El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

viernes, 28 de diciembre de 2012

La encina



            Jamás he sido un hombre creyente, y es muy posible que cuando abandone este mundo se desate entre la gente que aún hoy fuerza una sonrisa cuando cruza su mirada con la mía toda clase de habladurías. He dicho que no soy creyente, pero no es una definición exacta, pues si bien es cierto que no comparto las ideas que mueven la vida de la mayor parte de mis conciudadanos, no es menos cierto que puedo vislumbrar un concepto que a mí me sirve como fundamento para explicar una serie de cuestiones que me impulsan a no aceptar lo que nos intentan imponer como cierto en el desarrollo de nuestra personalidad.


            Cuantas veces hemos sentido impotencia a la hora de buscar respuestas ante aquellos que se vanaglorian de saberlo todo, como si chocáramos ante el mismo muro una y otra vez. Cuántas veces han menospreciado nuestras ideas por ser contrarias a lo que la razón y el buen juicio deciden que es lo correcto. ¿Y qué es la razón y el buen juicio sino una norma de comportamiento impuesta por esas mismas personas que representan la intolerancia ante cualquier atisbo de rebeldía ante esa misma norma impuesta?


            Mis ojos están irritados después de tantas horas, tantos días, tantos años, toda una vida, ¿o quizá más de una? buscando una respuesta entre las palabras escritas por grandes pensadores que han intentado dar una explicación a un concepto, y llegado a este punto me doy cuenta de que jamás encontraré la respuesta en dichas líneas, escritas por personas influenciadas por una educación, un pensamiento, una creencia, que no son las suyas propias, sino aquellas que alguien les mostró como las verdaderas. Por lo tanto es lógico pensar que parten de una premisa errónea.


            Elevo la vista al cielo, parcialmente cubierto por la copas de los sauces que se extienden a lo largo del paseo, y aspiro el húmedo aire, y recuerdo las veces que he recorrido este sendero, mientras mis dedos se entrelazaban con fuerza alrededor de los suyos, como si tuviera miedo de que echase a volar como una de las cientos de hojas que caen al suelo en otoño. Pero enseguida caigo en la cuenta que desde hace muchos años, quizá demasiados, mi mano sólo se aferra al puño de mi bastón. Entonces decido regresar a mi solitaria casa para enfrascarme en la lectura de algún libro, hasta que llegue la hora de permitir que mis cansados huesos se tomen su merecido descanso.


            Los sueños son tan reales que a veces me siento más vivo cuando estoy dormido. Es entonces cuando acuden a mi mente lugares, personas, sentimientos que creo haber vivido y que tienen tanto sentido para mí que cuando despierto y me levanto para acercarme al espejo, la persona que me devuelve la mirada es un extraño, hasta que el hechizo se desvanece y reconozco de nuevo las profundas arrugas que son las líneas de una historia que la vida ha escrito en mi rostro. Pero soy consciente de todo lo que he vivido en ese mundo que habitamos cuando las sombras de la noche nos sumen en un estado muy parecido a la muerte, pero que para mí es el comienzo del viaje cuyo final veo ahora tan cerca.


            Estrecho una vez más el pañuelo de seda contra mi rostro he intento capturar las huellas de una vida que ya no está allí, y la mente engaña a mis sentidos y me traslada a un pasado que ya no volverá. Observo con devoción la imponente silueta de una encina representada en el centro del pañuelo, el único motivo ornamental del mismo. Cuántas veces nos cobijó su sombra, cuántas veces apoyamos la espalda en su tronco, sintiendo la seguridad que transmitía su perdurabilidad, casi eterna, deseando que el tiempo se detuviera para disfrutar ese momento para toda la eternidad. Pero ningún momento es perdurable, y las sensaciones se desvanecen al tiempo que pliego con cuidado ese trozo de tela, mientras que me doy cuenta, que al igual que este pañuelo, mi vida se llena de pliegues con el paso del tiempo, y entonces descubro con tristeza que desde hace mucho tiempo dichos pliegues no guardan en su interior ninguna encina. Tan sólo uno de ellos esconde un momento perdurable en el tiempo, que se corresponde con los años más felices de mi existencia.


            No volveré la vista atrás cuando abandone la tierra que me ha visto crecer. Es extraña la manera en la que nos aferramos a un pasado y a todo lo que pertenece a él cuando intentamos mantener con vida un recuerdo que tememos perder de otra forma. Yo no haré tal cosa, pues conozco mi destino, y no dudaré en ir a su encuentro para buscar mis recuerdos no en un pasado que no volverá, sino en un futuro que ansío alcanzar una y otra vez y que constituye la única razón de la búsqueda que he iniciado hace ya tanto tiempo.


            Apoyo la frente contra la ventanilla del tren, y a través de mi propio reflejo observo un paisaje que no me es en absoluto desconocido, a pesar de que es la primera vez que mis ojos son testigos de su majestuosidad. La tierra es amarilla, y sólo pequeños vestigios de vegetación rompen su armonía, luchando por crecer en un medio ingrato. Una tierra endurecida que se ha adaptado a un clima inclemente. Creo estar soñando, porque un sentimiento de familiaridad se adueña de mis sentidos, y no me parece estar llegando a ningún sitio, sino más bien regresando. Y si lo pienso bien, en realidad puede que esté despertando de un sueño. Nací y crecí en una tierra fértil y generosa, pero es ahora, mientras veo desfilar a gran velocidad la hermosura de la dehesa cuando sé que he llegado a mi hogar.


            El camino es pedregoso, y el viaje en tren ha entumecido de tal forma mis envejecidos miembros que empiezo a dudar si lograré completar mi empresa. Apoyo con dificultad el bastón en un suelo sembrado de terrones de tierra reseca y en más de una ocasión temo dar con mis huesos en el duro y abrasador camino que el tiempo ha ido dibujando, un camino que conozco muy bien, aunque nunca lo he recorrido, o tal vez sí. Una roca desgastada sirve de asiento a mi cuerpo, también desgastado por el tiempo, y me permite recuperar el aliento, mientras seco el sudor de mi frente con el dorso de mi mano, que utilizo a continuación a modo de visera intentando vislumbrar el final de mi propio camino. Allí a lo lejos adivino las redondeadas copas del encinar, quietas, impasibles, cuya sombra anhelo en estos momentos más que cualquier otra cosa. Y siento de nuevo como mis ajados músculos vuelven a recobrar el vigor de antaño, mientras me desprendo de la americana que arrojo a un lado, para proseguir a continuación el recorrido, sólo que esta vez no soy consciente de que mis piernas se mueven aun sin la necesidad del bastón, y casi sin darme cuenta estoy de nuevo al pie del encinar.


            Observo con respeto e incluso veneración como se levantan erguidas y majestuosas con sus pequeñas hojas inamovibles. Muchas llevan aquí varios siglos, y han sido testigos de parte de nuestra historia. Si acercase el oído a una de ellas sería hermoso escuchar tantos años de sabiduría corriendo por sus raíces, tantas cosas que aprender de su mudo devenir por una tierra dura pero hermosa en su crudeza, y si posase la mano en su tronco podría sentir la firmeza de una voluntad inquebrantable a través del paso del tiempo.

           
            Estoy ante ella, y no sé como lo he hecho. Sólo sé que mi mente recuerda muy bien el camino que han seguido mis pasos, que no han vacilado en ningún momento. No es la más grande ni la más longeva. Su tronco se eleva retorcido y nudoso, y el suelo está sembrado por su ovalado fruto. Sus ramas parecen retorcerse dibujando figuras en un cielo despejado, a pesar de que ni el menor vestigio de brisa corre entre ellas. A sus pies, un canto redondeado parece haberse fundido con la tierra después de tantos años alojado en el mismo lugar. Araño con la punta de mi bastón alrededor del canto, en busca de un pequeño resquicio, y tras encontrarlo introduzco el pedazo de madera que me ha servido de apoyo durante tanto tiempo, sin importarme quebrarlo en dos por la fuerza que voy a ejercer, pues sé que ya no lo necesitaré más, pero nada de esto sucede, pues la piedra de desplaza con suavidad, dejando al descubierto una oxidada caja de metal.


Mis manos tiemblan cuando levanto, no sin esfuerzo, el rectangular objeto, y siento flaquear mis piernas mientras busco la seguridad del apoyo que me ofrece el tronco de la encina. Y así, sentado con la espalda contra el robusto árbol, un torrente de sensaciones inundan todas y cada una de mis terminaciones nerviosas, haciendo que se me erice todo el pelo. Cierro los ojos y me dejo llevar por este momento que he vivido tantas veces, hasta que poco a poco los latidos de mi corazón se van normalizando.


Poso la mano sobre la caja recreándome unos instantes antes de retirar pausadamente la tierra que recubre la tapa para después abrirla con cuidado, mientras los goznes chirrían perezosamente. En su interior, un pedazo de tela hecho casi jirones por el paso del tiempo oculta en su interior una desgastada encuadernación cuya antigüedad no logro calcular. No me hace falta abrirla para saber lo que pone en ella. Puede que no recuerde con detalle cada una de las palabras escritas en ella, pero si conozco su significado, las emociones que han impulsado su escritura, el amor que emana de sus letras. Mientras recorro con mis dedos las delicadas hojas del manuscrito, adivino en ellas diversas caligrafías, escritas de distintos puños, pero gobernados por una sola mente, una sola alma, la mía propia. Entonces saco mi pluma, y comienzo a escribir, y mientras escribo vuelvo a llorar después de tantos años, pero esta vez no es de dolor, sino de alegría, porque ahora recuerdo una vez más que volveré a amar de nuevo, eternamente, y a través de tiempo.


           
            He devuelto la caja a su lugar, y con las pocas fuerzas que albergo logro colocar de nuevo el canto en su sitio. El crepúsculo del día va ganando terreno con rapidez, de la misma forma que la vida abandona mi decrépito cuerpo sumiéndome en un profundo y definitivo sueño. En él mis dedos se entrelazan alrededor de los de una joven a la que veo por primera vez, pero que conozco desde siempre. Su otra mano se abre lentamente para dejar caer un fruto ovalado en un agujero, cavado en una tierra tan árida que me parece imposible que de ella pueda crecer algo tan orgullosamente firme. Pero sé que lo hará, al igual que lo harán los frutos que vuelen de sus ramas, y el encinar esperará paciente mi regreso. Mi búsqueda ha terminado a la vez que el último suspiro se eleva hasta mi boca. Y una nueva comenzará cuando despierte, en otro lugar, en otro cuerpo, hasta que la encuentre de nuevo.


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