El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

martes, 25 de diciembre de 2012

Constancia



Movía circularmente el vaso, haciendo tintinear los cubitos de hielo ahora casi derretidos mientras apagaba en un cenicero repleto un nuevo cigarrillo. Ya había perdido la cuenta de las veces que había vaciado dicho cenicero, de la misma manera que vaciaba uno a uno los vasos que se servía de una botella de Whiskey de malta.


En realidad estaba totalmente ebrio, y seguro de no sacar nada en claro de una nueva e infructuosa jornada delante de la pantalla del ordenador. Sus dedos viajaban alternativamente del teclado a la cabeza, y por último al ratón para seleccionar todo lo que había escrito y mandarlo al cajón de las ideas mediocres.


 Elevó la vista hacia el techo, como si la inspiración que parecía haberle abandonado hace tiempo descendiese como el arcángel San Gabriel anunciándole la concepción de una idea genial. Pero lo único que alcanzó a descubrir fue el laborioso esfuerzo de una araña tejiendo su tela, cosa que le hizo pensar que debía dedicar una jornada completa a tareas domésticas.


Así que levantándose como si una pesada losa hubiera caído sobre él, apuró de mala gana el vaso apenas lleno de lo que era ya licor aguado. Ya no quería beber más, sólo necesitaba meterse en la cama y no volver a salir de ella nunca.


La claridad que asomaba por la ventana de su dormitorio le hizo tomar conciencia del comienzo de una nueva jornada de infructuoso trabajo, y a pesar de que el leve zumbido de su cabeza le persuadía de desembarazarse de la confortable comodidad que le ofrecía la cama, decidió incorporarse pesadamente, cumpliendo con la rutina en que se había convertido su vida.


Eran las siete y media, y aunque sabía que obtendría el mismo resultado si aplazase un par de horas el sufrimiento de ponerse enfrente de la vacía pantalla de su portátil, el hecho de seguir a pies juntilla la disciplina diaria que se había auto-inculcado marcaba la diferencia entre seguir luchando contra un muro invisible en el que se estrellaban todas sus ideas o abandonarse a la apatía de aquel que no es capaz de avanzar en la empresa en la que se ha embarcado.


Se apoyó en la pared de la ducha mientras dejaba resbalar por su cuerpo el chorro de agua caliente que escupía piadosamente la alcachofa que parecía apiadarse del lamentable estado del escritor. Él, mientras, intentaba darle vueltas a un concepto que le guiase en la dirección correcta pero el vapor de la propia ducha parecía embotar sus ideas, hasta que giró el mando de agua fría gritándose a sí mismo: “¡Espabila imbécil!”


El molinillo de café automático amenazaba con hacer explosionar el cerebro dentro de su cabeza y sólo el hecho de imaginar la sensación que experimentaría su organismo con la ingesta de un café caliente hacía llevadero el sufrimiento. Sólo con oler el aroma del grano recién molido, su cara empezaba a recuperar el color.



Una vez se hubo armado con una taza de la oscura infusión en una mano y el primer cigarrillo de la mañana en la otra, se sintió con fuerzas de enfrentarse a su peor enemigo, oscuro, inmóvil y con unos ojos que se le clavaban en el alma, y fue así como decidió, con una sonora carcajada, encender el portátil para dejar de ver su propio reflejo en la pantalla.

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