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Un incesante martilleo en el piso de arriba distrajo su
atención. Apretó los dientes con rabia contenida mientras maldecía en silencio
a su padrastro. Aquel ser cruel e indolente, enfrascado en sus proyectos, era capaz
de dejarlos morir de hambre en la más absoluta miseria. Y como tantas otras
veces sus ojos se anegaron en lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Al
principio dichas lágrimas eran de tristeza cuando recordaba a su madre, cuando
comprendía que su pequeña hermana moriría postrada en cama… Pero con el paso
del tiempo se fueron tiñendo de una rabia amarga e impotente y todo lo demás
desaparecía, excepto el intenso odio que crecía en su interior.
Tan pronto oyó el crujir de la madera bajo los pies de su
padrastro y distinguió el halo de luz cuando se abrió la puerta de la
buhardilla, Pedro salvó la distancia que le separaba de la cama y se introdujo
en ella tapándose con la manta hasta la cabeza. Pues si había algo capaz de
superar todo el odio que sentía era sin duda el temor que le infundía aquella
larga figura de pelo alborotado y tez pálida que asomaba la cabeza para
comprobar que aquellas criaturas a las que detestaba en lo más profundo de su
negro corazón ya estaban dormidas.
La tenue luz de la mañana le despertó de un pesado sueño.
María aún seguía durmiendo como atestiguaba el débil silbido que subía desde
sus maltrechos pulmones. Afinó el oído para comprobar que su padrastro ya había
abandonado la casa, rumbo a alguna de las miles de factorías donde se encargaba
del mantenimiento de los relojes que cronometraban la larga jornada de los trabajadores.
Todos debían funcionar con una precisión milimétrica, pues cada segundo de
trabajo valía su peso en oro. Pedro jamás se habría levantado de la cama si él
hubiera seguido rondando por allí, pues intentaba por todos los medios reducir
al máximo unos encuentros que se saldaban en la mayoría de las ocasiones con
algún nuevo moratón, labio partido o costilla rota.
Se enrolló su raída bufanda y sin más abrigo que unos
pantalones remendados y un jersey agujereado por las polillas, se echó a la
calle a mendigar, hacer de recadero por unos míseros céntimos o robar a algún
distraído transeúnte si fuera necesario. Lo justo para adquirir algún
medicamento que aliviase los deteriorados pulmones de su pequeña hermana. Hasta
es posible que le sobrase algo para comprar algo de pan y cecina para combatir
el hambre. Se sentía culpable por dejar sola tanto tiempo a su hermana, aún
sabiendo que su padrastro regresaría a media tarde y la encontraría allí sola.
Se llevaría un par de golpes por costumbre, no por la preocupación de aquel ser
odioso para con un criatura indefensa postrada en la cama.
Al final de la tarde tan sólo una pequeña cantidad de monedas
bailaban en su bolsillo, insuficientes para cubrir las necesidades inmediatas.
La medicina de su hermana era cara y muy demanda en una ciudad donde dos
terceras partes de la población sufrían el “Mal de la Factoría”, que ennegrecía
los pulmones y causaba una insuficiencia respiratoria que se agravaba hasta la
muerte.
Pedro examinaba bajo la atenta mirada del boticario unas
piruletas de eucalipto que eran todo lo que podría pagar con su exiguo capital.
Cerca del mostrador el repartidor había colocado una caja con una nueva remesa
del medicamento que el joven necesitaba. La caja estaba abierta ya que el
boticario colocaba los suministros en una estantería de la trastienda. “Tan
cerca y tan lejos” pensó el muchacho, mientras el boticario, vestido con una
bata de un blanco inmaculado, no le quitaba ojo. Pedro puso encima del
mostrador un par de piruletas y tres pequeñas monedas que el encargado hizo
desaparecer tan rápido que al joven se le antojó la hábil maniobra de un
prestidigitador. Acto seguido se guardó su compra en uno de los bolsillos y
caminó distraído hacia la puerta. El boticario, desembarazado de la molesta
presencia del jovenzuelo, cogió varios paquetes de la remesa que se dispuso a
colocar convenientemente. Fue todo lo que necesitó Pedro, que en dos zancadas
alcanzó la caja y agarró uno de aquellos preciados paquetes para girar con la
misma rapidez y atravesar la puerta antes de que ésta se cerrara de nuevo y
accionase la campanilla de entrada. Pero tan pronto hubo alcanzado su objetivo
chocó contra una figura recortada bajo el dintel de la puerta con tanta fuerza
que su diminuto y famélico cuerpo fue arrojado un par de metros hacia atrás,
mientras que la medicina volaba de su mano. Tras lograr incorporarse a medias
notó una mano apoyada en su hombro. Era la de aquella figura con la que había
chocado que correspondía a la de un hombre joven, de no más de treinta años que
vestía una americana con chaleco. El pelo oscuro lo llevaba corto aunque no en
exceso, y sus ojos marrón oscuro lo miraban con preocupación a través de unos
finos anteojos. Le preguntó qué tal se encontraba, pero antes de que pudiera
contestar un fuerte tirón en una de sus orejas le obligó a incorporarse del
todo poniéndolo incluso de puntillas. El boticario había abandonado el mostrador
y al ver el paquete de medicina en el suelo cerca del muchacho, comprendió al
instante la situación.
—¡Condenado ladronzuelo!
—espetó el boticario mientras tiraba sin piedad de la oreja que adquiría de
forma vertiginosa un color carmesí—. ¡He adivinado tus intenciones desde el mismo
momento en que te vi entrar por la puerta!
—Deje usted de tironear de la
oreja de este pobre muchacho —intercedió el hombre que había obstaculizado la
huída de Pedro—. ¿No ve que por más que lo intente no va a dejar que se quede
usted con ella? Le tiene demasiado apego…
—Es usted, doctor Acosta. No lo
había reconocido —se excusó el farmacéutico mientras aflojaba la presa, muy
despacio y de mala gana—. Discúlpeme pero ya es la cuarta vez en esta semana que
tengo que perseguir a estos rufianes de medio pelo cuando…
El joven doctor atravesó la sala hacia el paquete objeto
de la disputa, ignorando la diatriba del boticario y una vez lo hubo recogido y
examinado, miró con curiosidad a Pedro, que una vez libre de la presa, se frotaba
la dolorida oreja procurándole un color aún mas rojo. Acto seguido se dirigió
al mostrador y colocó el paquete sobre el mismo.
—Don Julián, haga usted el
favor de añadir esto a mi pedido, y por el amor de dios, suelte usted al
muchacho, que sin delito no hay pena —indicó con fingido aire de súplica el
joven.
El boticario, muy a su pesar, y tratándose de un buen
cliente, como lo era el doctor, soltó la bufanda del muchacho, a la que se había
aferrado tan pronto liberó el apéndice auditivo de Pedro. Éste, desembarazado
de ataduras, intentó escurrir el bulto antes de que el farmacéutico cambiara de
idea, pero una vez más sintió la presión de una mano, en esta ocasión sobre uno
de sus hombros.
—¿No querrás irte sin esto,
verdad? —interpeló el joven doctor agitando frente a su cara la preciada
medicina—. Después de todo casi te cuesta una parte de tu anatomía.
Formaban una peculiar pareja mientras recorrían la
avenida. Habían despachado un generoso almuerzo del cual Pedro, a pesar de las
protestas de sus maltrechas tripas, sólo había disfrutado de la mitad, pidiendo
al camarero que le guardase el resto en una bolsa, a lo cual accedió éste
después de dedicarle una mirada reprobatoria. David, que así se llamaba el
joven doctor Acosta, había intentado sonsacarle sin éxito información acerca de
dónde vivía, a que se dedicaban sus padres y para quién era la medicina, ya que
aparentemente, y a pesar de su aspecto famélico, ningún mal aquejaba a los
pulmones del muchacho. Pero Pedro no soltaba prenda, imbuido por la característica
desconfianza común a los muchachos que han de ganarse la vida como pueden por
las calles. David miró de forma grave al muchacho cuando llegaron al final de
la avenida, allí dónde se empezaba a vislumbrar los tonos grisáceos de las
edificaciones del distrito obrero.
—¿Sabes que esto sólo aliviará
los síntomas, verdad? —dijo el joven doctor agitando de nuevo el paquete de
medicina—. Yo podría realizar un reconocimiento para ver cuán avanzada está la
enfermedad, y tal vez, si estuviéramos a tiempo…
Pero el muchacho agachaba la vista hacia sus gastados
zapatos, evitando la mirada de David, por lo que esté consideró oportuno no
insistir. Y con un suspiro le alargó el paquete a Pedro con una sonrisa de
circunstancias y éste, dubitativo en un principio, cogió la medicina
intercambiando una tímida mirada de agradecimiento y se giró para dirigirse a
su casa. Y no hubo andado más de tres pasos cuando se volvió arrepentido para
darle las gracias a la única persona que se había portado bien con él en todos
esos años, esbozando una sonrisa que se congeló al instante, cuando a varios
metros de distancia de donde se encontraba el joven doctor vislumbró la sombría
silueta de su padrastro que regresaba de su jornada de trabajo. A sí que se
giró de nuevo echando a correr como alma que lleva el diablo.
María se hallaba sentada en la vieja mecedora de la
habitación, envuelta en una gruesa manta abrazada a su viejo perrito de
peluche, Lucky, remendado varias veces por Pedro, y que tenía un único botón
por ojo y un hocico pintado con un rotulador negro que hacía las veces del
original. Cuando vio aparecer a Pedro le dedicó una hermosa y delicada sonrisa
que el muchacho le devolvió a pesar de llegar sin resuello. Unas oscuras ojeras decoraban su pequeño rostro, fruto de un sueño poco reparador. David se
entretuvo un momento en mostrarle las viandas sobrantes del almuerzo y se las
ofreció para que comiera, pero María negó con la cabeza.
—Debes hacerlo María. Debes
tener algo en el estómago para poder tomarte esto —insistió el muchacho
mostrándole un par de píldoras blancas y azules.
—De acuerdo —contestó la
pequeña—. Pero sólo la mitad, y el resto se lo dejaremos al señor Arce.
—De acuerdo —concedió Pedro—.
Pero aprémiate que él ya está llegando.
No se lo tuvo que repetir dos veces para que la niña
devorase en un santiamén el almuerzo para acto seguido tomarse la medicina con
un vaso de agua. Tan pronto hubo acabado, escucharon en el piso de abajo como una
llave giraba en la cerradura y luego unos pasos lentos y sombríos que subían la
escalera. Pedro ocultó el resto del almuerzo en el escondite del señor Arce, el
amigo imaginario de María, retirando una baldosa bajo la cama de la pequeña.
Cuando la oía hablar de su amigo le comían los remordimientos. La niña se
pasaba gran parte del día sola y así no era de extrañar que intentase llenar el
hueco producido por su ausencia con un producto de su imaginación. Los dos
niños se metieron en la cama y simularon dormir mientras los pasos se acercaban
a la puerta entreabierta. Pedro rezaba porque su padrastro pasara de largo y se
encerrase en el estudio de la buhardilla, pero al llegar a la altura de la
habitación, los pasos se detuvieron, y el muchacho sintió la presencia de aquel
hombre, jadeando, impregnando con su aliento ebrio la estancia.
—Pensáis que no sé que estáis
despiertos, malditos —susurró con una voz beoda que destilaba auténtico odio—.
¿Por qué seguís aquí? ¿Por qué no habéis muerto aún?
Y después de resoplar con desdén, se alejó con pasos
vacilantes hasta encerrarse en su buhardilla. Pedro, que aún temblaba de miedo,
escuchó sollozar a su hermana. Y arropándose con ella abrazó su frágil cuerpo
consolándola.
—Todo saldrá bien, María. Todo
saldrá bien…
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