Jamás he sido un hombre creyente, y
es muy posible que cuando abandone este mundo se desate entre la gente que aún
hoy fuerza una sonrisa cuando cruza su mirada con la mía toda clase de
habladurías. He dicho que no soy creyente, pero no es una definición exacta,
pues si bien es cierto que no comparto las ideas que mueven la vida de la mayor
parte de mis conciudadanos, no es menos cierto que puedo vislumbrar un concepto
que a mí me sirve como fundamento para explicar una serie de cuestiones que me
impulsan a no aceptar lo que nos intentan imponer como cierto en el desarrollo
de nuestra personalidad.
Cuantas veces hemos sentido
impotencia a la hora de buscar respuestas ante aquellos que se vanaglorian de
saberlo todo, como si chocáramos ante el mismo muro una y otra vez. Cuántas
veces han menospreciado nuestras ideas por ser contrarias a lo que la razón y
el buen juicio deciden que es lo correcto. ¿Y qué es la razón y el buen juicio
sino una norma de comportamiento impuesta por esas mismas personas que
representan la intolerancia ante cualquier atisbo de rebeldía ante esa misma
norma impuesta?
Mis ojos están irritados después de
tantas horas, tantos días, tantos años, toda una vida, ¿o quizá más de una?
buscando una respuesta entre las palabras escritas por grandes pensadores que
han intentado dar una explicación a un concepto, y llegado a este punto me doy
cuenta de que jamás encontraré la respuesta en dichas líneas, escritas por
personas influenciadas por una educación, un pensamiento, una creencia, que no
son las suyas propias, sino aquellas que alguien les mostró como las
verdaderas. Por lo tanto es lógico pensar que parten de una premisa errónea.
Elevo la vista al cielo,
parcialmente cubierto por la copas de los sauces que se extienden a lo largo
del paseo, y aspiro el húmedo aire, y recuerdo las veces que he recorrido este
sendero, mientras mis dedos se entrelazaban con fuerza alrededor de los suyos,
como si tuviera miedo de que echase a volar como una de las cientos de hojas
que caen al suelo en otoño. Pero enseguida caigo en la cuenta que desde hace
muchos años, quizá demasiados, mi mano sólo se aferra al puño de mi bastón.
Entonces decido regresar a mi solitaria casa para enfrascarme en la lectura de
algún libro, hasta que llegue la hora de permitir que mis cansados huesos se
tomen su merecido descanso.
Los sueños son tan reales que a
veces me siento más vivo cuando estoy dormido. Es entonces cuando acuden a mi
mente lugares, personas, sentimientos que creo haber vivido y que tienen tanto
sentido para mí que cuando despierto y me levanto para acercarme al espejo, la
persona que me devuelve la mirada es un extraño, hasta que el hechizo se
desvanece y reconozco de nuevo las profundas arrugas que son las líneas de una
historia que la vida ha escrito en mi rostro. Pero soy consciente de todo lo
que he vivido en ese mundo que habitamos cuando las sombras de la noche nos
sumen en un estado muy parecido a la muerte, pero que para mí es el comienzo
del viaje cuyo final veo ahora tan cerca.
Estrecho una vez más el pañuelo de
seda contra mi rostro he intento capturar las huellas de una vida que ya no
está allí, y la mente engaña a mis sentidos y me traslada a un pasado que ya no
volverá. Observo con devoción la imponente silueta de una encina representada
en el centro del pañuelo, el único motivo ornamental del mismo. Cuántas veces
nos cobijó su sombra, cuántas veces apoyamos la espalda en su tronco, sintiendo
la seguridad que transmitía su perdurabilidad, casi eterna, deseando que el
tiempo se detuviera para disfrutar ese momento para toda la eternidad. Pero
ningún momento es perdurable, y las sensaciones se desvanecen al tiempo que
pliego con cuidado ese trozo de tela, mientras que me doy cuenta, que al igual
que este pañuelo, mi vida se llena de pliegues con el paso del tiempo, y
entonces descubro con tristeza que desde hace mucho tiempo dichos pliegues no
guardan en su interior ninguna encina. Tan sólo uno de ellos esconde un momento
perdurable en el tiempo, que se corresponde con los años más felices de mi
existencia.
No volveré la vista atrás cuando
abandone la tierra que me ha visto crecer. Es extraña la manera en la que nos
aferramos a un pasado y a todo lo que pertenece a él cuando intentamos mantener
con vida un recuerdo que tememos perder de otra forma. Yo no haré tal cosa,
pues conozco mi destino, y no dudaré en ir a su encuentro para buscar mis
recuerdos no en un pasado que no volverá, sino en un futuro que ansío alcanzar
una y otra vez y que constituye la única razón de la búsqueda que he iniciado
hace ya tanto tiempo.
Apoyo la frente contra la ventanilla
del tren, y a través de mi propio reflejo observo un paisaje que no me es en
absoluto desconocido, a pesar de que es la primera vez que mis ojos son
testigos de su majestuosidad. La tierra es amarilla, y sólo pequeños vestigios
de vegetación rompen su armonía, luchando por crecer en un medio ingrato. Una
tierra endurecida que se ha adaptado a un clima inclemente. Creo estar soñando,
porque un sentimiento de familiaridad se adueña de mis sentidos, y no me parece
estar llegando a ningún sitio, sino más bien regresando. Y si lo pienso bien,
en realidad puede que esté despertando de un sueño. Nací y crecí en una tierra
fértil y generosa, pero es ahora, mientras veo desfilar a gran velocidad la
hermosura de la dehesa cuando sé que he llegado a mi hogar.
El camino es pedregoso, y el viaje
en tren ha entumecido de tal forma mis envejecidos miembros que empiezo a dudar
si lograré completar mi empresa. Apoyo con dificultad el bastón en un suelo
sembrado de terrones de tierra reseca y en más de una ocasión temo dar con mis
huesos en el duro y abrasador camino que el tiempo ha ido dibujando, un camino
que conozco muy bien, aunque nunca lo he recorrido, o tal vez sí. Una roca
desgastada sirve de asiento a mi cuerpo, también desgastado por el tiempo, y me
permite recuperar el aliento, mientras seco el sudor de mi frente con el dorso
de mi mano, que utilizo a continuación a modo de visera intentando vislumbrar
el final de mi propio camino. Allí a lo lejos adivino las redondeadas copas del
encinar, quietas, impasibles, cuya sombra anhelo en estos momentos más que
cualquier otra cosa. Y siento de nuevo como mis ajados músculos vuelven a
recobrar el vigor de antaño, mientras me desprendo de la americana que arrojo a
un lado, para proseguir a continuación el recorrido, sólo que esta vez no soy
consciente de que mis piernas se mueven aun sin la necesidad del bastón, y casi
sin darme cuenta estoy de nuevo al pie del encinar.
Observo con respeto e incluso
veneración como se levantan erguidas y majestuosas con sus pequeñas hojas
inamovibles. Muchas llevan aquí varios siglos, y han sido testigos de parte de
nuestra historia. Si acercase el oído a una de ellas sería hermoso escuchar
tantos años de sabiduría corriendo por sus raíces, tantas cosas que aprender de
su mudo devenir por una tierra dura pero hermosa en su crudeza, y si posase la
mano en su tronco podría sentir la firmeza de una voluntad inquebrantable a
través del paso del tiempo.
Estoy ante ella, y no sé como lo he
hecho. Sólo sé que mi mente recuerda muy bien el camino que han seguido mis
pasos, que no han vacilado en ningún momento. No es la más grande ni la más
longeva. Su tronco se eleva retorcido y nudoso, y el suelo está sembrado por su
ovalado fruto. Sus ramas parecen retorcerse dibujando figuras en un cielo
despejado, a pesar de que ni el menor vestigio de brisa corre entre ellas. A
sus pies, un canto redondeado parece haberse fundido con la tierra después de
tantos años alojado en el mismo lugar. Araño con la punta de mi bastón
alrededor del canto, en busca de un pequeño resquicio, y tras encontrarlo
introduzco el pedazo de madera que me ha servido de apoyo durante tanto tiempo,
sin importarme quebrarlo en dos por la fuerza que voy a ejercer, pues sé que ya
no lo necesitaré más, pero nada de esto sucede, pues la piedra de desplaza con
suavidad, dejando al descubierto una oxidada caja de metal.
Mis manos
tiemblan cuando levanto, no sin esfuerzo, el rectangular objeto, y siento
flaquear mis piernas mientras busco la seguridad del apoyo que me ofrece el
tronco de la encina. Y así, sentado con la espalda contra el robusto árbol, un
torrente de sensaciones inundan todas y cada una de mis terminaciones
nerviosas, haciendo que se me erice todo el pelo. Cierro los ojos y me dejo
llevar por este momento que he vivido tantas veces, hasta que poco a poco los
latidos de mi corazón se van normalizando.
Poso la
mano sobre la caja recreándome unos instantes antes de retirar pausadamente la
tierra que recubre la tapa para después abrirla con cuidado, mientras los goznes
chirrían perezosamente. En su interior, un pedazo de tela hecho casi jirones
por el paso del tiempo oculta en su interior una desgastada encuadernación cuya
antigüedad no logro calcular. No me hace falta abrirla para saber lo que pone
en ella. Puede que no recuerde con detalle cada una de las palabras escritas en
ella, pero si conozco su significado, las emociones que han impulsado su
escritura, el amor que emana de sus letras. Mientras recorro con mis dedos las
delicadas hojas del manuscrito, adivino en ellas diversas caligrafías, escritas
de distintos puños, pero gobernados por una sola mente, una sola alma, la mía
propia. Entonces saco mi pluma, y comienzo a escribir, y mientras escribo
vuelvo a llorar después de tantos años, pero esta vez no es de dolor, sino de
alegría, porque ahora recuerdo una vez más que volveré a amar de nuevo,
eternamente, y a través de tiempo.
He devuelto la caja a su lugar, y
con las pocas fuerzas que albergo logro colocar de nuevo el canto en su sitio.
El crepúsculo del día va ganando terreno con rapidez, de la misma forma que la
vida abandona mi decrépito cuerpo sumiéndome en un profundo y definitivo sueño.
En él mis dedos se entrelazan alrededor de los de una joven a la que veo por
primera vez, pero que conozco desde siempre. Su otra mano se abre lentamente
para dejar caer un fruto ovalado en un agujero, cavado en una tierra tan árida
que me parece imposible que de ella pueda crecer algo tan orgullosamente firme.
Pero sé que lo hará, al igual que lo harán los frutos que vuelen de sus ramas,
y el encinar esperará paciente mi regreso. Mi búsqueda ha terminado a la vez
que el último suspiro se eleva hasta mi boca. Y una nueva comenzará cuando
despierte, en otro lugar, en otro cuerpo, hasta que la encuentre de nuevo.