El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

jueves, 24 de enero de 2013

James Dean y el sentido de la existencia



            Se revolvía en las sábanas intentando conciliar el sueño, demasiado excitado quizás para obtener un descanso reconfortante. Tantas ideas rebotando en el interior de su cerebro. ¿Cuánto faltaba para el amanecer? El tiempo se esfumaba en cada parpadeo.

            Se incorporó en la cama y posó los pies en el suelo helado. Al otro lado de la puerta, Eddie Cochran entonaba el estribillo de Summertime Blues a través de los amortiguados altavoces de una gramola y cuando atravesó el umbral de la puerta sus pasos le guiaron a través de un suelo de baldosas blancas y negras hasta la barra cromada del bar.

            Se acomodó en un taburete de cuero rojo y recorrió con la vista el local. En una esquina Peggy Sue mascaba chicle  y jugaba con un mechón de su cabellera apoyada con una mano en la gramola en la que Cochran había dejado su puesto a Buddy Holly. Cuando se giró James Dean secaba con profesional cuidado una taza blanca. Cuando terminó apoyó el paño sobre el hombro y levantando una ceja preguntó:

—¿Que te pongo tío?
—Creo que tomaré un café, necesito reflexionar —respondió examinando sus manos como si fuera la primera vez que las veía.
—Rápido como el viento —dijo girándose sobre sus talones mientras se colocaba un cigarrillo tras la oreja.

            La humeante taza de oscuro líquido prometía reconfortarle de pies a cabeza pero una pregunta luchaba por abrirse paso a través de sus labios.

—Mr. Dean, ¿ha intentado buscarle alguna vez sentido a algo que aparentemente no lo tiene aún cuando para los demás sea algo de lo más normal? —interrogó mientras removía el café con la cucharilla.
—¿Y por qué buscarle sentido a las cosas? El día que se lo encuentres no te diferenciarás del resto —concluyó.

            El actor se quitó el delantal blanco y pasó al otro lado de la barra. Y mientras encendía un cigarrillo y levantaba el cuello de su cazadora roja se giró por última vez sentenciando: “Sueña como si fueras a vivir para siempre. Vive como si fueras a morir hoy”. Después se montó en su Spyder y condujo hasta perderse en el horizonte.


            El despertador tronó y su mano se lanzó como un resorte dispuesta a acabar con el insoportable aullido. Regresando poco a poco de las tinieblas de un sueño, se fue incorporando lentamente en la cama frotando pesadamente la cara con sus manos. Luego se incorporó pesadamente sentándose al borde de la cama, y se quedó mirando con gesto ausente a algún horizonte que sólo existía en su imaginación. Eran las seis de la mañana de una nueva jornada que comenzaba, y él regreso de sus ensoñaciones con el firme propósito, al menos por un día, de no buscarle ningún sentido a su tediosa rutina.

lunes, 21 de enero de 2013

Deportes de riesgo S.A.



            La vasta sala de un inmaculado blanco cegador contenía tan sólo un escritorio de metacrilato transparente y sendas sillas del mismo material para sus distinguidos ocupantes. El comercial, impecablemente vestido con un elegante traje de un oscuro brillante que contrastaba con la claridad de la estancia, tecleaba ágilmente sobre un teclado virtual frente a la pantalla holográfica, con una sonrisa cincelada en su bronceado rostro que dejaba al descubierto una dentadura de un blanco nacarado. Al otro lado de la mesa, una atractiva pareja se intercambiaban miradas cómplices y divertidas mientras esperaban ansiosos  las explicaciones oportunas.

—Como les explicaba hace un momento, debido al especial carácter de los servicios que ofrecemos, es imprescindible que firmen la cláusula que exonera a nuestra empresa de cualquier responsabilidad derivada del uso de dichos servicios —comentó el comercial sin variar un ápice su tono de voz ni la amplitud de su sonrisa.
—Eso suena como si fuéramos a meternos en algo peligroso —objetó el joven cliente apretando la mano de su novia.
—Bueno, les mentiría si les dijera que estas actividades están libres de ciertos riesgos. De ahí su nombre: “deportes de riesgos” —respondió el comercial soltando una risita despreocupada.

            Los jóvenes se miraron dubitativos por un momento, pero pronto dichas dudas se transformaron en convencimiento y volviendo la mirada hacia su interlocutor le instaron a seguir con sus explicaciones.

—Bien, estoy seguro que el catálogo de 2050 de “Retro aventuras” contendrá multitud de actividades satisfactorias para una pareja de aventureros como ustedes —prosiguió el hombre trajeado rebuscando entre los archivos de la base de datos—. Veamos, año 2012. Empresa privada. Generalidades. Trabajador por cuenta ajena. Contrato indefinido. 33 días de indemnización por año cotizado con un tope de 2 años para despidos improcedentes. 20 días si se trata de un despido objetivo. Contiene un pack de actualización con los extras “hipoteca a 40 años”, “familia numerosa”, “movilidad geográfica”, “nula conciliación familiar”…

            Los jóvenes se adelantaron en sus asientos mostrando un creciente interés. La avezada intuición del comercial le confirmó que iba por buen camino.

—Tenemos por aquí otra cosa. Vamos a ver… ah sí, es una expansión de “Trabajador por cuenta ajena” pero puede contratarse de forma individual. “Parado de larga duración”. 4 meses de prestación por cada año cotizado con un máximo de 2 años. Contiene todos los extras de “Trabajador por cuenta ajena”.
—¡Suena emocionante! —exclamó la joven—. Pero no sé si es lo que estábamos buscando. Se parece mucho a lo que ofrecen otras empresas.

            El comercial miró fijamente a la joven con su amplia sonrisa mientras tecleaba acompasadamente en el teclado virtual. Acto seguido dirigió su vista a la pantalla lo que consiguió, por difícil que pareciera, que su artificial sonrisa se agrandara aún más.

—Bueno, veamos lo que tenemos aquí. “Autónomo”. Sector en crisis. Beneficios inciertos. Cotización al régimen especial de trabajadores autónomos en la Seguridad Social. Evolución de la actividad incierta. Prestación por cese de actividad, pírrica. Con todos los extras de “Trabajador por cuenta ajena”.
—Parece todo muy vago… ¿no es así? —interrogó el joven.
—Sí, lo es… ¿no es excintante? —replicó emocionado el comercial.
—¡Lo es! —contestaron al unísono los jóvenes totalmente convencidos.
—Permítanme que les saque el contrato base para que puedan echarle un vistazo…
—¿Tendrá efectos secundarios? —inquirió el joven.
—Estrés, úlceras, cambios de humor, ansiedad… ¡Se lo garantizamos! —contestó el comercial ofreciéndoles el lector de huella digital—. Les aseguro que no se arrepentirán…

sábado, 19 de enero de 2013

Desde la buhardilla (final)



            Hablaban a gritos, encerrados en la salita al lado de la cocina. Pedro podía escucharlos sin esfuerzo aún estando en el piso de arriba y paseaba nervioso de un lado a otro temblando de miedo. Sabía lo que vendría después, pero la espera era lo peor. Oía a David amenazar a su padrastro con denunciarle y le exponía sin tapujos sus sospechas. El otro se jactaba de ser amigo personal del alcalde y por ende intocable. En algún momento pensó que llegarían a las manos y esperaba escuchar algún tipo de estruendo que le indicase que había empezado el jaleo. Pero los gritos fueron aplacándose y pronto la puerta de la salita se abrió.

—¡Pedro! —exclamó el joven doctor— ¡Te prometo que no os abandonaré! ¡Os sacaré de esta inmundicia aunque sea lo último que haga!
—¡Lárguese de una vez de mi casa y vaya a molestar a quien de verdad le necesite! —tronó la aguda voz de su padrastro.
—¡Recuérdalo bien Pedro! ¡Recordadlo bien los dos! —insistió esperando quizás una respuesta que no obtuvo. Y acto seguido abandonó la casa dando un portazo entre las imprecaciones del otro.

            Pedro cerró la puerta de la habitación desconsolado. Se acercó a su hermana y le ordenó que se encerrara en el cuarto de baño hasta que todo pasase. Ella protestó negando enérgicamente con la cabeza, apretando fuerte contra su escuálido pecho a su perro de peluche.

—¡No te voy a dejar sólo con él! ¡No esta vez! ¡Tendrá que hacernos frente a los dos! —gritó sollozando.

            El muchacho abrazó a su hermana y la consoló hasta que los lloros empezaron a remitir, convirtiéndose en apenas unos gimoteos.

—Ahora tienes que hacer lo que te he dicho, María —le indicó limpiando con los pulgares sendas lágrimas que resbalaban por las mejillas de la niña—. Sabes que si le hacemos esperar mucho la cosa se pondrá peor.

            María obedeció resignada y se dirigió a la puerta. Cuando la abrió se encontró con la figura de su padrastro y levantando la cabeza le sostuvo la mirada. Y en sus ojos no había ni un atisbo de miedo, si no un odio profundo que obligó a aquel hombre, como otras tantas veces, a retroceder vacilante ante aquella diminuta figura y a desviar la mirada, como si fuese él el que tuviese miedo, o quizás vergüenza. Y ella avanzó hasta el baño sin perderle de vista en ningún momento. El hombre se quedó mirando cómo se cerraba la puerta y entonces su gesto cambió. Se volvió concentrándose en Pedro y empezó a acercarse a él mientras se quitaba el cinturón y sonreía pérfidamente.

            Pasaba el tiempo envuelto en una nebulosa febril provocada por el dolor. Jamás le habían golpeado con tanta furia como él lo había hecho. Tenía un ojo completamente cerrado, el labio partido, y la espalda en carne viva allí donde le había sido aplicado el cinturón. Y a pesar de todo podía considerarse afortunado, ya que el primer golpe, por su dureza, lo había dejado atontado. Así que el resto del correctivo se confundía ahora como una lejana pesadilla que ya había acabado. Pero lo peor empezaba ahora. Apenas tenía fuerzas para levantarse, y no había un hueso en su escuálido cuerpo que no le doliera.

            De vez en cuando sentía a su hermana sentada en su cama, y notaba su pequeña mano acariciándolo con ternura. Luego la escuchaba al otro lado de la habitación, hablando con alguien a quien daba indicaciones. Pensó que se trataría de su amigo imaginario el señor Arce, y estuvo tentado de abrir los ojos para vencer la curiosidad, pero la debilidad y el dolor podían con él y lo acababan sumiendo en un sopor. También pasó así gran parte de la mañana del día siguiente, entre pesadillas y clarividentes duermevelas en las que creía escuchar gritos y protestas. Hasta que logró reunir las suficientes fuerzas y a media mañana se levantó de la cama para acercarse tambaleando hacia el cuarto de baño, donde se quedó mirando el reflejo de su imagen en el espejo. Tenía un aspecto lamentable y grotesco. Mucho peor del que imaginaba. De improviso su hermana se asomó por la puerta y corrió a abrazarle con unos brazos que apenas lograban abarcar con fuerza su delgada cintura. Luego le miró y se llevó un dedo a la boca.
—Él está ahí abajo —susurró la niña—. Esta mañana a primera hora vino ese señor tan simpático y volvieron a gritarse y a hacer mucho ruido. Ahora no quiere salir de casa. Cree que él está esperando ahí fuera a que se marche a trabajar para venir a por nosotros. Por eso ha llamado esta mañana a la central y les ha dicho que hoy estaba enfermo.
—¿Y cómo sabes todo eso? —preguntó Pedro.
—Llevo espiándole varias horas —contestó María—. Ahora creo que está dormido, sentado en una silla en frente de la puerta.
—Pues entonces vuelve a la cama y descansa.
—Pero yo quiero que conozcas al señor Arce. Hemos estado cuidándote los dos como tú haces siempre conmigo y…
—He dicho que vuelvas a la cama. Vamos a dejar los juegos para otro momento —ordenó el muchacho mientras besaba la frente de su hermana, que con un gesto mohíno acabó obedeciendo.

            Pedro comenzó a bajar sigilosamente la escalera y se quedó sentado a medio camino, observando la figura de su padrastro, que dormitaba en una silla con la barbilla reposando sobre el pecho. Descansando sobre sus rodillas pudo discernir una estrecha tubería de metal. Había debido tomarse muy enserio las amenazas del joven doctor o ni siquiera un vendaval le hubiera hecho perderse una jornada laboral. El muchacho siguió observando unos instantes más aquella odiosa figura. Ni siquiera la rabia que sentía cuando pensaba en él lograba acudir a su mente. El cansancio y el dolor lo impedían. Y entonces lo volvió a escuchar. Aquel sonido que provenía de la buhardilla se escuchaba aquella mañana más claro que de costumbre, y temió que lograse despertar a su padrastro. Pero seguía descansando en su letargo, e incluso comenzaba a dejar escapar algún ronquido. De esta forma Pedro decidió vencer su aprehensión y sus miedos y dirigió sus pasos hacia la buhardilla.

            Dentro olía a gasoil. Seguramente su padrastro había estado llenando el depósito del generador eléctrico, que ahora ronroneaba levemente, y había dejado abierta la lata del combustible como otras tantas veces, impregnando de su intenso olor la estancia y el resto de la casa. Encendió la luz y volvió a ver aquellos dos bultos cubiertos por sábanas. Y aquellas sábanas se movían al unísono con un movimiento intermitente de arriba abajo. Pedro avanzó con paso seguro hacia los dos bultos, intentando abstraerse de lo que le rodeaba, evitando amedrentarse por la locura de su padrastro. Una vez delante agarró el trozo de tela y tragando saliva tiró fuerte hasta dejar al descubierto lo que estaba oculto.

            El muchacho retrocedió mientras la rabia, que instantes antes se había rendido ante el dolor y el agotamiento, se abría paso por su corriente sanguínea dotando a sus músculos de un desconocido vigor. Ya no había miedo ni temor en Pedro. Sólo un sentimiento de odio inundaba toda su razón mientras observaba dos engendros mecánicos confeccionados con sendos maniquíes infantiles que sostenían cucharas en sus manos, bajaban sus brazos hacia un plato vacío y los volvían a subir a la altura de la boca, gracias a numerosos engranajes impulsados gracias al generador. Las figuras se asemejaban a Pedro y María gracias unas pelucas casi idénticas al pelo de los muchachos, e incluso vestían ropas similares a ellos. Aquella mente enferma había creado una familia a la medida de sus necesidades. Una familia que jamás le importunaría con preguntas, con desvelos y a la que no tendría que regalarles ni un ápice de cariño. Y eso fue lo único que necesitaba el muchacho para descargar toda la furia y la frustración acumulada durante tanto tiempo, y cogiendo un pesado tubo de metal apoyado contra la pared lo descargó, como si apenas pesara, sobre aquellas dos figuras, haciendo saltar por los aires plástico y metal. Y continuó así, cegado por la ira, hasta que escuchó un grito sobrecogedor a su espalda.

—¡Nooooo! ¡Qué es lo que has hecho maldito estúpido! —exclamó su padrastro que corrió hacia donde estaban los restos de aquel par de engendros que recogió y abrazó llorando desconsoladamente—. Mis niños no, mis niños no…

            Pedro se hizo a un lado, apoyando la espalda contra la pared, mirando a aquella figura, a la que jamás había visto llorar ni mostrar otra emoción distinta al odio, con una mezcla de repugnancia y desconcierto. Luego, como si notara los sentimientos que experimentaba el muchacho, el hombre dejó de sollozar y la rabia volvió a su mirada mientras se levantaba y avanzaba despacio hasta Pedro. El levantó el tubo de metal amenazante y su padrastro se paró en seco titubeando por unos momentos, pero luego estalló en una enfermiza carcajada.
—¿Qué esperas hacer con eso mequetrefe? ¿Crees que yo no me defenderé como ellos? —amenazó señalando al muchacho con el dedo.
—¡Estás enfermo! —replicó Pedro—. ¡No voy a consentir que la sigas matando!
—Así que lo sabes ¿eh? —inquirió el hombre—. Ese entrometido doctor ha sido un grave contratiempo, pero ya arreglaré cuentas con él. Y ahora escucha bien lo que voy a hacer. Después de acabar contigo, cogeré ese frasco que está en la mesa, el mismo del que suministro unas gotas todas las noches a tu dichosa hermana mientras dormís, y se lo meteré enterito por el gaznate.
—¿Por qué nos odias tanto? —preguntó desesperado Pedro.
—Porque sois lo peor que me ha pasado en la vida. Porque me dais asco y por vuestra culpa perdí a vuestra madre —respondió fríamente—. Ella tampoco os aguantaba y por eso decidió que era mejor morir.
—¡Estás mintiendo y ahora lo sé! —exclamó el muchacho—. Tú la mataste de la misma forma que intentas hacerlo con María. Porque ella se dio cuenta como eras en realidad y te miraba como ahora te mira María. Con odio, y tú no puedes soportar que una mujer te mire así.
—Hablas con una madurez impropia de tu edad, y me pregunto si comprendes realmente lo que estás diciendo —concluyó su padrastro mientras se apoyaba en la estantería con una sonrisa maquiavélica grabada en su rostro—. Pero en esta ocasión no puedo hacer otra cosa que darte la razón. Al menos te debo eso.

            Entonces agarró una pesada llave inglesa y la sopesó entre sus manos. Pedro volvió a esgrimir el tubo pero algo que se movía en la estantería por encima de su padrastro le distrajo incluso en esos momentos. Una rata corría por la balda hacia la lata de gasoil, e irguiéndose sobre sus patas traseras empujó con todas sus fuerzas la misma, vertiendo contenido y recipiente sobre la cabeza de su padrastro. Éste se tambaleó producto del golpe, logrando recuperar el equilibrio apoyándose en la mesa de trabajo, mientras veía como el animal saltaba de la estantería y corría a ocultarse detrás de los desnudos pies de María.

—Lo has hecho muy bien, señor Arce —felicitó la niña al roedor, y tras sonreír a su hermano, miró a su padrastro de aquella forma que él tanto temía—. Ya no volverás a hacernos ningún daño.

            María sacó del bolsillo de su bata una caja de cerillas, y tras encender con una el resto, las arrojó hacia el hombre que la miraba atónito y que se encendió como una pira al instante, revolviéndose y aullando de dolor, prendiendo todos los materiales combustibles que tenía en la mesa de trabajo. Pedro lo apartó con el tubo metálico y cogiendo en brazos a su hermana se precipitó escaleras abajo, seguido por la tea humana en la que se había convertido su padrastro, que aún en sus últimos momentos de agonía intentaba acabar con él. El muchacho intentó frenéticamente quitar la cadena de la puerta que impedía que ésta se abriese mientras echaba miradas desesperadas a la figura que a duras penas bajaba las escaleras. Entonces escuchó la voz del joven doctor por la rendija de la puerta que le indicó que se apartase y una vez lo hubo hecho, éste saltó la cadena de una patada, mientras la humeante figura de su padrastro se consumía en el suelo del recibidor.

            David observó a las dos menudas figuras llorando abrazadas. Del bolsillo de la bata de la niña asomaba un roedor que se le quedó mirando con ojillos brillantes e inteligentes. El joven doctor los dejó así un buen rato, mientras las autoridades ponían orden y los bomberos extinguían las llamas del incendio. No quiso imaginarse en ese momento los suplicios que habrían tenido que pasar esas dos criaturas. De lo único de lo que estaba seguro es que jamás volverían a padecer ningún sufrimiento de ese tipo. Él se encargaría de ello.

viernes, 18 de enero de 2013

Un rostro en la multitud



Andreas guarda la navaja no sin antes haberla limpiado cuidadosamente y echa un último vistazo al cuerpo que yace en el suelo. Ya sabe lo que encontrará en sus ojos. Una mirada, mezcla de sorpresa y de reproche, desde el fondo de unos ojos sin vida. Siempre es lo mismo, y la muerte no hace distinciones. Así que da igual la condición social del pobre diablo, su reacción será la misma cuando la vida se le esté escapando en  un último aliento y sea consciente  de  todo  lo  que  está  a  punto  de  perder. Y en esta ocasión, cuando Andreas mira a los ojos de "Ricky" como le llaman sus amigos, un sentimiento de compasión se apodera por unos instantes de él. A fin de cuentas Ricardo  sólo era un pobre diablo que trabajó en más de una ocasión para el jefe como conductor en algún trabajo, endeudado por el juego, el alcohol y las drogas, que deja una guapa mujer y dos niños.

 Conoce bien a la familia de Ricky, pues éste alojó a Andreas cuando llegó al país mientras los hombres del jefe arreglaban sus papeles. Con su pelo engominado y su cazadora de cuero de motero, Ricky parece un personaje sacado de una película americana de los años sesenta, un ángel del infierno sin moto, pues hace ya mucho  tiempo  que  tuvo  que  empeñarla  para  cubrir  una  de  sus  innumerables  deudas. Entonces Andreas repara en la vieja bolsa de deporte que descansa junto al cadáver y piensa: "Vaya por dios Ricky, después de todo lo conseguiste". En el interior de la bolsa, junto con  un  montón  de  ropa  sucia,  cinco  fajos  de  billetes  de  cincuenta  enlazados  entre  sí mediante una goma consiguen que los impasibles ojos de Andreas brillen en la oscuridad. Los veinticinco mil euros que observa con creciente emoción son sólo una parte de la deuda que  Ricky contrajo con el jefe, pero a pesar de ello su suerte ya estaba echada. Y la de Andreas empieza a mejorar, o al menos eso es lo que piensa...

Es un hombre corpulento. Su enorme cráneo, completamente rapado y reluciente, refleja las luces  de una ciudad que vive la noche tan intensamente como el día. Mide un metro noventa, pero su corpulencia le hace parecer mucho más alto. Lleva un abrigo largo de cuero, vaqueros y unas enormes botas de “cowboy” que taconean en el suelo con una fuerza tal que la gente no puede evitar volverse para observar la enorme figura que sacude la tierra bajo su paso. Ha dejado el coche aparcado porque necesita estirar las piernas y tomar el aire. Agarra con fuerza el asa de la bolsa de deporte como si quisiera comprobar que la misma y su contenido todavía siguen ahí. Es mucho dinero, pero no le preocupa el hecho de llevarlo encima. No cree que nadie se atreva a intentar arrebatárselo. Los que le conocen bien saben cómo se las gasta, y sabe que los demás no se arriesgarán con un tipo de su talla.

 No, no es eso lo que le preocupa, sino lo que esa bolsa de deportes y la decisión que ha tomado suponen. No es la primera vez que se queda con el dinero del jefe.  Pero el riesgo es real, y Andreas lo sabe. Los rumores se extienden, y el jefe hace preguntas tan pronto como llegan a sus oídos, pero hasta el momento se ha dado por satisfecho con las explicaciones oportunas. No obstante Andreas no es estúpido, aunque muchos lo piensen por su aspecto y sabe de sobra que si éstos rumores tienen suficientes fundamentos para ser ciertos, su vida valdría bien poco. Y si  hasta la fecha Andreas ha sido cuidadoso hasta rozar la paranoia, sabe que lo de esta noche es una decisión sin posibilidad de marcha atrás.

Ha estudiado con detenimiento las consecuencias y sabe que tiene muy poco tiempo de maniobra. Por esa razón ya ha tomado las medidas oportunas, y esa misma madrugada recogerá con el coche a Isabel, una bailarina del club con la que mantiene una  relación  desde  hace  casi  un  año,  y  emprenderán    viaje  a  París,  desde  donde decidirán su próximo destino. Ella ha sido el principal motivo que ha llevado a Andreas a arriesgar el pellejo de esta forma tan inconsciente. Pero Isabel lo había elegido a él entre todos los  demás,  principalmente  porque  Andreas  no  reparaba  en  gastos  a  la   hora   de proporcionarle todo lo que  deseaba y es consciente de ello, pero no le importa en absoluto.  Así pues esta noche Andreas se despedirá para siempre de la ciudad que le ha acogido desde que abandonó su país.

Son casi las once de la noche cuando Andreas mira el reloj. Su estómago le pide a gritos algún tipo de alimento sólido, y decide entrar en una cafetería de la avenida donde ha aparcado su coche. Es un sitio elegante, y la mayoría de los clientes no pueden evitar levantar la vista ante el paso de la imponente figura que acaba de entrar por la puerta y toma asiento en una de las mesas libres junto a los enormes ventanales donde Andreas puede controlar el movimiento que se produce tanto dentro como fuera del recinto. Pide un café y un emparedado al camarero que acude a atenderle, aunque en estos momentos lo que más le apetece es una copa bien cargada. Pero sabe que va a ser una noche muy larga y necesita tener la cabeza despejada. El principal problema es Isabel. Lo último que el buen juicio le recomienda es aparecer por el club y responder a las miradas inquisitorias de sus compañeros y del propio jefe. Así que esperará a la una de la madrugada, cuando ella acabe su turno, para recogerla.

 Mientras devora el emparedado y apura su café sigue repasando mentalmente el plan preestablecido, a la par que dirige miradas furtivas a todo el que entra en la estancia,  hasta que algo en el exterior  llama  poderosamente  su  atención.  Al  principio  sólo  es  una  sensación   de familiaridad, pero cuando presta más atención no puede evitar atragantarse con el último sorbo de café de su taza. Y es que en el exterior de la cafetería, a través de la multitud de personas que empiezan a recogerse hacia el calor de sus hogares, sus ojos contemplan una visión  imposible.  La  visión  de  un   hombre  de  unos  treinta  y  cinco  años,  apoyado distraídamente en una farola, con el pelo engominado y una cazadora de cuero de motero, que juega alegremente con su mechero, tal como Andreas le ha visto hacer tantas veces, mientras le sonríe de una forma burlona. Andreas cierra enérgicamente los ojos y los vuelve a abrir como si estuviese inmerso en una pesadilla de la que quisiera despertar, seguro de que en ese mismo momento todo volverá a estar en su sitio y la lógica se acabará por imponer. Pero  nada de eso ocurre, y la figura de Ricky sigue ahí clavada, y su sonrisa burlona se convierte en una carcajada como si adivinase el pensamiento de Andreas. Éste se levanta volcando la mesa y su contenido bajo la alarmante mirada de clientes y empleados de la cafetería para acto seguido precipitarse fuera del local donde una vez allí comprueba que la farola que ha estado ocupada por la espectral presencia de Richy está vacía. Un débil toque en uno de sus hombros le hace volverse con vehemencia para encontrarse con la escuálida figura de un camarero que le mira con creciente pavor debido a la enérgica maniobra realizada y que sólo alcanza a decir: "La cuenta se-señor".

Andreas enciende el motor y respira profundamente. Hace un momento ha estado a punto de perder los nervios y necesita poner en orden sus ideas. Sabe que a poco que piense bien las cosas todo  volverá  a tener sentido. Coloca el espejo retrovisor y se detiene para mirar la enorme frente despejada que  en esos momentos está perlada de gotas de sudor, mientras siente aún los nervios a flor de piel. Así que vuelve a respirar profundamente, y al expirar no puede evitar soltar una sonora carcajada. No es una carcajada del todo sincera, sino una que raya la histeria, pero necesita liberar toda la tensión que está acumulando, cosa que parece surtir efecto, pues acto seguido vuelve a reír, pero esta vez de una forma más natural. Y su mente empieza a trabajar intentando darle sentido a los acontecimientos de los que ha sido testigo. Seguramente la presión a la que está sometido le está pasando factura, y cualquier  recuerdo  encerrado  en  el  subconsciente  puede  aflorar  en  el  momento  más inesperado y jugarle a cualquiera una mala pasada. Recuerda cuantas veces vio a Ricky jugar con su mechero, sobre todo cuando estaban a punto de empezar algún trabajo. No era más que un tic nervioso, pero a los muchachos les hacía gracia,  porque a medida que se acercaba el momento, dicho tic de volvía más compulsivo. De ahí que muchos  también conociesen a Ricky con el sobrenombre de "Clic-Clac" por el sonido tan característico de su mechero al abrirse y cerrarse. Una vez calmado, Andreas mete primera y el coche comienza a moverse de forma perezosa. Los luminosos números del reloj del salpicadero le indican que son casi la una de la madrugada, lo cual significa que Isabel está a punto de salir del club y en consecuencia Andreas dirige su coche en esa dirección.

A estas horas la afluencia de tráfico es menor por la avenida. Es por eso por lo que Andreas se  extraña de que la motocicleta que le sigue no haga ademán de adelantarle. Cambia de carril para dejarle  el camino expedito, pero lo único que consigue es que el conductor realice la misma operación y se acerque aún más, deslumbrando con su potente faro a Andreas que pasa rápidamente de la sorpresa a la exasperación, y sacando el brazo por la ventanilla le hace indicaciones al motorista pare que le adelante. Esta vez su maniobra es atendida, y la motocicleta abandona la estela del coche de Andreas para alcanzar poco a poco  la  altura  de  la  ventanilla  del  conductor,  dejando  petrificado  al  mismo  cuando comprueba que el ocupante de la moto no es otro que una macabra versión de Ricky. Su pelo sigue engominado y escrupulosamente peinado hacia atrás, pero su cara presenta un color extremadamente blanco. Sus ojos están rodeados por sendos cercos amoratados y el viento les arranca lágrimas ensangrentadas. En su cuello se aprecia el tajo aplicado por Andreas, en donde cientos de pequeños gusanos comienzan a hacer estragos. De la boca ensangrentada de Ricky  brota un sonido gutural que poco a poco deviene en una espantosa carcajada, lo que hace reaccionar finalmente a Andreas que con un chillido histérico pisa el pedal del freno  a fondo haciendo derrapar el coche varios metros, deteniéndose a milímetros de un paso de peatones por donde una pareja de jóvenes atraviesa la calzada. El chico está a punto de abalanzarse sobre el conductor pero se lo piensa dos veces viendo las dimensiones del mismo, y lo  único que alcanza a hacer es un gesto con el dedo corazón que en otras circunstancias le habría costado una larga temporada en el hospital. Pero Andreas sólo tiene ojos para ver cómo se va perdiendo de vista el macabro espectro de Ricky, montado en la motocicleta que hace varios meses tuvo que empeñar.

Isabel se monta en el coche para encontrarse con la figura pálida de un Andreas que sin decir palabra pone en marcha el coche y que continúa así cuando llegan al piso de Isabel, a pesar de los infructuosos esfuerzos de ésta por intentar averiguar lo que sucede. Antes de salir del vehículo Andreas retiene a su acompañante por el brazo y mira de forma nerviosa a todas partes.

—¿Me vas a decir que es lo que pasa o tendré que adivinarlo? Nunca te he visto tan nervioso.
—No pasa nada. Sal del coche y ve abriendo la puerta del portal. Yo tengo que hacer una cosa antes.

Mientras Isabel se dirige a la puerta Andreas recoge la bolsa de deporte escondida bajo los  asientos de la parte de atrás del coche y la aprieta fuertemente contra el pecho, sintiendo que es lo único real que ha sucedido esa noche. La abre para comprobar que el contenido sigue allí, y acaricia suavemente  los fajos de billetes mientras siente cómo la sangre va volviendo poco a poco a sus venas. Sabe que el dinero es el remedio para muchos males, y aunque no es mucho, por lo menos es lo mejor que le ha pasado  en las últimas horas, y el hecho de poder tocarlo le hace parecer que todo lo que le ha ocurrido es un mal sueño, simplemente.

Cuando Andreas abre los ojos ve el rostro de Isabel, un rostro que ha venerado siempre y que no se cansa de mirar. Acaricia con suavidad su pelo porque no quiere que se despierte todavía. No queda mucho tiempo para la partida, aunque ella aún no conoce los planes de Andreas. A pesar de que su idea era habérselo dicho nada más llegar al piso para empezar a preparar las cosas de inmediato, necesitaba sentir de nuevo su cuerpo contra el suyo  para  saber  que  todo  iba  bien  de  nuevo,  que  todo  estaba  en  su  sitio.  En  otras circunstancias habría sido muy arriesgado, pero después de los acontecimientos vividos, lo verdaderamente arriesgado habría sido aventurarse en un viaje en el estado de nerviosismo en el que se  encontraba. Se levanta con mucho cuidado para no despertarla y después de ponerse los vaqueros se dirige al baño para refrescarse la cara con agua fría. Luego se servirá un café bien cargado y despertará a Isabel, que  protestará y seguramente le arrojará a la cabeza lo primero que tenga a mano. En un momento su cabeza empieza a planificar todos los pasos a dar para no dejar nada al azar. Ya ha tenido la prudencia de llenar el depósito del coche, pues no quiere hacer más paradas que las precisas, y ha reservado una habitación en un pequeño hotel a las afueras de París. También ha hecho unos emparedados que comerán en  cualquier  zona  de  descanso  del  camino.  Mientras  repasa  mentalmente  todos  esos detalles, Andreas se va animando poco a poco y su cabeza está ocupada en cosas que en nada atañen a motoristas salidos directamente del infierno que escupen carcajadas por la boca.

El agua está helada cuando sale del grifo del lavabo, pero a Andreas le gusta así. El impacto que recibe cuando se la lleva a la cara le despeja totalmente mientras busca a tientas la toalla colgada al lado del lavabo para secarse de forma concienzuda la cara y el cuello por donde resbalan las gotas de agua. Hecha esta operación coge la cuchilla para afeitarse, como hace todos los días escrupulosamente. Utiliza siempre una navaja de barbero, similar a  la que maneja en alguno de sus trabajos, y con suma habilidad comienza a rasurarse el mentón. Pero ya sea por el estado de tensión al que se ha visto sometido, o porque en esos momentos tiene la cabeza ocupada por otros asuntos, la navaja titubea a la altura del cuello provocando un corte no muy profundo, pero  lo suficiente como para que un hilillo de sangre brote enseguida por la herida. Andreas maldice en voz  baja mientras busca una toalla de papel para cortar la pequeña hemorragia, y cuando se dispone a abrir el armario que hace las veces de espejo se detiene petrificado ante la imagen de la que es testigo. La herida producida por el  corte  se  hace  cada  vez  más  grande,  y  la  tez  de  Andreas  empieza  a  tomar  un  tono ceniciento mientras se lleva una mano a la garganta para evitar en la medida de lo posible la terrible pérdida de sangre que está sufriendo. A pesar de que quisiera gritar para pedir ayuda las palabras que articula su boca no llegan a salir de su garganta, y piensa que debe haberse seccionado las cuerdas vocales. Con la otra mano intenta alcanzar su propia imagen en el espejo, en un último y desesperado intento por maldecir su  propia estupidez, pero esa imagen ya no es la suya, sino la de Ricky, cuyo rostro presenta un estado alarmante debido a la descomposición que está sufriendo. Ya casi no tiene ojos, y en las cuencas donde debieran estar, los  cientos de gusanos que horas antes brotaban de la herida que Andreas le había causado con la navaja, se dan un festín con lo poco que queda. De la mata de pelo que Ricky siempre lucía engominada, apenas quedan  ya unos pocos mechones que crecen irregulares sobre un cráneo óseo. La boca ya no tiene labios, pero si los tuviera Andreas sabe que se fruncirían en una mueca de burla, mientras que dos filas de dientes desgastados se  separan lentamente para dejar escapar una risa espectral que hace que al moribundo Andreas se le erice todo el vello de su cuerpo antes de que un atronador grito se abra paso desde sus pulmones y esta vez sí brote claramente de su garganta.

Isabel se  despierta  alarmada  por  el  terrible  grito  que  sale  del  baño  y  se  dirige apresurada hacia allí, para encontrarse sentado con la espalda en la pared a Andreas, que con una mano se aprieta con  fuerza el cuello y con la otra señala el espejo, con los ojos prácticamente fuera de las órbitas. Después de zarandearlo varias veces, empresa nada fácil dada  la  envergadura  de  su  cuerpo,  consigue  que  poco  a  poco  se  vaya  tranquilizando. Andreas desembaraza lentamente la mano de su propio cuello y se la queda mirando como si estuviera buscando algo que ya no está ahí. Se levanta con rapidez ante la desconcertada mirada de Isabel para dirigirse al espejo, que examina con cuidado mientras hace lo propio con su cara. Su respiración es tan acalorada que parece que sus pulmones fueran a explotar fuera de su caja torácica, y con  un resoplido empieza a recorrer la habitación de forma compulsiva,  mientras  que  por  su  cerebro  miles  de  ideas  se  deslizan  a  una  velocidad vertiginosa.

—¿Me vas a contar lo que está pasando? Primero no abres la boca en toda la noche, y cuando lo haces es para darme un susto de muerte. Aquí está sucediendo algo y no es nada bueno, así que ahora nos vamos a sentar tranquilamente y vas a empezar a desembuchar...
—¡No hay tiempo para eso! Tenemos que recoger las cosas porque nos vamos ahora mismo.
—¿Cómo que nos vamos? ¿Cuándo hemos decido eso si puede saberse?
—Bueno, en realidad era una sorpresa. Nos vamos a París, como habíamos planeado muchas veces. Ya lo tengo todo preparado, sólo falta que hagamos las maletas.
—¿Quieres dejar de moverte todo el tiempo? Me da dolor de cabeza intentar seguirte con la vista... ¿Pero de que estás hablando? ¿Cuándo has planeado todo esto?
—Llevo varios días dándole vueltas, y al fin lo decidí. Pensé que te haría ilusión.
—Esa no es la cuestión, Andreas. ¿Has hablado ya con el jefe de todo esto?
—Al jefe ni una palabra. Lo digo muy en serio.
—Para el carro amiguito. Esto me huele pero que muy mal. Me da la sensación de que te has metido en un lío muy gordo, y lo último que necesito es que me salpiques. Así que lo mejor es que recojas todas tus cosas y que salgas de mi casa ahora mismo.
—¿Pero qué es lo que estás diciendo? ¿No es acaso lo que siempre has deseado? Salir de esta ciudad, ver mundo, visitar París al menos una vez en la vida. Te repito ¿no es eso lo que habíamos planeado tantas veces?
—Todos los planes que has hecho tú, amiguito, que por lo que se ve es lo que mejor se te da, hacer planes sin contar con los demás.

            Andreas se va derrumbando poco a poco, a medida que sus rodillas se flexionan para tomar asiento en el sillón de la esquina del dormitorio. Por un momento ha dejado a un lado el objeto de sus pesadillas,  mientras intenta digerir la situación que está viviendo en esos momentos. Cierra con fuerza los ojos y se  lleva las manos a los oídos, tratando de no escuchar las verdades que él ya conoce. Mientras, sentada en la cama, Isabel enciende un cigarrillo y mira con expresión incrédula al hombre que tiene delante. Poco  a  poco la expresión de su cara se torna burlona y comienza a increpar a Andreas entre carcajadas.

—¿Qué esperabas amiguito? ¿Que lo dejara todo para seguir a mi príncipe azul hasta el fin del mundo? ¡Ja! Pues debo decirte que tú no eres precisamente un príncipe azul. Tipos como tú los hay a montones, sólo tengo que mover el culo delante de ellos en el club para que me den todo lo que yo quiera, exactamente como hice contigo, pobre imbécil. Despierta de una vez y vacía la cabeza de todos los pájaros que tienes en ella.

            Por más que aprieta los puños sobre sus oídos, no puede evitar que el sonido de la risa de Isabel penetre en lo más profundo de su mente, distorsionándose hasta convertirse en una carcajada espantosa que  Andreas ya ha oído esa noche más veces de las que puede soportar, y con un rápido movimiento se abalanza sobre Isabel, rodeando con sus manos el delicado cuello. Y mientras ella va perdiendo paulatinamente el color en su rostro, Andreas aumenta la presión hasta tal punto que tras un chasquido el cuello de Isabel se rompe para quedar totalmente flácido.

Son alrededor de las cuatro y media cuando Andreas apura el último cigarrillo del paquete, apoyada la espalda en la pared al lado de la ventana. Mira de forma alternativa el cuerpo sin vida de Isabel  y sus propias manos, como si no alcanzase a comprender el resultado de sus actos. Hace unas horas creyó que su suerte había cambiado, y que podía empezar una nueva vida con la mujer que amaba. Nada más lejos de la realidad, piensa. Es cierto que su suerte ha cambiado, así como su vida, que ahora está completamente vacía y carente de sentido.

En tal estado de ánimo no es extraño que al girar sobre su hombro para mirar a través de la ventana no se sorprenda al ver una figura sentada a horcajadas sobre una moto encendiendo un cigarrillo con un mechero. Un cráneo desprovisto totalmente de pelo brilla bajo la tenue luz de la farola, y Andreas no necesita ver la expresión del rostro de la fantasmal  figura  para  adivinar  que  está  sonriendo.  Así  pues  se  coloca  el  abrigo  con parsimonia y recogiendo la bolsa de deporte abandona el piso donde ha conocido la felicidad de una forma que nunca más hará. Cuando llega a la calle ya no hay rastro del motorista, pero en el lugar donde hace sólo unos minutos se encontraba, Andreas descubre un trozo de papel rectangular. Y cuando lo recoge y lo gira, tres rostros que él conoce bien le convencen para hacer algo que en otras circunstancias habría sido impensable para él.

Sólo tarda  veinte  minutos  en  llegar  al  edificio,  y  no  necesita  llamar  ya  que  la cerradura del  portal pasó a mejor vida hace ya algunos años. El interior huele a orín y vómito, y Andreas puede  distinguir una figura tendida, embozada en un saco de dormir. Sube las escaleras hasta el tercero y llama con los nudillos. Tras breves segundos, una voz infantil le responde desde el otro lado de la puerta. Sabe que los niños están solos, pues su madre trabaja también en el club, pero le conocen muy bien y le abrirán. El pequeño Ricardo es la viva imagen de su padre, y se frota la mejilla después de que Andreas se la pellizque. Después le hace entrega de la bolsa de deporte, en la que Andreas ha colocado junto con los veinticinco mil todo el dinero que ha estado reuniendo, de forma muy solemne junto con la advertencia de que sólo su madre puede abrir la bolsa si no quiere ganarse una buena tunda. Luego  se  gira  dando  gracias  por  no  haber  tenido  que   enfrentarse  con  la  mirada desconcertada de la madre, pues está seguro que sólo mirando su cara sabrá todo lo que ha ocurrido esa noche.

Andreas se queda observando junto al coche la figura sentada en una moto a sólo unos metros de él. De nuevo es el Ricky que conoce, con su cazadora de cuero y su pelo engominado. Juega con el mechero mientras sonríe a Andreas. Ya no es una sonrisa burlona, ni tampoco es una sonrisa de amigo. Es una sonrisa que le dice que ha hecho lo correcto. Ricky le hace un ademán de saludo, y tras pasar una pierna por encima de la moto sentándose a horcajadas sobre ella, la pone en marcha para dirigirse a un horizonte del que no volverá  jamás, recordándole a Andreas el final de una película que vio hace mucho tiempo. Acto seguido se introduce en el coche y enciende el motor. Ya nada le importa, por eso se queda quieto cuando ve por el espejo retrovisor la cara de Nicolai, uno de los hombres de confianza del jefe. No hay protestas ni reproches, sólo el frío metal de la pistola contra su rapada cabeza, el fogonazo y la oscuridad...