El
hombre de mediana edad se limpió cuidadosamente la grasienta mano en un viejo y
oscuro trapo mientras ajustaba la lente de aumento que prendía de sus anteojos.
Su pelo era largo y oscuro, aunque adornado por numerosos mechones grises, al
igual que su bien cuidada barba.
Los
engranajes del complejo mecanismo giraban con precisión matemática después de
los ajustes efectuados y tras comprobar que todo fluía armoniosamente, el
artesano guardó el minúsculo destornillador de estrella en un estuche de cuero
curtido desgastado por el paso del tiempo. Su mirada a través de la lente
recorría minuciosamente la nacarada superficie de porcelana de la cabeza del
autómata, deteniéndose en el nacimiento del cabello. La peluca de Wolfgang
lucía espléndida mientras el compositor mojaba una y otra vez la pluma de
faisán a través de la cual fluiría la magia de una sinfonía que quedaría
plasmada sobre el pergamino.
Al
otro lado de la sala el arlequín efectuaba cabriolas sobre su pedestal, y sus
ropajes negros y blancos reflejaban la luz de un foco testigo de sus proezas.
Aquel día había tenido el honor de ser el primero en recibir las atenciones del
maestro artesano que había retocado su maquillaje recomponiendo el diamante
negro que enmarcaba su ojo izquierdo.
El
artesano se quitó los anteojos y se frotó con la yema de los dedos sus cansados
párpados y por un momento se perdió en sus ensoñaciones hasta que de pronto
pareció recordar algo y echando mano de un dorado reloj de bolsillo dio un
ligero respingo al comprobar la hora. Una corriente de energía inundó sus
músculos, y todo el cansancio acumulado pareció desaparecer en un instante
mientras el maestro atravesaba la circular sala, silbando alegremente el primer
movimiento de la sinfonía número cuarenta de Mozart que el mecanismo de ciento
cincuenta y seis láminas oculto bajo el pedestal del compositor reproducía
fielmente.
Al
pasar junto a las cortesanas, éstas empezaron a girar de un lado al otro,
intercambiando confidencias con una mano ocultando sus labios y sendas miradas
traviesas, mientras que el agua manaba incesantemente de una fuente de piedra
rematada por un querubín.
Un
conjunto de jazz ataviado con americanas de rayas rojas y blancas recibió al
artesano a ritmo de “When The Saints Go Marching In”, y éste, echando un
vistazo al contrabajo, decidió que al día siguiente debería revisar los engranajes de su brazo derecho. Y como si quisiera confirmar la bondad de
su idea, un enorme oso tocado con un bonete lila con botones amarillos,
minúsculo sobre su enorme cabeza, chocó estruendosamente dos platillos unidos
por correas a sus zarpas.
Una
vitrina cilíndrica de cristal presidía el final de la sala. El artesano deslizó
suavemente la puerta y contempló con ojos brillantes una figura femenina
inerte. Unos largos cabellos castaños caían sobre sus hombros y enmarcaban un
hermoso rostro que irradiaba vida a pesar de su aparente quietud. Un largo
vestido negro adornaba su esbelta figura y su pálida piel refulgía con los
rayos lunares que se colaban a través de una minúscula ventana.
A
pesar de que el tiempo les había separado hace tanto, si cerraba los ojos podía
recordar el timbre de su voz, la belleza de su sonrisa y la intensidad que
desprendía su mirada cuando estaban juntos. Así pues, tras realizar unos
minuciosos ajustes en el mecanismo oculto en la espalda de la figura, su mano
temblorosa sacó del bolsillo de su delantal una llave de plata con la forma de
medio corazón que introdujo en la base de la nuca y giró anhelante una vez más.
El
artesano tomó asiento en una banqueta frente a la vitrina. El cansancio había
inundado sus músculos y la frustración volvía a hacer mella en su ánimo. Poco a
poco las fuerzas abandonaron su cuerpo hasta que la punta de su barbilla tocó
su pecho. Como por arte de magia, todas las creaciones cesaron en su frenética
actividad y se quedaron mirando con aire grave al artesano hasta que un
chasquido metálico les hizo volver su mirada hasta la vitrina de cristal.
La
mujer mecánica avanzó elegante hasta la figura inerte del artesano y la observó
con dulzura para después rodearla acariciando con su mano los cabellos del
hombre. Después abrió una pequeña compuerta en la base de la nuca del artesano
e introdujo una llave de plata en forma de medio corazón que pendía de su
cuello y la giró delicadamente. Acto seguido se colocó en frente de la figura
del hombre y acarició sus mejillas. El artesano recuperó poco a poco la
conciencia, y elevando la mirada la vio, tan hermosa como la recordaba y
levantándose de la banqueta lentamente como si flotara en un sueño se irguió
frente a ella.
A
la par que Wolfgang dirigía a la orquesta de jazz que interpretaba un vals
acompasado por los platillos del enorme oso, las cortesanas bailaban
armoniosamente unas con otras y el arlequín efectuaba graciosas piruetas
alrededor de toda la sala, ellos se dieron cuenta de que no había lugar para
las palabras. Así pues bailaron conscientes del tiempo que les quedaba,
adoptando el papel que debían interpretar en la escena musical. Hasta que el
continuo movimiento del universo les diera la oportunidad de volver a danzar
juntos una vez más.
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