El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

martes, 25 de diciembre de 2012

La última cena




            El lujoso carruaje se detuvo frente a la mansión. Una oronda figura tocada con un bombín, se bajó del mismo, aliviándolo de una pesada carga. En su mano, el hombre transportaba un maletín de cuero negro. Avanzó con cuidado por el camino de tierra que conducía a la puerta principal. Había estado lloviendo durante varios días y sus zapatos pisaban un auténtico lodazal.

            Cuando llegó a la puerta, la golpeó con el pesado aldabón en forma de cabeza de león. Escuchó entonces unos pasos apresurados y la puerta se abrió dejando entrever una fina figura que lo miraba con preocupación a través de unos finos anteojos de alambre.

—¿Es usted el médico al que hemos avisado? —preguntó con timidez.

            El orondo individuo se miró así mismo de arriba abajo, acabando su examen en el maletín que llevaba en la mano.

—¿Acaso esperaba usted a otra persona en una noche como ésta? —contestó de forma sarcástica el galeno.
—Estupendo —continuó el hombrecito, después de carraspear—. Sígame, por favor.

            Caminaron por un lujoso recibidor en dirección al comedor principal, atravesando una sala contigua con una mesa de reuniones, cubierta de mapas y documentos con múltiples anotaciones. El hombrecito, después de mirar de reojo al médico, que observaba todo aquello con curiosidad, se apresuró a recoger todos los papeles y guardarlos a buen recaudo en el cajón de un aparador. Después se dirigió a unas puertas correderas que daban acceso a un enorme comedor donde tres hombres miraban a un cuarto que presidía una larga mesa. Parecía plácidamente dormido en la silla. Cuando el galeno hizo acto de presencia, precedido por el hombrecito delgado, los tres le dieron una escueta bienvenida acompañada con un altanero movimiento de mentón. Sin duda alguna, gente importante. El médico correspondió al frugal saludo, quitándose el bombín. Después señalaron al hombre dormido, indicando que se trataba del paciente. El galeno avanzó sin premura hacia el hombre, que resultó ser el anfitrión. Mientras lo hacía volvió la vista hacia su izquierda, donde una ventana mal cerrada daba golpes a consecuencia del viento.

—Hagan el favor de cerrar esa ventana —indicó el médico.
—Por supuesto —dijo de inmediato el hombrecito—. Ni siquiera sabía que estaba abierta.

            El galeno se inclinó sobre el paciente y le tomó el pulso. Después de breves segundo, alzó las cejas y se incorporó, dirigiéndose a los presentes.
—Sin duda está muerto —certificó con estudiado aire grave, casi teatral.

            Mientras el médico recogía del suelo su maletín y se ajustaba el bombín en la cabeza, el resto de los asistentes se congregaron alrededor de su recientemente finado anfitrión, el director del periódico más importante del país. Todos se acercaban entrecerrando los ojos, examinando la expresión del difunto, intentando desentrañar las causas de la muerte en su vacía mirada mientras se fumaban sendos y enormes puros.

—¿Y eso es todo? —interrogó un  hombre corpulento con un diminuto y ridículo bigote, presidente del banco nacional—. ¿Cuántos años de medicina ha estudiado usted para llegar a tan elaborada conclusión?
—Yo soy médico, de medicina general. Y como tal, he venido a tratar a un paciente. Pero el paciente, ya no es tal —indicó con cierta sorna el galeno—. Ahora, lo que ustedes necesitan es un médico forense.

            Aquel comentario enervó los ánimos de los presentes, que acusaban de indolencia al médico.

 —No pretenderán ustedes que me ponga a practicar la adivinación a estas horas de la noche, ¿verdad? —respondió con un punto de indignación el venerable doctor ante las protestas—. La medicina es una ciencia que debe ser practicada con el instrumental adecuado. No creo que les agrade que le practique una autopsia al cadáver aquí mismo, entre el estofado de perdiz y el cabernet… ¿Han avisado ya a las autoridades competentes?
—Tardarán al menos cuatro, tal vez cinco horas en llegar. El pueblo más cercano está a varias decenas de kilómetros, y la lluvia ha hecho casi impracticable el camino –indicó un anciano y estirado general retirado—. Es imprescindible que descubramos lo antes posible las causas de la muerte. ¿Y si comió algo en mal estado? Entonces todos estaríamos en peligro.

            El médico detuvo el inicio de su marcha y volviéndose con un suspiro de resignación se desprendió una vez más de su bombín y sacó del maletín un estetoscopio.

—A ver, caballeros, desabróchense la camisa mientras procedo a auscultarlos. ¿Han notado algún síntoma anormal? ¿Respiración agitada, elevación del ritmo cardiaco, nauseas? —preguntó mientras se desembarazaba de su chaqueta y se remangaba la camisa.
—¿Se refiere usted a los síntomas propios provocados por la presencia de un cadáver en la habitación? —contestó sarcásticamente un literato de mediana edad que lucía una estrambótica pajarita alrededor del cuello de la camisa.

            Los asistentes celebraron la ocurrencia con una risa nerviosa, casi histérica, que se fue apagando ante el semblante adusto del galeno, mientras éste se dirigía hacia el último de los comensales, el diminuto y tímido funcionario de diminutos anteojos que lo había recibido a su llegada.

—¿Notó usted alguno de esos síntomas en el finado antes de su muerte? —interrogó mientras colocaba el estetoscopio en el escuálido pecho del apocado funcionario.
—En realidad no, pero sí escuche un ligero “hipo” antes de quedarse como usted lo ve ahora —contestó con una débil vocecilla.
—¿Un hipo, dice usted? —preguntó con tono grave.
—¿Le sugiere a usted algo? —contestó el funcionario.
—Sin duda alguna puede ser algo preocupante… —espetó con aire pensativo—. O tal vez no.
—¡Me dejan perplejo sus razonadas suposiciones! —protestó de nuevo el banquero—. Yo no escuché absolutamente nada.
—Yo sí lo hice —replicó el general retirado—. Pero me sonó más como un quejido.
—¡Por favor! ¡Usted no podría escuchar ni a una orquesta entonando una marcha militar! —reprochó el literato, que encontró la aprobación del resto de los asistentes—. Y mucho menos al otro lado de esta mesa que debe medir por lo menos cinco metros…
—¿Y qué más da un hipo o un quejido? —apostilló de nuevo el banquero.
—Importa mucho, puesto que este hombre no ha muerto por alimentos en mal estado. La rapidez de los acontecimientos me hace sospechar que ha muerto envenenado, sin ninguna duda —sentenció el médico.
—¡Eso es absurdo! —protestó el banquero—. Él mismo nos ha servido la comida puesto que el servicio tiene el día libre. ¡Y todos hemos bebido de la misma botella de vino! Nadie ha podido incorporar el veneno en ningún plato ni copa, puesto que todos estábamos sentados a la mesa.
—Es posible que el finado ingiriese la sustancia letal antes de la cena —aventuró el médico—. ¿Tomó algo antes de la comida? Existen venenos de acción lenta…
—Bueno, cuando nos recibió estaba tomando una copa de coñac y fumaba un puro. Siempre lo hacía antes de la cena ¿Acaso cree que el coñac podría estar envenenado? —inquirió el funcionario.
—¡Yo también tomé coñac, maldita sea! —bramó el banquero.
—No debe usted preocuparse. Ha pasado el tiempo suficiente desde que usted lo ingirió para descartar la toxicidad de este delicioso néctar —confirmó el facultativo mientras olfateaba complacido la botella de oscuro líquido.
 —Pues ya me dirá usted —concluyó el anciano militar mientras le daba una larga calada a su puro.

            El médico abrió exageradamente los ojos como si en un segundo hubiera caído en la cuenta de algo importante, y alargando la mano cogió la caja que contenía los puros, junto a la botella de coñac, y oliendo uno de ellos exclamo:

—¡Apaguen de inmediato sus cigarros!

            Los comensales apagaron raudos sus cigarros entre tosidos, exclamaciones y lamentos. Algunos maldecían al finado anfitrión y otros, sencillamente a su propia mala suerte. El doctor los reunió a todos en medio de la sala y procuró calmar sus ánimos.

—Caballeros, lamentablemente debo informarles de que acaban de ingerir humo tóxico producido por la combustión de una rara planta de origen tropical. Dicha ingesta provoca el colapso de los pulmones por una lenta acumulación de gases. De ahí el hipo que emitió el difunto antes de su muerte —explicó seria y profesionalmente el médico.

            De nuevo regresaron los lamentos y las imprecaciones, acalladas a duras penas por el facultativo que prosiguió su dictamen.

—Afortunadamente estamos a tiempo de atajar la intoxicación, pues tengo aquí un remedio que los practicantes solemos llevar en nuestro maletín para aliviar los síntomas de indigestión, liberando los gases producidos por una copiosa comida —indicó señalando un pequeño frasco con un líquido casi incoloro—. Les ruego que con premura llenen sendas copas de coñac donde diluiremos dicho remedio.

           Los comensales alzaron hacia el médico las copas, esperando ansiosamente el antídoto que salvaría sus vidas.

—Caballeros —avisó el doctor mientras repartía el remedio— ignoren el olor a almendras amargas. Nadie dijo que las medicinas tuvieran que tener buen sabor…

            Todos apuraron de un trago sus copas y se dejaron caer pesadamente en las sillas, en parte preocupados, en parte aliviados. Se miraban unos a otros con evidente reparo, conscientes del espectáculo de histerismo y pavor que habían protagonizado.

—Todos nosotros le debemos la vida —se dirigió el literato hacia el galeno, que recogía sus pertrechos y se colocaba el bombín—. Es extraño que llegase usted tan rápido teniendo en cuenta el mal estado del camino. Sin duda es una señal del destino, que nos ha dado una segunda oportunidad.

            El doctor le respondió con una sonrisa condescendiente, mientras todos los asistentes se aflojaban el cuello de sus camisas, sudando copiosamente.

—¿Podría decirnos como se llama ese remedio milagroso que nos ha aplicado? —interrogó el banquero.
—Sin duda alguna —respondió el médico—. Se llama cianuro…

            La oronda figura del galeno se dirigió hacia el lujoso carruaje. Una figura envuelta en la oscuridad, le interrogó desde el interior.

—¿Ha tenido algún problema?
—En absoluto. Ninguno de ellos se dio cuenta del dardo en la base de la nuca del anfitrión, que disparamos a través de la ventana —contestó el doctor—. El pánico hizo el trabajo aún más fácil.
—¿Tiene los documentos? —volvió a preguntar la misteriosa figura.
—Por supuesto —respondió depositando sobre una mano que lucía un anillo con el sello real, los papeles que el funcionario había guardado en el cajón del aparador a su llegada—. Ahí tiene usted las pruebas de una conspiración.
—Excelente —convino la misteriosa figura—. Le ha prestado usted un meritorio servicio a su país.

            El médico, quitándose el bombín, inclinó la cabeza de forma reverencial. Y acto seguido se subió al carruaje para abandonar aquel lugar.

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