Recorría las calles con la seguridad de aquél que
conoce el destino que aguarda a sus pasos, pero en realidad no sabía muy bien
lo que estaba buscando. A decir verdad, ni si quiera sabía quien era, y si se
hubiera encontrado a sí mismo al doblar la esquina, habría esquivado
cortésmente la figura que era el mismo espejo de su existencia, y habría
dirigido su mirada perdida en busca de un faro de luz que alumbrase la
oscuridad en la que se había convertido su vida.
Los escaparates de las tiendas, brillantes y
multicolores, vestidos con sus mejores galas navideñas arrojaban cientos de
promesas a los transeúntes que se movían inquietos sin dejar de mirar el reloj,
rezando por un aplazamiento en una sentencia que vencía con el horario de
cierre de tiendas y superficies comerciales. Él no parecía tener prisa, o al
menos no recordaba que así fuera. Su largo gabán se movía despreocupado a cada
ráfaga de brisa helada, y su cuerpo enseguida le recordaba que en la calle
hacía frío, y él se subía de inmediato el cuello de su abrigo, intentando
devolver algo de calor a sus ateridas mejillas. No llevaba guantes en las
manos, y al meter las mismas en los bolsillos, notó el frío contacto de un
objeto circular, una especie de disco metálico estriado unido a lo que parecía
una cadena del mismo material. Ya sabía de que se trataba, pero necesitaba
verlo con sus propios ojos, ya que no podía fiarse de su memoria, y de esta
forma tiró de la cadena que era dorada, al igual que el reloj al que estaba
unida. Las estrías de su tapa conformaban el dibujo de un rostro femenino
ocultado parcialmente por una larga cabellera. En el interior de la tapa una
breve inscripción: siempre en mi recuerdo. Las saetas negras acariciaban
levemente los números romanos indicando que eran las seis y media de la tarde.
Aún era pronto, aunque la oscuridad se cernía sobre la ciudad de forma
irreversible.
Apretó firmemente el reloj, sintiendo que aquél era
su único punto de referencia, de lo único que podía estar seguro en aquellos momentos,
y continuó caminando a través de calles tan desconocidas como familiares al
mismo tiempo para él. Parejas de transeúntes apretados, tratando de darse calor
el uno al otro adelantaban su tranquilo paso buscando un cálido lugar donde
mirarse a los ojos y compartir aquellos sentimientos que les unen. Algo tan
cercano a él mismo, que hizo que un escalofrío recorriese todo su cuerpo, logrando
que se envolviese aún más en su oscuro gabán.
Poco a poco el centro de la pequeña ciudad fue
desapareciendo, y la afluencia de gente se fue reduciendo cada vez más. Sus
pasos resonaban en las vacías calles, y el estruendo de los villancicos se iba
difuminando en el aire, cuando decidió echarle un vistazo al reloj, a fin de
calcular la distancia que había recorrido, pues algo tan sencillo como observar
como transcurre el tiempo se convierte en la única tabla de salvación cuando la
vida se ha convertido en un complicado rompecabezas. De esta forma, cuando
comprobó que la esfera marcaba las seis de la tarde, tuvo que tomarse un par de
minutos para comprender que el reloj no sólo no se había detenido, sino que sus
agujas recorrían la circunferencia en sentido contrario. Sin apartar la vista
del dorado disco, tomó asiento en uno de los bancos metálicos dispuestos a lo largo
de la avenida, intentando dotar de sentido a la situación que estaba viviendo.
Poco a poco cerró la tapa del reloj, y su atención se centró en el rostro
femenino grabado finamente en la misma, y a su mente acudió el recuerdo de unos
hermosos ojos bañados en lágrimas, y entonces recordó a la dueña de esos ojos,
a la que tanto amó y a la que su propio egoísmo tanto hizo sufrir cuando más le
necesitaba. Y supo que la había perdido para siempre cuando ya fue demasiado
tarde.
Eran las cinco y media según su reloj, aunque la
noche ya era totalmente cerrada. A las cinco y cuarto de un veinticuatro de
diciembre un autobús se llevó para siempre a la persona que le daba auténtico
sentido a su vida. La llevaría lejos de él, en busca de un trabajo mejor, sin
tener en cuenta su opinión, deshaciendo por completo todos los planes que
habían hecho durante todo el tiempo que estuvieron juntos. Y ella le dijo
tantas veces que era algo temporal, que lo hacía por el futuro de los dos. Las
lágrimas en sus ojos fue lo último que vio, y su larga cabellera girando al
viento mientras daba media vuelta y entraba en el taxi que la llevaría a la
estación hacia un futuro incierto que afrontaba con cierto temor, en una ciudad
desconocida. El se arrepintió enseguida de las duras palabras que salieron de
su boca, fruto de su egoísmo y orgullo. Jamás volvería a verla. Un accidente la
apartaría definitivamente de él, truncando la oportunidad de decirle todo lo
que sentía por ella.
El reloj de la estación marcaba las ocho y media,
pero el que apretaba en su mano temblorosa marcaba las cinco y veinte.
Numerosas escenas de reencuentros familiares inundaban la estación, iluminada
por numerosos focos, y a pesar del aire frío que recorría cada uno de los
andenes, la gente ansiaba el esperado momento de ver a aquellas personas a las
que hacía tanto tiempo que extrañaba, y el ambiente se llenaba de risas y
gritos de alegría. Tan sólo una figura sentada en un incómodo banco,
abrazándose a si misma para evitar el frío que recorría su cuerpo, parecía
estar ajena a todo el ajetreo que la rodeaba. No esperaba a nadie, tan sólo
dejaba pasar el tiempo.
Su rostro era tan joven y hermoso como siempre. Tan
sólo algunos cabellos canos y unas ligeras arrugas delataban el paso del
tiempo, tal vez cinco años. Su mirada era triste y perdida en algún punto del
horizonte. Un lugar que sólo ella era capaz de ver. Se sentó a su lado, y ella
se estremeció ligeramente cuando él pasó su mano acariciando su ensortijado
pelo. Y una sonrisa se aventuró por las comisuras de sus labios cuando él le
dijo que la querría por toda una eternidad. Y como si ella hubiera escuchado su
declaración, una lágrima resbaló por su mejilla. Y depositando un reloj dorado
en el frío banco susurró: siempre en mi recuerdo, mientras se levantaba para
subir al autobús que la llevaría de regreso a la ciudad donde había empezado
una nueva vida.
Él la vio alejarse sentado en el banco, mientras se
guardaba en el bolsillo de su gabán el reloj que ella había dejado. Marcaba las
cinco y cuarto del veinticuatro de diciembre de 2005. Mientras cerraba los ojos
para dormir, tal vez desaparecer, se preguntaba si tendría otra oportunidad de
volver a decirle lo mucho que la amaba. Tan sólo una vez más...
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