El lujoso carruaje se detuvo frente a la mansión. Una
oronda figura tocada con un bombín, se bajó del mismo, aliviándolo de una
pesada carga. En su mano, el hombre transportaba un maletín de cuero negro.
Avanzó con cuidado por el camino de tierra que conducía a la puerta principal.
Había estado lloviendo durante varios días y sus zapatos pisaban un auténtico
lodazal.
Cuando llegó a la puerta, la golpeó con el pesado aldabón
en forma de cabeza de león. Escuchó entonces unos pasos apresurados y la puerta
se abrió dejando entrever una fina figura que lo miraba con preocupación a
través de unos finos anteojos de alambre.
—¿Es usted el médico al que
hemos avisado? —preguntó con timidez.
El orondo individuo se miró así mismo de arriba abajo,
acabando su examen en el maletín que llevaba en la mano.
—¿Acaso esperaba usted a otra
persona en una noche como ésta? —contestó de forma sarcástica el galeno.
—Estupendo —continuó el
hombrecito, después de carraspear—. Sígame, por favor.
Caminaron por un lujoso recibidor en dirección al comedor
principal, atravesando una sala contigua con una mesa de reuniones, cubierta de
mapas y documentos con múltiples anotaciones. El hombrecito, después de mirar
de reojo al médico, que observaba todo aquello con curiosidad, se apresuró a
recoger todos los papeles y guardarlos a buen recaudo en el cajón de un
aparador. Después se dirigió a unas puertas correderas que daban acceso a un
enorme comedor donde tres hombres miraban a un cuarto que presidía una larga
mesa. Parecía plácidamente dormido en la silla. Cuando el galeno hizo acto de
presencia, precedido por el hombrecito delgado, los tres le dieron una escueta
bienvenida acompañada con un altanero movimiento de mentón. Sin duda alguna,
gente importante. El médico correspondió al frugal saludo, quitándose el
bombín. Después señalaron al hombre dormido, indicando que se trataba del
paciente. El galeno avanzó sin premura hacia el hombre, que resultó ser el
anfitrión. Mientras lo hacía volvió la vista hacia su izquierda, donde una
ventana mal cerrada daba golpes a consecuencia del viento.
—Hagan el favor de cerrar esa
ventana —indicó el médico.
—Por supuesto —dijo de
inmediato el hombrecito—. Ni siquiera sabía que estaba abierta.
El galeno se inclinó sobre el paciente y le tomó el
pulso. Después de breves segundo, alzó las cejas y se incorporó, dirigiéndose a
los presentes.
—Sin duda está muerto —certificó
con estudiado aire grave, casi teatral.
Mientras el médico recogía del suelo su maletín y se
ajustaba el bombín en la cabeza, el resto de los asistentes se congregaron
alrededor de su recientemente finado anfitrión, el director del periódico más
importante del país. Todos se acercaban entrecerrando los ojos, examinando la
expresión del difunto, intentando desentrañar las causas de la muerte en su
vacía mirada mientras se fumaban sendos y enormes puros.
—¿Y eso es todo? —interrogó un hombre corpulento con un diminuto y ridículo
bigote, presidente del banco nacional—. ¿Cuántos años de medicina ha estudiado
usted para llegar a tan elaborada conclusión?
—Yo soy médico, de medicina
general. Y como tal, he venido a tratar a un paciente. Pero el paciente, ya no
es tal —indicó con cierta sorna el galeno—. Ahora, lo que ustedes necesitan es
un médico forense.
Aquel comentario enervó los ánimos de los presentes, que
acusaban de indolencia al médico.
—No pretenderán ustedes que me ponga a
practicar la adivinación a estas horas de la noche, ¿verdad? —respondió con un
punto de indignación el venerable doctor ante las protestas—. La medicina es
una ciencia que debe ser practicada con el instrumental adecuado. No creo que
les agrade que le practique una autopsia al cadáver aquí mismo, entre el
estofado de perdiz y el cabernet… ¿Han avisado ya a las autoridades
competentes?
—Tardarán al menos cuatro, tal
vez cinco horas en llegar. El pueblo más cercano está a varias decenas de
kilómetros, y la lluvia ha hecho casi impracticable el camino –indicó un anciano
y estirado general retirado—. Es imprescindible que descubramos lo antes
posible las causas de la muerte. ¿Y si comió algo en mal estado? Entonces todos
estaríamos en peligro.
El médico detuvo el inicio de su marcha y volviéndose con
un suspiro de resignación se desprendió una vez más de su bombín y sacó del
maletín un estetoscopio.
—A ver, caballeros,
desabróchense la camisa mientras procedo a auscultarlos. ¿Han notado algún
síntoma anormal? ¿Respiración agitada, elevación del ritmo cardiaco, nauseas? —preguntó
mientras se desembarazaba de su chaqueta y se remangaba la camisa.
—¿Se refiere usted a los
síntomas propios provocados por la presencia de un cadáver en la habitación? —contestó
sarcásticamente un literato de mediana edad que lucía una estrambótica pajarita
alrededor del cuello de la camisa.
Los asistentes celebraron la ocurrencia con una risa
nerviosa, casi histérica, que se fue apagando ante el semblante adusto del
galeno, mientras éste se dirigía hacia el último de los comensales, el diminuto
y tímido funcionario de diminutos anteojos que lo había recibido a su llegada.
—¿Notó usted alguno de esos
síntomas en el finado antes de su muerte? —interrogó mientras colocaba el
estetoscopio en el escuálido pecho del apocado funcionario.
—En realidad no, pero sí
escuche un ligero “hipo” antes de quedarse como usted lo ve ahora —contestó con
una débil vocecilla.
—¿Un hipo, dice usted? —preguntó
con tono grave.
—¿Le sugiere a usted algo? —contestó
el funcionario.
—Sin duda alguna puede ser algo
preocupante… —espetó con aire pensativo—. O tal vez no.
—¡Me dejan perplejo sus razonadas
suposiciones! —protestó de nuevo el banquero—. Yo no escuché absolutamente
nada.
—Yo sí lo hice —replicó el
general retirado—. Pero me sonó más como un quejido.
—¡Por favor! ¡Usted no podría
escuchar ni a una orquesta entonando una marcha militar! —reprochó el literato,
que encontró la aprobación del resto de los asistentes—. Y mucho menos al otro
lado de esta mesa que debe medir por lo menos cinco metros…
—¿Y qué más da un hipo o un
quejido? —apostilló de nuevo el banquero.
—Importa mucho, puesto que este
hombre no ha muerto por alimentos en mal estado. La rapidez de los
acontecimientos me hace sospechar que ha muerto envenenado, sin ninguna duda —sentenció
el médico.
—¡Eso es absurdo! —protestó el
banquero—. Él mismo nos ha servido la comida puesto que el servicio tiene el
día libre. ¡Y todos hemos bebido de la misma botella de vino! Nadie ha podido
incorporar el veneno en ningún plato ni copa, puesto que todos estábamos
sentados a la mesa.
—Es posible que el finado
ingiriese la sustancia letal antes de la cena —aventuró el médico—. ¿Tomó algo
antes de la comida? Existen venenos de acción lenta…
—Bueno, cuando nos recibió
estaba tomando una copa de coñac y fumaba un puro. Siempre lo hacía antes de la
cena ¿Acaso cree que el coñac podría estar envenenado? —inquirió el
funcionario.
—¡Yo también tomé coñac,
maldita sea! —bramó el banquero.
—No debe usted preocuparse. Ha
pasado el tiempo suficiente desde que usted lo ingirió para descartar la toxicidad
de este delicioso néctar —confirmó el facultativo mientras olfateaba complacido
la botella de oscuro líquido.
—Pues ya me dirá usted —concluyó
el anciano militar mientras le daba una larga calada a su puro.
El médico abrió exageradamente los ojos como si en un
segundo hubiera caído en la cuenta de algo importante, y alargando la mano
cogió la caja que contenía los puros, junto a la botella de coñac, y oliendo
uno de ellos exclamo:
—¡Apaguen de inmediato sus cigarros!
Los comensales apagaron raudos sus cigarros entre
tosidos, exclamaciones y lamentos. Algunos maldecían al finado anfitrión y
otros, sencillamente a su propia mala suerte. El doctor los reunió a todos en
medio de la sala y procuró calmar sus ánimos.
—Caballeros, lamentablemente
debo informarles de que acaban de ingerir humo tóxico producido por la
combustión de una rara planta de origen tropical. Dicha ingesta provoca el
colapso de los pulmones por una lenta acumulación de gases. De ahí el hipo que
emitió el difunto antes de su muerte —explicó seria y profesionalmente el
médico.
De nuevo regresaron los lamentos y las imprecaciones,
acalladas a duras penas por el facultativo que prosiguió su dictamen.
—Afortunadamente estamos a
tiempo de atajar la intoxicación, pues tengo aquí un remedio que los
practicantes solemos llevar en nuestro maletín para aliviar los síntomas de
indigestión, liberando los gases producidos por una copiosa comida —indicó
señalando un pequeño frasco con un líquido casi incoloro—. Les ruego que con
premura llenen sendas copas de coñac donde diluiremos dicho remedio.
Los comensales alzaron hacia el médico las copas,
esperando ansiosamente el antídoto que salvaría sus vidas.
—Caballeros —avisó el doctor
mientras repartía el remedio— ignoren el olor a almendras amargas. Nadie dijo
que las medicinas tuvieran que tener buen sabor…
Todos apuraron de un trago sus copas y se dejaron caer
pesadamente en las sillas, en parte preocupados, en parte aliviados. Se miraban
unos a otros con evidente reparo, conscientes del espectáculo de histerismo y
pavor que habían protagonizado.
—Todos nosotros le debemos la
vida —se dirigió el literato hacia el galeno, que recogía sus pertrechos y se
colocaba el bombín—. Es extraño que llegase usted tan rápido teniendo en cuenta
el mal estado del camino. Sin duda es una señal del destino, que nos ha dado
una segunda oportunidad.
El doctor le respondió con una sonrisa condescendiente,
mientras todos los asistentes se aflojaban el cuello de sus camisas, sudando
copiosamente.
—¿Podría decirnos como se llama
ese remedio milagroso que nos ha aplicado? —interrogó el banquero.
—Sin duda alguna —respondió el
médico—. Se llama cianuro…
La oronda figura del galeno se dirigió hacia el lujoso carruaje.
Una figura envuelta en la oscuridad, le interrogó desde el interior.
—¿Ha tenido algún problema?
—En absoluto. Ninguno de ellos
se dio cuenta del dardo en la base de la nuca del anfitrión, que disparamos a
través de la ventana —contestó el doctor—. El pánico hizo el trabajo aún más
fácil.
—¿Tiene los documentos? —volvió
a preguntar la misteriosa figura.
—Por supuesto —respondió
depositando sobre una mano que lucía un anillo con el sello real, los papeles
que el funcionario había guardado en el cajón del aparador a su llegada—. Ahí
tiene usted las pruebas de una conspiración.
—Excelente —convino la
misteriosa figura—. Le ha prestado usted un meritorio servicio a su país.
El médico, quitándose el bombín, inclinó la cabeza de
forma reverencial. Y acto seguido se subió al carruaje para abandonar aquel
lugar.
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