Entrecerró los ojos, protegiéndolos con la mano de la
intensa luz que penetraba por la claraboya de su pequeño estudio. Su conciencia
flotaba aún en algún lugar muy lejos del frío suelo donde reposaba su desnudo
cuerpo. “Quién soy, dónde estoy”. A
duras penas consiguió levantarse, tambaleándose, intentando aferrarse a
cualquier objeto que le sirviese de apoyo. Se pasó la mano por la cara,
intentando sacudirse una imaginaria telaraña de su rostro. Trastabilló y cayó
de nuevo al suelo pero esta vez no intentó incorporarse. Simplemente se giró
sobre un hombro y miró hacia el techo, blanco como un lienzo virgen, donde se
iba conformando una figura, una idea. “Ya
sé quién soy”. Volvió la vista hacia el centro de la sala. Sí, allí estaba.
Esperándole, reprochándole, desafiándole. Una burla a su talento. Un desprecio
a su inspiración.
Descubrió el caballete en mitad de la sala y se concentró
en la imagen del lienzo. “Quién eres”
Unos ojos sin vida, vacíos de todo prejuicio, enmarcados en un hermoso y pálido
rostro le devolvieron la mirada y le hicieron tomar conciencia de la realidad.
Un regusto metálico en su paladar le reafirmó en sus sospechas. Observó la
pequeña mesa del rincón. Cena para uno, sin vino, sin velas. Apartó la vista
con una mezcla de aprehensión y nauseas. “Nunca
más”. Pero un instinto oculto inundó su cuerpo de una malsana ansiedad.
La ducha le despejó completamente y de pie junto al
espejo, ajustándose el nudo de la corbata, suspiró nostálgico recordando lo
maravillosa que era su última modelo. La imagen del espejó le sonrió
contestándole: “sencillamente deliciosa”.
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