Movía circularmente el vaso, haciendo tintinear los cubitos de hielo
ahora casi derretidos mientras apagaba en un cenicero repleto un nuevo
cigarrillo. Ya había perdido la cuenta de las veces que había vaciado dicho
cenicero, de la misma manera que vaciaba uno a uno los vasos que se servía de una
botella de Whiskey de malta.
En realidad
estaba totalmente ebrio, y seguro de no sacar nada en claro de una nueva e
infructuosa jornada delante de la pantalla del ordenador. Sus dedos viajaban
alternativamente del teclado a la cabeza, y por último al ratón para
seleccionar todo lo que había escrito y mandarlo al cajón de las ideas
mediocres.
Elevó la vista hacia el techo, como si la
inspiración que parecía haberle abandonado hace tiempo descendiese como el
arcángel San Gabriel anunciándole la concepción de una idea genial. Pero lo único que alcanzó a descubrir
fue el laborioso esfuerzo de una araña tejiendo su tela, cosa que le hizo
pensar que debía dedicar una jornada completa a tareas domésticas.
Así
que levantándose como si una pesada losa hubiera caído sobre él, apuró de mala
gana el vaso apenas lleno de lo que era ya licor aguado. Ya no quería beber
más, sólo necesitaba meterse en la cama y no volver a salir de ella nunca.
La claridad
que asomaba por la ventana de su dormitorio le hizo tomar conciencia del
comienzo de una nueva jornada de infructuoso trabajo, y a pesar de que el leve
zumbido de su cabeza le persuadía de desembarazarse de la confortable comodidad
que le ofrecía la cama, decidió incorporarse pesadamente, cumpliendo con la
rutina en que se había convertido su vida.
Eran
las siete y media, y aunque sabía que obtendría el mismo resultado si aplazase
un par de horas el sufrimiento de ponerse enfrente de la vacía pantalla de su
portátil, el hecho de seguir a pies juntilla la disciplina diaria que se había
auto-inculcado marcaba la diferencia entre seguir luchando contra un muro
invisible en el que se estrellaban todas sus ideas o abandonarse a la apatía de
aquel que no es capaz de avanzar en la empresa en la que se ha embarcado.
Se
apoyó en la pared de la ducha mientras dejaba resbalar por su cuerpo el chorro
de agua caliente que escupía piadosamente la alcachofa que parecía apiadarse
del lamentable estado del escritor. Él, mientras, intentaba darle vueltas a un
concepto que le guiase en la dirección correcta pero el vapor de la propia
ducha parecía embotar sus ideas, hasta que giró el mando de agua fría
gritándose a sí mismo: “¡Espabila imbécil!”
El molinillo de café automático amenazaba con hacer
explosionar el cerebro dentro de su cabeza y sólo el hecho de imaginar la
sensación que experimentaría su organismo con la ingesta de un café caliente
hacía llevadero el sufrimiento. Sólo con oler el aroma del grano recién molido,
su cara empezaba a recuperar el color.
Una vez se hubo armado con una taza de la oscura
infusión en una mano y el primer cigarrillo de la mañana en la otra, se sintió
con fuerzas de enfrentarse a su peor enemigo, oscuro, inmóvil y con unos ojos
que se le clavaban en el alma, y fue así como decidió, con una sonora carcajada,
encender el portátil para dejar de ver su propio reflejo en la pantalla.
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