El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

miércoles, 2 de enero de 2013

El gran cazador blanco



 

            Era una mañana fresca y húmeda, más propia del invierno que a regañadientes se despedía de los que daban la bienvenida a una primavera que insinuaba, prometía, pero aún no se mostraba, cual virgen ruborosa. Yo, si os soy sincero, prefiero la realidad tórrida, sin engaños, pegajosa y a veces asfixiante de una noche estival. Aunque para qué engañarnos, si al final me conformo con la tristeza de un otoño con su fría sensación de caducidad y pérdida. El caso es, sin detenerme en florituras lingüísticas más propias de personas con ínfulas retóricas que de aquellos que nos movemos ambientes más prosaicos, que allí andábamos los dos, envueltos en una densa neblina que nos impedía discernir más allá de lo que nuestra vista alcanzaba en esas circunstancias, es decir, más bien poco.

            Él era un buen mozo de porte altivo, mandíbula cuadrada con reminiscencias algo neardentales, complexión musculosa, de aquella que se adquiere en un gimnasio levantando y moviendo cosas que pesan mucho. Y según decían las féminas, bien parecido, aunque a mí se me antojaba al mirarlo que tenía una expresión algo palurda, pero al no estar versado en fisionomía masculina más que cualquiera que se mira al espejo por las mañanas para rasurarse el vello facial, deberé guiarme en esta ocasión por la opinión generalizada. Vestía a la moda de la gente que no sólo va al campo a cazar, si no que va a pisar firme con sus botas de serraje hechas a medida, a cortar una ramita que le molesta con su cuchillo de acero templado y mango de asta de ciervo, y a disparar su rifle americano con un visor capaz de ver más allá del alma de la gente. Era sin duda alguna el prototipo del “Gran Cazador Blanco”.

            Yo, en cambio, soy de figura fina, fina como una cuchilla de afeitar. Decía mi madre que de párvulo no había bebido la suficiente leche y mis huesos no habían engruesado como debieran. También soy un poco cabezón, y no en el sentido cerril de la expresión. Me consuelo pensando que la naturaleza sabia me dio el recipiente apropiado para mi cerebro inquieto. También tengo una pierna más larga que la otra, una oreja más grande que la otra, y una ceja pegada a la otra. Así dicho podrían hacerse la idea de que soy una persona que está contrahecha, es decir, que está constituido por piezas que encajan, pero que encajan mal. Como un juguete comprado en un todo a cien que cuando se monta, piensas: sí, está montado… pero no es el aspecto que debería tener… En cambio tengo un rostro que es cómodo. Y con esto me refiero a que es un rostro que se puede observar con comodidad sin tener la necesidad de mirar hacia otro lado.
            Tampoco soy amante de la caza, aunque mi padre me enseñó a disparar, a ver si así me hacía un hombre. Pero yo no tengo instinto asesino, aunque tampoco se puede decir que sea un exacerbado amante de la naturaleza, o al menos en el sentido que algunos le dan. Me explico. Cuando oigo a algún Gran Cazador Blanco elogiar las virtudes de ese deporte, inciden en la experiencia que supone estar en contacto con la madre tierra, impregnarse de su olor, reconocer la majestuosidad del entorno. Y no hay nada comparable como atisbar en la lejanía la majestuosa figura de un venado, admirar a través del visor la belleza del animal y acto seguido descerrajarle un disparo a traición. A mí, sinceramente, cuando veo algo bello no me entra el ansia de matarlo. Llamadme raro. O incluso mariconazo, como me decía mi padre que en paz descanse.

            Os preguntaréis entonces cómo dos personas tan dispares tanto física como mental y espiritualmente, se encontraban en medio de la invisible frondosidad del bosque, paseando, charlando como buenos camaradas con el rifle al hombro, compartiendo animosamente una fresca mañana de febrero. Veréis, si hay algo que iguala hombres de distinta condición, nacionalidad e incluso diría religión, es sin duda alguna lo que algunos llaman amor y otros necesidad fisiológica de apareamiento. Y el objeto de dicha necesidad se llamaba Teresita, la hija de la farmacéutica del pueblo, la muchacha de la que ambos andábamos enamorados con distinta suerte.

            Teresita era una joven hermosa, de educación exquisita y conversación inteligente. Había estudiado turismo en Salamanca y había decidido abrir una agencia de viajes en el pueblo. Yo la conocía desde niño y siempre nos andábamos pegando y jugando en el río. Ahora, veinte años más tarde seguíamos manteniendo esa amistad, y yo me había convertido en lo peor en lo que se puede convertir un joven enamorado: en el amigo y confidente de la persona objeto de sus deseos. Os juro que en más de una ocasión, mientras ella me abría de par en par su corazón y me mostraba sus sentimientos, yo me imaginaba abriéndole de par en par sus piernas y revelándole mis sentimientos, más mundanos, mientras un coro de ángeles entonaba una gloriosa marcha con sus trompetas. Y ahí se quedaba la cosa. Luego se inmiscuyó en nuestra platónica relación el hijo del concejal de cultura, dueño de más de la mitad de las fincas de nuestro municipio, que empezó a cortejar a Teresita, sin esperar siquiera a la época de la berrea. Y ésta, terrenal como sólo puede ser una deliciosa criatura de carne y hueso, tardó poco en sucumbir a los encantos de una fachada bien construida. Y de esta forma Teresita pasó de amor platónico a quimera irrealizable.

            La niebla se iba levantando un poco y ambos nos sentamos en un tocón para compartir una bota de vino artesano que yo siempre llevaba cuando la mañana era fresca, y que él tanto apreciaba aunque su paladar estaba hecho a caldos de más prestigio. Conversábamos acerca de cosas mundanas como el tiempo, mi deplorable estado físico que me hacía resollar como un buey tras una larga jornada, y los beneficios de activar mi organismo con un par de horas diarias de trabajo en el gimnasio. Como si las diez horas de trabajo en la fábrica de encurtidos no fueran suficientes para mi pobre organismo. 

            Os preguntaréis de nuevo los motivos por los que un humilde servidor despojado de orgullo, malherido en sus sentimientos y resentido por la falta de atención, dio por bueno compartir aquella jornada de caza con el responsable directo de su actual desdicha. Pues bien, andaba yo una noche ahogado en mi propia tristeza, bebiendo de una botella de lo que algunos se dignan en llamar whisky y otros matarratas, al ser lo único que me podía permitir con el escaso jornal que ganaba en la fábrica, escribiendo incluso poemas cual amante despechado y llorando como un querubín al que le quitan el chupete, cuando me di cuenta que lo único que necesitaba para recuperar mi anterior y exigua felicidad era hacer desaparecer la incógnita que sobraba en la ecuación. E ideé un osado plan envalentonado por los efluvios de la malta fermentada que a buen seguro por la mañana, con la perspectiva de un nuevo día y el dolor de cabeza producto de la resaca, acabaría en agua de borrajas. Sin embargo, al día siguiente, tras dejar atrás de camino al trabajo el banco donde Teresita y yo nos sentábamos antaño a compartir risas y confidencias, una nube se aposentó en mi cerebro y me reafirmó en mi etílico empeño de la noche anterior. Así pues desempolvé el viejo rifle de mi padre y me presenté en casa de mi rival ofreciéndole una buena bota de vino y la oportunidad de mofarse de mi persona durante su última jornada de caza. Me vanaglorio de conocer las motivaciones de las personas, y sé que el Gran Cazador Blanco no desaprovecharía una buena bota de vino, y sobre todo, la oportunidad de humillar durante toda una mañana a un ser tan insignificante como un humilde servidor.

            La niebla se había retirado casi por completo y el Gran Cazador se sentía a sus anchas como un guerrero en el campo de batalla. Así pues comenzó a inspeccionar el terreno y se volvió hacia mí indicándome el lugar dónde habría de ubicarme. Yo seguía allí de pie con cara ausente, hasta que mi vista se clavó en su figura estilizada. Algo raro debió ver él en mi mirada e interrumpió su experta diatriba para finalmente conminarme a que me pusiera en marcha. Pero yo seguía allí parado, y cualquiera que me viera diría que estaba en otro mundo, como el que oye pero no escucha. Indudablemente estaba interpretando un papel y mi cerebro repasaba mentalmente los puntos más importantes de mi propia estrategia. Él siguió espetándome para que me pusiera en marcha y yo me acerqué a donde había apoyado su rifle y lo miré con aire bobalicón mientras lo giraba apuntando directo a su corazón. Yo había pergeñado un ingenioso discurso sobre el día del juicio, la venganza de la madre naturaleza que a su manera es rencorosa, y un montón de tonterías más, que ensayé la tarde antes, pero al final de mi boca salió algo parecido a: “¡mas robao la chica… anda gañán, enfila que te voy a meter dos chispazos cuando menos te lo esperes!”. Como quiera que sonase, él lo entendió a la perfección y salió como alma que lleva el diablo profiriendo chillidos como un cochino al que llevan al matadero. Yo mientras disparaba al aire para que él avivase el trote mientras que lo seguía a buen ritmo incluso con mi pierna más larga que la otra. No bien había doblado la peña del berrinche, que es dónde las jóvenes parejas se reunían furtivamente para dar rienda suelta a sus instintos fuera del amparo de sus padres, se escuchó un ruido seco y atronador que mis expertos oídos identificaron en seguida como dos cartuchazos de la escopeta de tío Paco, que todos los sábados aguardaba con la susodicha a que entrara algún bicho como él decía. Por desgracia para mi circunstancial compañero, el tío Paco, de casi ochenta años, oía muy mal y veía peor, y cuando vio corriendo hacia él a aquella figura que agitaba los brazos y chillaba cual cochino, le descerrajó dos tiros con la escopeta de doble cañón que tenía casi tantos años como él, imbuido por el frenesí de derribar al último jabalí de la temporada. Yo por mi parte, tras atisbar tras la peña que el Gran Cazador no se movía, y ver el tamaño del boquete que le había hecho, casi a bocajarro, la escopeta del tío Paco, lancé lo más cerca posible el rifle del infeliz y me fui por dónde vine, con las manos en los bolsillos y silbando bajito la marcha sobre el río Kwai.

            Los días siguientes el Ayuntamiento declaró tres días de luto por el alma del joven y del tío Paco, que murió de un ataque al corazón in situ, tan pronto fue consciente de su desafortunado error. Teresita estaba destrozada y distante, aunque pasado un tiempo buscó consuelo en la única persona que nunca le había fallado a la hora de darle consuelo, valga la redundancia. Y pasado más tiempo ella volvió a abrirme el corazón y yo volví a escuchar a aquel coro de ángeles, y todo volvió a ser maravilloso como de costumbre… hasta que llegó al pueblo aquel joven naturalista amante de los deportes de riesgo. Qué le vamos a hacer. Es guapo, o al menos así dicen las jóvenes del pueblo. Tiene buen porte, pulido tras varias horas en el gimnasio, y va vestido a la moda de las personas amantes de la naturaleza pero que no renuncian a sus deportivas de marca, sus pantalones tejanos pero que no son de Texas, y sus camisetas con frases ingeniosas. Y a mi Teresita le gustó desde el primer momento en que lo vio. En fin, ella es así y no se lo tengo en cuenta.

            Ahora por las noches lloro desconsolado, escribo poemas despechados y entre lingotazo y lingotazo planeo una nueva estrategia. A él le gusta saltar en paracaídas, y yo sé que los paracaídas a veces no se abren. Sí, ya sé que es casi imposible, pero a veces pasa… Lo malo es que yo le tengo auténtico pánico a las alturas……..




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