Era una mañana fresca y húmeda, más propia del invierno
que a regañadientes se despedía de los que daban la bienvenida a una primavera
que insinuaba, prometía, pero aún no se mostraba, cual virgen ruborosa. Yo, si
os soy sincero, prefiero la realidad tórrida, sin engaños, pegajosa y a veces
asfixiante de una noche estival. Aunque para qué engañarnos, si al final me
conformo con la tristeza de un otoño con su fría sensación de caducidad y
pérdida. El caso es, sin detenerme en florituras lingüísticas más propias de
personas con ínfulas retóricas que de aquellos que nos movemos ambientes más
prosaicos, que allí andábamos los dos, envueltos en una densa neblina que nos
impedía discernir más allá de lo que nuestra vista alcanzaba en esas
circunstancias, es decir, más bien poco.
Él era un buen mozo de porte altivo, mandíbula cuadrada
con reminiscencias algo neardentales, complexión musculosa, de aquella que se
adquiere en un gimnasio levantando y moviendo cosas que pesan mucho. Y según
decían las féminas, bien parecido, aunque a mí se me antojaba al mirarlo que tenía
una expresión algo palurda, pero al no estar versado en fisionomía masculina
más que cualquiera que se mira al espejo por las mañanas para rasurarse el
vello facial, deberé guiarme en esta ocasión por la opinión generalizada.
Vestía a la moda de la gente que no sólo va al campo a cazar, si no que va a
pisar firme con sus botas de serraje hechas a medida, a cortar una ramita que
le molesta con su cuchillo de acero templado y mango de asta de ciervo, y a disparar
su rifle americano con un visor capaz de ver más allá del alma de la gente. Era
sin duda alguna el prototipo del “Gran Cazador Blanco”.
Yo, en cambio, soy de figura fina, fina como una cuchilla
de afeitar. Decía mi madre que de párvulo no había bebido la suficiente leche y
mis huesos no habían engruesado como debieran. También soy un poco cabezón, y
no en el sentido cerril de la expresión. Me consuelo pensando que la naturaleza
sabia me dio el recipiente apropiado para mi cerebro inquieto. También tengo
una pierna más larga que la otra, una oreja más grande que la otra, y una ceja
pegada a la otra. Así dicho podrían hacerse la idea de que soy una persona que
está contrahecha, es decir, que está constituido por piezas que encajan, pero
que encajan mal. Como un juguete comprado en un todo a cien que cuando se
monta, piensas: sí, está montado… pero no es el aspecto que debería tener… En
cambio tengo un rostro que es cómodo. Y con esto me refiero a que es un rostro
que se puede observar con comodidad sin tener la necesidad de mirar hacia otro
lado.
Tampoco soy amante de la caza, aunque mi padre me enseñó
a disparar, a ver si así me hacía un hombre. Pero yo no tengo instinto asesino,
aunque tampoco se puede decir que sea un exacerbado amante de la naturaleza, o
al menos en el sentido que algunos le dan. Me explico. Cuando oigo a algún Gran
Cazador Blanco elogiar las virtudes de ese deporte, inciden en la experiencia
que supone estar en contacto con la madre tierra, impregnarse de su olor,
reconocer la majestuosidad del entorno. Y no hay nada comparable como atisbar
en la lejanía la majestuosa figura de un venado, admirar a través del visor la
belleza del animal y acto seguido descerrajarle un disparo a traición. A mí,
sinceramente, cuando veo algo bello no me entra el ansia de matarlo. Llamadme
raro. O incluso mariconazo, como me decía mi padre que en paz descanse.
Os preguntaréis entonces cómo dos personas tan dispares
tanto física como mental y espiritualmente, se encontraban en medio de la
invisible frondosidad del bosque, paseando, charlando como buenos camaradas con
el rifle al hombro, compartiendo animosamente una fresca mañana de febrero.
Veréis, si hay algo que iguala hombres de distinta condición, nacionalidad e
incluso diría religión, es sin duda alguna lo que algunos llaman amor y otros
necesidad fisiológica de apareamiento. Y el objeto de dicha necesidad se
llamaba Teresita, la hija de la farmacéutica del pueblo, la muchacha de la que
ambos andábamos enamorados con distinta suerte.
Teresita era una joven hermosa, de educación exquisita y
conversación inteligente. Había estudiado turismo en Salamanca y había decidido
abrir una agencia de viajes en el pueblo. Yo la conocía desde niño y siempre
nos andábamos pegando y jugando en el río. Ahora, veinte años más tarde
seguíamos manteniendo esa amistad, y yo me había convertido en lo peor en lo
que se puede convertir un joven enamorado: en el amigo y confidente de la
persona objeto de sus deseos. Os juro que en más de una ocasión, mientras ella
me abría de par en par su corazón y me mostraba sus sentimientos, yo me
imaginaba abriéndole de par en par sus piernas y revelándole mis sentimientos,
más mundanos, mientras un coro de ángeles entonaba una gloriosa marcha con sus
trompetas. Y ahí se quedaba la cosa. Luego se inmiscuyó en nuestra platónica
relación el hijo del concejal de cultura, dueño de más de la mitad de las
fincas de nuestro municipio, que empezó a cortejar a Teresita, sin esperar
siquiera a la época de la berrea. Y ésta, terrenal como sólo puede ser una
deliciosa criatura de carne y hueso, tardó poco en sucumbir a los encantos de
una fachada bien construida. Y de esta forma Teresita pasó de amor platónico a
quimera irrealizable.
La niebla se iba levantando un poco y ambos nos sentamos
en un tocón para compartir una bota de vino artesano que yo siempre llevaba
cuando la mañana era fresca, y que él tanto apreciaba aunque su paladar estaba
hecho a caldos de más prestigio. Conversábamos acerca de cosas mundanas como el
tiempo, mi deplorable estado físico que me hacía resollar como un buey tras una
larga jornada, y los beneficios de activar mi organismo con un par de horas
diarias de trabajo en el gimnasio. Como si las diez horas de trabajo en la
fábrica de encurtidos no fueran suficientes para mi pobre organismo.
Os preguntaréis de nuevo los motivos por los que un
humilde servidor despojado de orgullo, malherido en sus sentimientos y
resentido por la falta de atención, dio por bueno compartir aquella jornada de
caza con el responsable directo de su actual desdicha. Pues bien, andaba yo una
noche ahogado en mi propia tristeza, bebiendo de una botella de lo que algunos
se dignan en llamar whisky y otros matarratas, al ser lo único que me podía
permitir con el escaso jornal que ganaba en la fábrica, escribiendo incluso
poemas cual amante despechado y llorando como un querubín al que le quitan el
chupete, cuando me di cuenta que lo único que necesitaba para recuperar mi
anterior y exigua felicidad era hacer desaparecer la incógnita que sobraba en
la ecuación. E ideé un osado plan envalentonado por los efluvios de la malta
fermentada que a buen seguro por la mañana, con la perspectiva de un nuevo día
y el dolor de cabeza producto de la resaca, acabaría en agua de borrajas. Sin
embargo, al día siguiente, tras dejar atrás de camino al trabajo el banco donde
Teresita y yo nos sentábamos antaño a compartir risas y confidencias, una nube
se aposentó en mi cerebro y me reafirmó en mi etílico empeño de la noche
anterior. Así pues desempolvé el viejo rifle de mi padre y me presenté en casa
de mi rival ofreciéndole una buena bota de vino y la oportunidad de mofarse de
mi persona durante su última jornada de caza. Me vanaglorio de conocer las
motivaciones de las personas, y sé que el Gran Cazador Blanco no
desaprovecharía una buena bota de vino, y sobre todo, la oportunidad de
humillar durante toda una mañana a un ser tan insignificante como un humilde
servidor.
La niebla se había retirado casi por completo y el Gran
Cazador se sentía a sus anchas como un guerrero en el campo de batalla. Así
pues comenzó a inspeccionar el terreno y se volvió hacia mí indicándome el
lugar dónde habría de ubicarme. Yo seguía allí de pie con cara ausente, hasta
que mi vista se clavó en su figura estilizada. Algo raro debió ver él en mi
mirada e interrumpió su experta diatriba para finalmente conminarme a que me
pusiera en marcha. Pero yo seguía allí parado, y cualquiera que me viera diría
que estaba en otro mundo, como el que oye pero no escucha. Indudablemente
estaba interpretando un papel y mi cerebro repasaba mentalmente los puntos más
importantes de mi propia estrategia. Él siguió espetándome para que me pusiera
en marcha y yo me acerqué a donde había apoyado su rifle y lo miré con aire
bobalicón mientras lo giraba apuntando directo a su corazón. Yo había pergeñado
un ingenioso discurso sobre el día del juicio, la venganza de la madre
naturaleza que a su manera es rencorosa, y un montón de tonterías más, que
ensayé la tarde antes, pero al final de mi boca salió algo parecido a: “¡mas
robao la chica… anda gañán, enfila que te voy a meter dos chispazos cuando
menos te lo esperes!”. Como quiera que sonase, él lo entendió a la perfección y
salió como alma que lleva el diablo profiriendo chillidos como un cochino al
que llevan al matadero. Yo mientras disparaba al aire para que él avivase el
trote mientras que lo seguía a buen ritmo incluso con mi pierna más larga que
la otra. No bien había doblado la peña del berrinche, que es dónde las jóvenes
parejas se reunían furtivamente para dar rienda suelta a sus instintos fuera
del amparo de sus padres, se escuchó un ruido seco y atronador que mis expertos
oídos identificaron en seguida como dos cartuchazos de la escopeta de tío Paco,
que todos los sábados aguardaba con la susodicha a que entrara algún bicho como
él decía. Por desgracia para mi circunstancial compañero, el tío Paco, de casi
ochenta años, oía muy mal y veía peor, y cuando vio corriendo hacia él a
aquella figura que agitaba los brazos y chillaba cual cochino, le descerrajó
dos tiros con la escopeta de doble cañón que tenía casi tantos años como él,
imbuido por el frenesí de derribar al último jabalí de la temporada. Yo por mi
parte, tras atisbar tras la peña que el Gran Cazador no se movía, y ver el
tamaño del boquete que le había hecho, casi a bocajarro, la escopeta del tío
Paco, lancé lo más cerca posible el rifle del infeliz y me fui por dónde vine,
con las manos en los bolsillos y silbando bajito la marcha sobre el río Kwai.
Los días siguientes el Ayuntamiento declaró tres días de
luto por el alma del joven y del tío Paco, que murió de un ataque al corazón in
situ, tan pronto fue consciente de su desafortunado error. Teresita estaba
destrozada y distante, aunque pasado un tiempo buscó consuelo en la única
persona que nunca le había fallado a la hora de darle consuelo, valga la redundancia.
Y pasado más tiempo ella volvió a abrirme el corazón y yo volví a escuchar a
aquel coro de ángeles, y todo volvió a ser maravilloso como de costumbre… hasta
que llegó al pueblo aquel joven naturalista amante de los deportes de riesgo.
Qué le vamos a hacer. Es guapo, o al menos así dicen las jóvenes del pueblo. Tiene
buen porte, pulido tras varias horas en el gimnasio, y va vestido a la moda de
las personas amantes de la naturaleza pero que no renuncian a sus deportivas de
marca, sus pantalones tejanos pero que no son de Texas, y sus camisetas con
frases ingeniosas. Y a mi Teresita le gustó desde el primer momento en que lo
vio. En fin, ella es así y no se lo tengo en cuenta.
Ahora por las noches lloro desconsolado, escribo poemas
despechados y entre lingotazo y lingotazo planeo una nueva estrategia. A él le
gusta saltar en paracaídas, y yo sé que los paracaídas a veces no se abren. Sí,
ya sé que es casi imposible, pero a veces pasa… Lo malo es que yo le tengo
auténtico pánico a las alturas……..
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