Me encanta tirarme boca arriba en el sofá, mirando
fijamente al techo hasta que mis ojos se cierran y los sonidos que me envuelven
se van difuminando hasta que mi consciencia se pierde en un mundo maravilloso,
lleno de interminables praderas verdes y lagos de agua cristalina.
Reconozco su aroma antes de que se siente a mi lado, y
cuando siento su mano acariciando mi pelo, pongo los ojos en blanco y estiro
todas mis extremidades desperezándome. Ella acerca su nariz y comenta que hay
alguien que necesita un buen baño. Yo también afino mi nariz, pero no percato
que es lo que puede desagradarle, y la miro con ojos interrogantes.
Mi boca se hace agua cuando ella sirve la comida y pienso
que es la mejor cocinera del mundo. He probado todo tipo de comida precocinada,
pero no hay nada como la auténtica comida casera, y así se lo hago ver dejando
bien limpio el plato. Ella siempre lo agradece y me mira con dulzura. Yo por mi
parte me vuelvo al sofá a echarme una buena siesta con el estómago bien lleno.
Las calles están atestadas de gente y eso me encanta. Yo
suelo caminar rápido, pero ella tira siempre de mi cuando pasamos delante de un
escaparate y se queda embobada mirando ropa y zapatos, lo que a mí me parece
absurdo. Ella estaría guapa con cualquier cosa que se pusiese. La única
respuesta que recibo cuando gruño molesto es una mirada de reproche.
Me encantan las terrazas de verano, y si hace algo de
brisa fresca las disfruto doblemente. Ella siempre pide una coca cola “light”
porque está a dieta. Bueno, ella siempre está a dieta aunque yo creo que está estupenda
tal como está. Se dedica a leer un libro y no me presta mucha atención, pero no
me importa, porque yo estoy demasiado ocupado viendo pasar a la gente.
La tarde se estropea de improviso. Una figura masculina
se acerca a nuestra mesa y ella parece sorprendida y complacida al mismo
tiempo. Intento hacer memoria, y el intenso olor de su colonia me da la clave
(ella siempre se sorprende de mi olfato aunque yo considero que no es para
tanto, sólo lo normal) y le identifico como un compañero de trabajo con el que
suele encontrarse de vez en cuando, lo cual como es natural no me agrada en
exceso.
Él me saluda amistosamente y yo le correspondo con una
mirada de indiferencia, le dejo claro que no me cae demasiado bien. A medida
que pasa la tarde, yo estoy cada vez más indignado cuando comprendo que ellos
dos se enredan en una animada conversación en la que no faltan risas cómplices
y algún que otro galanteo por parte de él ante mi estupefacta mirada. Incluso puedo adivinar alguna tentativa
de roce de manos por parte de ambos. Es cierto que en ocasiones soy desconfiado
hasta el extremo de rayar la paranoia, pero lo evidente en la mayoría de las
ocasiones es lo más probable.
Ella se disculpa para ir al servicio, y una vez que
abandona la mesa él se queda mirándome con su sonrisa bobalicona. Yo también lo
miro, pero la mirada es todo menos amistosa, y pienso que es la hora de actuar
y dejar las cosa bien claras. Así pues me incorporo y me acerco donde él se
encuentra, y sin dejar de mirarle ni un solo momento levanto mi pata trasera y
descargo toda mi mala leche contra la pernera de su pantalón beis. Él se
levanta airado y amaga una reacción violenta cuando le enseño la cantidad y
calidad de mis dientes.
Ella está muy apesadumbrada con su amigo. Se disculpa una
y otra vez mientras me lanza miradas encendidas, hasta que él se disculpa y le
dice que tiene que marcharse a casa. Pobre infeliz, no me ha durado ni un
asalto.
Una vez ha desaparecido de nuestra vista, la mirada
compungida de ella se torna en otra de reproche, y casi gritándome me pregunta
en qué estaba pensando. Como única respuesta me tumbo en el suelo y sacando mi
enorme lengua le doy un gran lametón a mis partes y pienso: ”¿Qué
es lo que esperas? Solo soy un perro…”
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