Lleva horas corriendo, ¿o tan sólo son
minutos? Hace mucho que ha perdido la noción del tiempo, y su respiración se
convierte en la única referencia que transforma su huída en algo tan real como
la sensación de pavor exudan todos los poros de su cuerpo.
Su vista recorre de forma ansiosa un
irreal paisaje monocromo en busca de algún indicio que le indique el camino que
pueda transportarlo lejos de la amenaza que se cierne sobre su cabeza. Pero…
¿cómo encontrar una referencia cuando es el vacío lo que le envuelve? Ni siquiera
el sol o la luna pueden orientarle, pues los dos astros celestes jamás han
existido en esta pesadilla en que se va sumiendo cada vez más profundamente.
Su frenética huída a ninguna parte
choca una y otra vez contra un muro invisible que le obliga a variar su rumbo
errante y sus pasos vuelven a buscar una ruta que les permita mantenerse en
movimiento. Entonces eleva la mirada y la encuentra de nuevo allí, y se
pregunta, mientras el histerismo se va haciendo dueño de su razón, cómo es
posible que se haya materializado ante él algo que hace tan sólo unos segundos
no estaba en aquel lugar. Pero la realidad es que se yergue frente a él, tan
enorme que su sombra sume el universo en una oscuridad tan desasosegadora que
le hace comprender que ya no hay esperanza.
Su base es cuadrada, y las cuatro caras
están rematadas en su parte superior por sendos matacanes de piedra, tan negra
como la de la propia torre. Los merlones que la coronan tienen apenas dos
metros de separación, por lo que las dimensiones de la torre hacen imposible
poder contarlos. El puente levadizo se
desprende poco a poco de la estructura con un perezoso rugido de madera,
mientras que las cadenas que sostienen su lento descenso chirrían
estrepitosamente en sus enormes poleas.
Cuando el rastrillo empieza su
inexorable ascenso, sabe lo que vendrá a continuación. Un seco sonido de cascos,
primero apagado, pero a medida que su destino le alcance, ese galope se hará
cada vez más ensordecedor, y cada uno de sus músculos se petrificarán de
terror, pues cada metro de distancia que recorra el caballero negro, se
convertirán en los granos de arena que caen en un reloj que marcarán los
suspiros que le quedan a su existencia.
El caballo se eleva sobre sus cuartos traseros en una señal de
triunfo, negro como la oscuridad que los rodea, y tan sólo dos ojos llameantes
iluminan su contorno. La oscura armadura del caballero que lo monta tiene un
brillo mate, al igual que la descomunal espada que eleva a un cielo sin sol ni
luna. El yelmo, rematado por un penacho de plumas de avestruz no tiene celada, pues está unido a la armadura,
conformando una única pieza.
Hinca las rodillas en el suelo bajo las
sombra del oscuro caballero, y con un gesto de resignación, baja la cabeza
desechando cualquier atisbo de esperanza, mientras la espada silba dibujando
una perfecta curva descendente.
El profesor explica pacientemente al alumno, que el jaque
mate árabe es una jugada básica que no le costará mucho dominar, pues sólo debe
recordar las casillas donde colocar el caballo y la torre. Y aunque el joven
aprendiz asiente resignado, no encuentra el momento para emprender de nuevo la
ahora inalcanzable quimera de derrotar al anciano maestro. Así que coloca de
nuevo las piezas y mira ansiosamente a su contrincante…
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