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© el7bara |
—Le
repito don Andrés, que esta disputa es cuando menos esperpéntica. ¡Olvidemos
nuestras rencillas, sean cuales fueren, y demos gracias a nuestro bien amado
Felipe IV por gobernar con mano firme un país donde dos hombres pueden
disfrutar de un maravilloso día de campo!
—¡Ahórrese
su palabrería don Francisco, para las mujeres de mala reputación que tanto
gusta frecuentar y póngase en guardia de una maldita vez!
—¡Maldita
sea su estampa! ¿Es que acaso no tendrá la cortesía de exponer el motivo por el
que nos hallamos inmersos en esta lamentable situación?
—¡Estoy
en mi derecho a no reproducir la mofa de la que fui objeto la pasada noche! No
es mi problema que estuviera usted tan ebrio que ni si quiera se acuerde de sus
propios actos. Simplemente aceptó las condiciones del duelo… ¡y eso es todo lo
que importa!
Don Francisco se volvió interrogante
hacia maese Rodríguez, que parecía ser su testigo en ese improvisado duelo.
—¿Acaso
no tengo yo derecho a conocer el motivo de la afrenta que supuestamente he
cometido ante este buen caballero?
—En
realidad, como bien dice don Andrés, una vez que usted ha aceptado los términos
de la contienda podría muy bien darse el caso en el que usted se fuera al reino
de los cielos con un palmo de acero en sus entrañas desconociendo dichos
motivos. Es su derecho.
—Pero
válgame el cielo maese Rodríguez, no le anime usted…
—Perdón.
Desembarazáronse ambos contendientes
de sus casacas, don Andrés con gesto impaciente, mientras de don Francisco con
aire resignado. El primero era un hombre de aspecto seco y austero, al igual
que sus modales, que rondaba la cincuentena, mientras que el segundo, un joven
impecable y alegre en su forma de vestir y vivir la vida, había sobrepasado por
poco la treintena.
Una vez se pusieron en posición de
guardia y rozaron ligeramente el acero de sus espadas, don Francisco levanto la
mano deteniendo momentáneamente un duelo que aún no había comenzado.
—Doña
Lucía…
—¡Pardiez!
¿A qué se refiere usted ahora?
—La
prima del Marqués, ¿verdad? Ella es la razón de esta disputa. Pues sepa que el
nombre de usted salió a colación la otra noche y ella misma me comentó que a
pesar de sus atenciones e insistencia, el mero hecho de imaginarle convertido
en su esposo le provocaba un molesto ardor de estómago. Así pues no debe
vuestra merced echarme la culpa de sus frustraciones, pues no soy el origen de las
mismas.
—¡Maldito
gusano infecto! Lo mataría dos veces si ello fuera posible. ¡Deje de dar palos
de ciego y céntrese en lo que tenemos entre manos!
Sin más contemplaciones don Andrés
lanzó una furiosa estocada, más fruto de la ira que de la escuela, que don
Francisco logró desviar en primera, no sin apuros, para, una vez recuperada la
posición de guardia, tirar a fondo lo que hizo trastabillar a su contrincante
que a duras penas se mantuve en pie.
Una vez más don Francisco elevó la
mano deteniendo el combate y enervando aún más si cabe los ánimos de don
Andrés.
—Recuerdo
vagamente una conversación que versaba sobre la extensión de sus tierras. Vuestra
merced insistía en que veinte fanegas eran pocas para calcular la misma, y yo
le respondí cortésmente que dado que usted no había plantado en la vida ni una
semilla, no era correcto utilizar la fanega como unidad de medida. De hecho le
recomendé usar la vara cuadrada, por lo que en todo caso sus tierras ocuparían
una extensión proporcional a 200.000 varas, sin contar con el terreno anejo a
las tierras de don Gregorio que usted se apropió de forma indebida desplazando
el muro que delimita ambos terrenos al menos 10.000 varas más, o una fanega, si
usted insiste. ¿Es ese acaso el objeto de la disputa?
—¡La
vara se la voy a meter yo por el culo!
—¡Válgame
el cielo, Don Andrés! No sabía yo que vuestra merced tenía esos gustos…
—¡Doble
injuria, doble castigo!
Dicho esto don Andrés atacó con una
furia tal que hizo retroceder a su oponente hasta un viejo olmo, donde lo
ensartó hundiendo la hoja un palmo y perforándole el pulmón izquierdo.
De todos era bien sabido que las
aptitudes para la esgrima de don Francisco eran muy superiores a las de su
contrincante, ya que había estudiado con los mejores maestros de toda Europa,
pero la resaca producto de una noche de desenfreno, unida a las conjeturas
acerca del envite que aún en su último suspiro no conseguía sacar de su cabeza,
conformaron los desencadenantes del fatal desenlace.
Mientras don Francisco agonizaba en
el suelo, don Andrés se colocó apropiadamente la casaca y de una caja de forma
redondeada que su asistente sostenía sacó una peluca blanca, tan de moda en la
corte de Luis XIII y que poco a poco se iba introduciendo en España, que se
ajustó en la cabeza.
Don Francisco empezó a reír desde el
suelo, y con su último suspiro murmuró: ahora me acuerdo…
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