Mojaba una y otra vez la pluma de ganso. Su pulso firme y
los bellos trazos de su académica caligrafía inundaban las hojas del voluminoso
tomo a la par que el oscuro literato de mirada torva escupía las palabras a
velocidad vertiginosa mientras se atusaba el negro bigote. La historia había finalizado,
y una vez se hubo secado la tinta, el joven escribano cerró el libro con
estudiada lentitud, intentando calcular infructuosamente el número de historias
escritas en el mismo.
Miró a los cansados ojos del literato con una mezcla de
temor y reverencia, mientras éste le alargaba los cincuenta dólares prometidos espetando
a modo de despedida: “Bienvenido a la inmortalidad”.
El sol brillaba en la ciudad de Baltimore, y el joven
escribano se sentía extrañamente aliviado a pesar de conocer el momento y la forma
exacta de su muerte, pues ya estaba escrito. Así fue como decidió dedicar sus
últimos días a poner en orden su vida.
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