Hablaban a gritos, encerrados en la salita al lado de la
cocina. Pedro podía escucharlos sin esfuerzo aún estando en el piso de arriba y
paseaba nervioso de un lado a otro temblando de miedo. Sabía lo que vendría
después, pero la espera era lo peor. Oía a David amenazar a su padrastro con
denunciarle y le exponía sin tapujos sus sospechas. El otro se jactaba de ser
amigo personal del alcalde y por ende intocable. En algún momento pensó que
llegarían a las manos y esperaba escuchar algún tipo de estruendo que le
indicase que había empezado el jaleo. Pero los gritos fueron aplacándose y
pronto la puerta de la salita se abrió.
—¡Pedro! —exclamó el joven
doctor— ¡Te prometo que no os abandonaré! ¡Os sacaré de esta inmundicia aunque
sea lo último que haga!
—¡Lárguese de una vez de mi
casa y vaya a molestar a quien de verdad le necesite! —tronó la aguda voz de su
padrastro.
—¡Recuérdalo bien Pedro!
¡Recordadlo bien los dos! —insistió esperando quizás una respuesta que no obtuvo.
Y acto seguido abandonó la casa dando un portazo entre las imprecaciones del
otro.
Pedro cerró la puerta de la habitación desconsolado. Se
acercó a su hermana y le ordenó que se encerrara en el cuarto de baño hasta que
todo pasase. Ella protestó negando enérgicamente con la cabeza, apretando
fuerte contra su escuálido pecho a su perro de peluche.
—¡No te voy a dejar sólo con
él! ¡No esta vez! ¡Tendrá que hacernos frente a los dos! —gritó sollozando.
El muchacho abrazó a su hermana y la consoló hasta que
los lloros empezaron a remitir, convirtiéndose en apenas unos gimoteos.
—Ahora tienes que hacer lo que
te he dicho, María —le indicó limpiando con los pulgares sendas lágrimas que
resbalaban por las mejillas de la niña—. Sabes que si le hacemos esperar mucho
la cosa se pondrá peor.
María obedeció resignada y se dirigió a la puerta. Cuando
la abrió se encontró con la figura de su padrastro y levantando la cabeza le
sostuvo la mirada. Y en sus ojos no había ni un atisbo de miedo, si no un odio
profundo que obligó a aquel hombre, como otras tantas veces, a retroceder
vacilante ante aquella diminuta figura y a desviar la mirada, como si fuese él
el que tuviese miedo, o quizás vergüenza. Y ella avanzó hasta el baño sin
perderle de vista en ningún momento. El hombre se quedó mirando cómo se cerraba
la puerta y entonces su gesto cambió. Se volvió concentrándose en Pedro y
empezó a acercarse a él mientras se quitaba el cinturón y sonreía pérfidamente.
Pasaba el tiempo envuelto en una nebulosa febril
provocada por el dolor. Jamás le habían golpeado con tanta furia como él lo
había hecho. Tenía un ojo completamente cerrado, el labio partido, y la espalda
en carne viva allí donde le había sido aplicado el cinturón. Y a pesar de todo
podía considerarse afortunado, ya que el primer golpe, por su dureza, lo había
dejado atontado. Así que el resto del correctivo se confundía ahora como una
lejana pesadilla que ya había acabado. Pero lo peor empezaba ahora. Apenas
tenía fuerzas para levantarse, y no había un hueso en su escuálido cuerpo que
no le doliera.
De vez en cuando sentía a su hermana sentada en su cama,
y notaba su pequeña mano acariciándolo con ternura. Luego la escuchaba al otro
lado de la habitación, hablando con alguien a quien daba indicaciones. Pensó
que se trataría de su amigo imaginario el señor Arce, y estuvo tentado de abrir
los ojos para vencer la curiosidad, pero la debilidad y el dolor podían con él
y lo acababan sumiendo en un sopor. También pasó así gran parte de la mañana
del día siguiente, entre pesadillas y clarividentes duermevelas en las que
creía escuchar gritos y protestas. Hasta que logró reunir las suficientes
fuerzas y a media mañana se levantó de la cama para acercarse tambaleando hacia
el cuarto de baño, donde se quedó mirando el reflejo de su imagen en el espejo.
Tenía un aspecto lamentable y grotesco. Mucho peor del que imaginaba. De
improviso su hermana se asomó por la puerta y corrió a abrazarle con unos
brazos que apenas lograban abarcar con fuerza su delgada cintura. Luego le miró
y se llevó un dedo a la boca.
—Él está ahí abajo —susurró la
niña—. Esta mañana a primera hora vino ese señor tan simpático y volvieron a
gritarse y a hacer mucho ruido. Ahora no quiere salir de casa. Cree que él está
esperando ahí fuera a que se marche a trabajar para venir a por nosotros. Por
eso ha llamado esta mañana a la central y les ha dicho que hoy estaba enfermo.
—¿Y cómo sabes todo eso? —preguntó
Pedro.
—Llevo espiándole varias horas
—contestó María—. Ahora creo que está dormido, sentado en una silla en frente
de la puerta.
—Pues entonces vuelve a la cama
y descansa.
—Pero yo quiero que conozcas al
señor Arce. Hemos estado cuidándote los dos como tú haces siempre conmigo y…
—He dicho que vuelvas a la
cama. Vamos a dejar los juegos para otro momento —ordenó el muchacho mientras
besaba la frente de su hermana, que con un gesto mohíno acabó obedeciendo.
Pedro comenzó a bajar sigilosamente la escalera y se
quedó sentado a medio camino, observando la figura de su padrastro, que
dormitaba en una silla con la barbilla reposando sobre el pecho. Descansando
sobre sus rodillas pudo discernir una estrecha tubería de metal. Había debido
tomarse muy enserio las amenazas del joven doctor o ni siquiera un vendaval le
hubiera hecho perderse una jornada laboral. El muchacho siguió observando unos
instantes más aquella odiosa figura. Ni siquiera la rabia que sentía cuando
pensaba en él lograba acudir a su mente. El cansancio y el dolor lo impedían. Y
entonces lo volvió a escuchar. Aquel sonido que provenía de la buhardilla se
escuchaba aquella mañana más claro que de costumbre, y temió que lograse
despertar a su padrastro. Pero seguía descansando en su letargo, e incluso
comenzaba a dejar escapar algún ronquido. De esta forma Pedro decidió vencer su
aprehensión y sus miedos y dirigió sus pasos hacia la buhardilla.
Dentro olía a gasoil. Seguramente su padrastro había
estado llenando el depósito del generador eléctrico, que ahora ronroneaba
levemente, y había dejado abierta la lata del combustible como otras tantas
veces, impregnando de su intenso olor la estancia y el resto de la casa. Encendió
la luz y volvió a ver aquellos dos bultos cubiertos por sábanas. Y aquellas sábanas
se movían al unísono con un movimiento intermitente de arriba abajo. Pedro
avanzó con paso seguro hacia los dos bultos, intentando abstraerse de lo que le
rodeaba, evitando amedrentarse por la locura de su padrastro. Una vez delante
agarró el trozo de tela y tragando saliva tiró fuerte hasta dejar al
descubierto lo que estaba oculto.
El muchacho retrocedió mientras la rabia, que instantes
antes se había rendido ante el dolor y el agotamiento, se abría paso por su
corriente sanguínea dotando a sus músculos de un desconocido vigor. Ya no había
miedo ni temor en Pedro. Sólo un sentimiento de odio inundaba toda su razón
mientras observaba dos engendros mecánicos confeccionados con sendos maniquíes
infantiles que sostenían cucharas en sus manos, bajaban sus brazos hacia un
plato vacío y los volvían a subir a la altura de la boca, gracias a numerosos
engranajes impulsados gracias al generador. Las figuras se asemejaban a Pedro y
María gracias unas pelucas casi idénticas al pelo de los muchachos, e incluso
vestían ropas similares a ellos. Aquella mente enferma había creado una familia
a la medida de sus necesidades. Una familia que jamás le importunaría con
preguntas, con desvelos y a la que no tendría que regalarles ni un ápice de
cariño. Y eso fue lo único que necesitaba el muchacho para descargar toda la
furia y la frustración acumulada durante tanto tiempo, y cogiendo un pesado tubo
de metal apoyado contra la pared lo descargó, como si apenas pesara, sobre aquellas
dos figuras, haciendo saltar por los aires plástico y metal. Y continuó así,
cegado por la ira, hasta que escuchó un grito sobrecogedor a su espalda.
—¡Nooooo! ¡Qué es lo que has
hecho maldito estúpido! —exclamó su padrastro que corrió hacia donde estaban
los restos de aquel par de engendros que recogió y abrazó llorando
desconsoladamente—. Mis niños no, mis niños no…
Pedro se hizo a un lado, apoyando la espalda contra la
pared, mirando a aquella figura, a la que jamás había visto llorar ni mostrar
otra emoción distinta al odio, con una mezcla de repugnancia y desconcierto.
Luego, como si notara los sentimientos que experimentaba el muchacho, el hombre
dejó de sollozar y la rabia volvió a su mirada mientras se levantaba y avanzaba
despacio hasta Pedro. El levantó el tubo de metal amenazante y su padrastro se
paró en seco titubeando por unos momentos, pero luego estalló en una enfermiza
carcajada.
—¿Qué esperas hacer con eso
mequetrefe? ¿Crees que yo no me defenderé como ellos? —amenazó señalando al
muchacho con el dedo.
—¡Estás enfermo! —replicó
Pedro—. ¡No voy a consentir que la sigas matando!
—Así que lo sabes ¿eh?
—inquirió el hombre—. Ese entrometido doctor ha sido un grave contratiempo,
pero ya arreglaré cuentas con él. Y ahora escucha bien lo que voy a hacer.
Después de acabar contigo, cogeré ese frasco que está en la mesa, el mismo del
que suministro unas gotas todas las noches a tu dichosa hermana mientras dormís, y se
lo meteré enterito por el gaznate.
—¿Por qué nos odias tanto?
—preguntó desesperado Pedro.
—Porque sois lo peor que me ha
pasado en la vida. Porque me dais asco y por vuestra culpa perdí a vuestra
madre —respondió fríamente—. Ella tampoco os aguantaba y por eso decidió que
era mejor morir.
—¡Estás mintiendo y ahora lo
sé! —exclamó el muchacho—. Tú la mataste de la misma forma que intentas hacerlo
con María. Porque ella se dio cuenta como eras en realidad y te miraba como ahora
te mira María. Con odio, y tú no puedes soportar que una mujer te mire así.
—Hablas con una madurez
impropia de tu edad, y me pregunto si comprendes realmente lo que estás
diciendo —concluyó su padrastro mientras se apoyaba en la estantería con una
sonrisa maquiavélica grabada en su rostro—. Pero en esta ocasión no puedo hacer
otra cosa que darte la razón. Al menos te debo eso.
Entonces agarró una pesada llave inglesa y la sopesó
entre sus manos. Pedro volvió a esgrimir el tubo pero algo que se movía en la
estantería por encima de su padrastro le distrajo incluso en esos momentos. Una
rata corría por la balda hacia la lata de gasoil, e irguiéndose sobre sus patas
traseras empujó con todas sus fuerzas la misma, vertiendo contenido y
recipiente sobre la cabeza de su padrastro. Éste se tambaleó producto del
golpe, logrando recuperar el equilibrio apoyándose en la mesa de trabajo, mientras
veía como el animal saltaba de la estantería y corría a ocultarse detrás de los
desnudos pies de María.
—Lo has hecho muy bien, señor Arce —felicitó la niña al roedor, y tras sonreír a su hermano, miró a su padrastro de aquella forma que él tanto temía—. Ya no volverás a hacernos ningún daño.
María sacó del bolsillo de su bata una caja de cerillas,
y tras encender con una el resto, las arrojó hacia el hombre que la miraba atónito y
que se encendió como una pira al instante, revolviéndose y aullando de dolor, prendiendo
todos los materiales combustibles que tenía en la mesa de trabajo. Pedro lo
apartó con el tubo metálico y cogiendo en brazos a su hermana se precipitó
escaleras abajo, seguido por la tea humana en la que se había convertido su
padrastro, que aún en sus últimos momentos de agonía intentaba acabar con él.
El muchacho intentó frenéticamente quitar la cadena de la puerta que impedía que ésta
se abriese mientras echaba miradas desesperadas a la figura que a duras penas
bajaba las escaleras. Entonces escuchó la voz del joven doctor por la rendija
de la puerta que le indicó que se apartase y una vez lo hubo hecho, éste saltó
la cadena de una patada, mientras la humeante figura de su padrastro se
consumía en el suelo del recibidor.
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