamiento impuesta por esas mismas personas que representan la intolerancia ante cualquier atisbo de rebeldía ante esa misma norma impuesta?


            Mis ojos están irritados después de tantas horas, tantos días, tantos años, toda una vida, ¿o quizá más de una? buscando una respuesta entre las palabras escritas por grandes pensadores que han intentado dar una explicación a un concepto, y llegado a este punto me doy cuenta de que jamás encontraré la respuesta en dichas líneas, escritas por personas influenciadas por una educación, un pensamiento, una creencia, que no son las suyas propias, sino aquellas que alguien les mostró como las verdaderas. Por lo tanto es lógico pensar que parten de una premisa errónea.


            Elevo la vista al cielo, parcialmente cubierto por la copas de los sauces que se extienden a lo largo del paseo, y aspiro el húmedo aire, y recuerdo las veces que he recorrido este sendero, mientras mis dedos se entrelazaban con fuerza alrededor de los suyos, como si tuviera miedo de que echase a volar como una de las cientos de hojas que caen al suelo en otoño. Pero enseguida caigo en la cuenta que desde hace muchos años, quizá demasiados, mi mano sólo se aferra al puño de mi bastón. Entonces decido regresar a mi solitaria casa para enfrascarme en la lectura de algún libro, hasta que llegue la hora de permitir que mis cansados huesos se tomen su merecido descanso.


            Los sueños son tan reales que a veces me siento más vivo cuando estoy dormido. Es entonces cuando acuden a mi mente lugares, personas, sentimientos que creo haber vivido y que tienen tanto sentido para mí que cuando despierto y me levanto para acercarme al espejo, la persona que me devuelve la mirada es un extraño, hasta que el hechizo se desvanece y reconozco de nuevo las profundas arrugas que son las líneas de una historia que la vida ha escrito en mi rostro. Pero soy consciente de todo lo que he vivido en ese mundo que habitamos cuando las sombras de la noche nos sumen en un estado muy parecido a la muerte, pero que para mí es el comienzo del viaje cuyo final veo ahora tan cerca.


            Estrecho una vez más el pañuelo de seda contra mi rostro he intento capturar las huellas de una vida que ya no está allí, y la mente engaña a mis sentidos y me traslada a un pasado que ya no volverá. Observo con devoción la imponente silueta de una encina representada en el centro del pañuelo, el único motivo ornamental del mismo. Cuántas veces nos cobijó su sombra, cuántas veces apoyamos la espalda en su tronco, sintiendo la seguridad que transmitía su perdurabilidad, casi eterna, deseando que el tiempo se detuviera para disfrutar ese momento para toda la eternidad. Pero ningún momento es perdurable, y las sensaciones se desvanecen al tiempo que pliego con cuidado ese trozo de tela, mientras que me doy cuenta, que al igual que este pañuelo, mi vida se llena de pliegues con el paso del tiempo, y entonces descubro con tristeza que desde hace mucho tiempo dichos pliegues no guardan en su interior ninguna encina. Tan sólo uno de ellos esconde un momento perdurable en el tiempo, que se corresponde con los años más felices de mi existencia.


            No volveré la vista atrás cuando abandone la tierra que me ha visto crecer. Es extraña la manera en la que nos aferramos a un pasado y a todo lo que pertenece a él cuando intentamos mantener con vida un recuerdo que tememos perder de otra forma. Yo no haré tal cosa, pues conozco mi destino, y no dudaré en ir a su encuentro para buscar mis recuerdos no en un pasado que no volverá, sino en un futuro que ansío alcanzar una y otra vez y que constituye la única razón de la búsqueda que he iniciado hace ya tanto tiempo.


            Apoyo la frente contra la ventanilla del tren, y a través de mi propio reflejo observo un paisaje que no me es en absoluto desconocido, a pesar de que es la primera vez que mis ojos son testigos de su majestuosidad. La tierra es amarilla, y sólo pequeños vestigios de vegetación rompen su armonía, luchando por crecer en un medio ingrato. Una tierra endurecida que se ha adaptado a un clima inclemente. Creo estar soñando, porque un sentimiento de familiaridad se adueña de mis sentidos, y no me parece estar llegando a ningún sitio, sino más bien regresando. Y si lo pienso bien, en realidad puede que esté despertando de un sueño. Nací y crecí en una tierra fértil y generosa, pero es ahora, mientras veo desfilar a gran velocidad la hermosura de la dehesa cuando sé que he llegado a mi hogar.


            El camino es pedregoso, y el viaje en tren ha entumecido de tal forma mis envejecidos miembros que empiezo a dudar si lograré completar mi empresa. Apoyo con dificultad el bastón en un suelo sembrado de terrones de tierra reseca y en más de una ocasión temo dar con mis huesos en el duro y abrasador camino que el tiempo ha ido dibujando, un camino que conozco muy bien, aunque nunca lo he recorrido, o tal vez sí. Una roca desgastada sirve de asiento a mi cuerpo, también desgastado por el tiempo, y me permite recuperar el aliento, mientras seco el sudor de mi frente con el dorso de mi mano, que utilizo a continuación a modo de visera intentando vislumbrar el final de mi propio camino. Allí a lo lejos adivino las redondeadas copas del encinar, quietas, impasibles, cuya sombra anhelo en estos momentos más que cualquier otra cosa. Y siento de nuevo como mis ajados músculos vuelven a recobrar el vigor de antaño, mientras me desprendo de la americana que arrojo a un lado, para proseguir a continuación el recorrido, sólo que esta vez no soy consciente de que mis piernas se mueven aun sin la necesidad del bastón, y casi sin darme cuenta estoy de nuevo al pie del encinar.


            Observo con respeto e incluso veneración como se levantan erguidas y majestuosas con sus pequeñas hojas inamovibles. Muchas llevan aquí varios siglos, y han sido testigos de parte de nuestra historia. Si acercase el oído a una de ellas sería hermoso escuchar tantos años de sabiduría corriendo por sus raíces, tantas cosas que aprender de su mudo devenir por una tierra dura pero hermosa en su crudeza, y si posase la mano en su tronco podría sentir la firmeza de una voluntad inquebrantable a través del paso del tiempo.

           
            Estoy ante ella, y no sé como lo he hecho. Sólo sé que mi mente recuerda muy bien el camino que han seguido mis pasos, que no han vacilado en ningún momento. No es la más grande ni la más longeva. Su tronco se eleva retorcido y nudoso, y el suelo está sembrado por su ovalado fruto. Sus ramas parecen retorcerse dibujando figuras en un cielo despejado, a pesar de que ni el menor vestigio de brisa corre entre ellas. A sus pies, un canto redondeado parece haberse fundido con la tierra después de tantos años alojado en el mismo lugar. Araño con la punta de mi bastón alrededor del canto, en busca de un pequeño resquicio, y tras encontrarlo introduzco el pedazo de madera que me ha servido de apoyo durante tanto tiempo, sin importarme quebrarlo en dos por la fuerza que voy a ejercer, pues sé que ya no lo necesitaré más, pero nada de esto sucede, pues la piedra de desplaza con suavidad, dejando al descubierto una oxidada caja de metal.


Mis manos tiemblan cuando levanto, no sin esfuerzo, el rectangular objeto, y siento flaquear mis piernas mientras busco la seguridad del apoyo que me ofrece el tronco de la encina. Y así, sentado con la espalda contra el robusto árbol, un torrente de sensaciones inundan todas y cada una de mis terminaciones nerviosas, haciendo que se me erice todo el pelo. Cierro los ojos y me dejo llevar por este momento que he vivido tantas veces, hasta que poco a poco los latidos de mi corazón se van normalizando.


Poso la mano sobre la caja recreándome unos instantes antes de retirar pausadamente la tierra que recubre la tapa para después abrirla con cuidado, mientras los goznes chirrían perezosamente. En su interior, un pedazo de tela hecho casi jirones por el paso del tiempo oculta en su interior una desgastada encuadernación cuya antigüedad no logro calcular. No me hace falta abrirla para saber lo que pone en ella. Puede que no recuerde con detalle cada una de las palabras escritas en ella, pero si conozco su significado, las emociones que han impulsado su escritura, el amor que emana de sus letras. Mientras recorro con mis dedos las delicadas hojas del manuscrito, adivino en ellas diversas caligrafías, escritas de distintos puños, pero gobernados por una sola mente, una sola alma, la mía propia. Entonces saco mi pluma, y comienzo a escribir, y mientras escribo vuelvo a llorar después de tantos años, pero esta vez no es de dolor, sino de alegría, porque ahora recuerdo una vez más que volveré a amar de nuevo, eternamente, y a través de tiempo.


           
            He devuelto la caja a su lugar, y con las pocas fuerzas que albergo logro colocar de nuevo el canto en su sitio. El crepúsculo del día va ganando terreno con rapidez, de la misma forma que la vida abandona mi decrépito cuerpo sumiéndome en un profundo y definitivo sueño. En él mis dedos se entrelazan alrededor de los de una joven a la que veo por primera vez, pero que conozco desde siempre. Su otra mano se abre lentamente para dejar caer un fruto ovalado en un agujero, cavado en una tierra tan árida que me parece imposible que de ella pueda crecer algo tan orgullosamente firme. Pero sé que lo hará, al igual que lo harán los frutos que vuelen de sus ramas, y el encinar esperará paciente mi regreso. Mi búsqueda ha terminado a la vez que el último suspiro se eleva hasta mi boca. Y una nueva comenzará cuando despierte, en otro lugar, en otro cuerpo, hasta que la encuentre de nuevo.