Era un hombre muy callado, de esos que piensan bien las
cosas antes de decirlas. Por eso cuando hablaba, todos se callaban y le miraban
expectantes. También era discreto en todos los aspectos. Discreto en sus
opiniones, en sus actos, en su forma de vestir. Y cuando sonreía, lo hacía a
medias. Era como un sí, me hace gracia, pero no, no me hace tanta. Era el
prototipo del hombre medio, el que sale en las estadísticas pero que no tiene
los suficientes datos para pronunciarse sobre una u otra cuestión.
Y digo era, porque en algún momento de la vida de una
persona los avatares del destino nos ponen a prueba. Tantean nuestra fachada,
comprueban si los cimientos son sólidos y si ven algún resquicio deciden
demoler para construir de nuevo.
Trabajaba en el departamento de contabilidad de una gran
multinacional dedicada al ensamblaje de contenedores, de esos que luego
embarcan en un carguero y recorren más mundo del que seguramente veremos
ustedes y yo. Ese era un trabajo cómodo para él. Los números son fiables, y
siempre suman lo mismo los pongas en el orden que los pongas. Otra cosa es
interpretar los resultados. Para eso estaban los que se sentaban en sus
despachos, con sus trajes impecables comprados en el corte inglés, sus corbatas
con nudo windsor, su pelo engominado y esa expresión bien estudiada de lameculos
profesional. En el caso que nos ocupa, se trataba de un sujeto de unos treinta
y tantos, licenciado cum laude, master en ambición, promoción y escalada
empresarial, se pise a quien se tenga que pisar. Recorría sus dominios, que se
reducían al departamento de contabilidad, cual terrateniente que supervisa el
trabajo de sus asalariados, con gesto autocomplaciente y sonrisa cincelada en
su cara.
Él en cambio se dedicaba a cumplir de forma escrupulosa
su trabajo, acabase a la hora que acabase, pues si había algo cierto e inamovible,
aún cuando el mundo le demostrase lo contrario, es que las cuentas siempre
debían cuadrar. Y cuando lo hacían, el cogía su abrigo y abandonaba la oficina
saludando con un gesto de cabeza al terrateniente, que asentía sin variar un
ápice su sonrisa.
De camino a su casa pasaba siempre por su antiguo piso de
soltero, un coqueto apartamento en una calle céntrica que había alquilado una
vez contraídas nupcias con la que era su esposa, más por un acto de apego al
pasado que por una necesidad económica perentoria. Lo cual no excusaba al actual
inquilino, un joven bohemio y despreocupado de la vida, que dedicaba gran parte
de su tiempo a zaherir, más que acariciar, las cuerdas de su guitarra, con el
consiguiente descontento de los integrantes de la tranquila comunidad, que
aunque apenas sabían el aspecto que tenía aquella criatura, sí sabían bien cómo
se las gastaba. Y después de escuchar de forma estoica toda la retahíla de
excusas que el joven ya tenía ensayada y que para colmo siempre eran las
mismas, daba media vuelta con la cabeza gacha y la vaga idea de, en un futuro
incierto, poner remedio a la situación.
Se podría aventurar que después de una larga jornada, con
sus sinsabores, que en muchos casos los había, la vuelta al hogar supondría un
alivio y un momento de esparcimiento, prestado a muestras de afecto entre dos
personas que se aman y se dan su apoyo para superar el devenir de la
existencia. Pero lo que a él le esperaba al girar la llave de su cómodo adosado
de su cómoda urbanización, eran la indiferencia y un cierto atisbo de rencor.
Su mujer no lo amaba y él no podía reprochárselo. Él, en su cómoda y discreta
existencia, no podía ofrecerle aquella vida excitante y llena de alicientes a
la que aspiran todos los enamorados. O al menos a la que intentan aspirar.
La alarma de su despertador indicaba el comienzo de una
nueva y monótona jornada en su rutinaria vida. Pero él jamás habría adivinado
que aquel día que todavía luchaba por abrirse paso entre las tinieblas de la
oscuridad nocturna, era en realidad el inicio del desmoronamiento de su vida
tal como la conocía.
El terrateniente había reunido al personal y les
explicaba apoyado en unos complicados gráficos expuestos desde un proyector
sobre la blancura de la pared, los beneficios de una jornada de motivación
empresarial, que había extraído de un libro escrito por un americano de nombre
complicado. Los asistentes hacían gestos de aprobación forzados, deseando que
la larga disertación finalizase y pudieran por fin reincorporarse a sus
quehaceres, que se iban acumulando y alargarían la jornada en exceso. Cuando
entró por la puerta todos giraron las cabezas y se lo quedaron mirando,
mientras él se quitaba el abrigo incómodo por convertirse en el centro de
atención de una reunión a la que parecía no haber sido invitado. Tan pronto
tomó asiento, el Terrateniente desconvocó la reunión y volvió a su cómodo
despacho indicándole con un gesto de la mano que le acompañase a su interior.
Él se levantó y recorrió el trayecto entre miradas compasivas de sus
compañeros, lo cual le provocó un sudor frío. Cuando entró en el despacho, y el
terrateniente le indicó que cerrara la puerta, aquel sudor frío ya se había
convertido en un malestar generalizado.
La conversación, en sí misma, no tuvo gran historia. No
hubo tintes dramáticos ni momentos emotivos. Se le preguntó cuáles eran su
ambiciones en la empresa, a lo que contestó que cumplir eficientemente el
trabajo encomendado, etc. Tras una estudiada mirada escrutadora, bien ensayada
seguramente durante varias horas al día delante del espejo, el Terrateniente,
cómodo en su papel de orientador/consejero/confesor, le explicó que en una
empresa como aquella, se necesitaban personas que tuvieran inquietudes,
ambiciones, iniciativa, y: “¡algo de sangre coño!” en una clara concesión a la
mundana locuacidad, demostrando que si bien él era el jefe, no menos cierto es
que antes era compañero, trabajador y hombre. Después de esto, y de forma más
prosaica, le indicó que a petición suya la empresa buscaba savia nueva y ya no
contaba con sus servicios. Y acto seguido, le informó de los datos de su
liquidación, en un documento que rogó que se llevase a su casa, que estudiase
someramente e incluso se asesorase al respecto, y que finalmente firmase, ya
que es lo único que sacaría de los quince años de servicio prestado.
Se sentó en un banco del parque, dejando que el sol
aliviase el frío que se había metido en sus huesos. Cualquiera que le viese
allí, con la mirada perdida en un horizonte invisible, con su semblante sereno,
su media sonrisa y las manos metidas en el abrigo, diría que estaba disfrutando
de los beneficios del astro rey en una fresca mañana, sin más preocupaciones
que las que pudiera tener alguien entregado a tal menester mientras la ciudad
bullía en su frenesí diario. Pero aquella persona, lejos de disfrutar de una
jornada de asueto, repasaba mentalmente todos y cada uno de los aspectos de su
vida, y calculaba las variables que le habían llevado a ese asiento, a ese día,
a esa situación. Y sin dar con un resultado satisfactorio, se levantó y se
marchó a su casa, en busca de un afecto y un consuelo que no esperaba recibir.
La nota decía: “Necesito
un tiempo para pensar en el rumbo que está tomando nuestra relación. Siento que
se me está escapando la oportunidad de disfrutar de mi vida y debo hacer algo
al respecto. Lo siento. Adiós.” Después de leerla, y releerla varias veces,
lo único que pensó es que la gente sólo se despide de esa forma en las películas
o en las novelas. No le sorprendió la decisión, sino la forma de tomarla y
ejecutarla por parte de ella. Tampoco tomó en cuenta la total ausencia de cariño
en el trasfondo de la nota. Simplemente pensó que era lo más consecuente.
Eran las dos de la tarde cuando decidió comer algo en
alguna cadena de comida rápida. No tenía ganas de pensar más y quería que se lo
dieran todo hecho. El joven que le atendió se parecía tanto a su molesto
inquilino que estuvo tentado de preguntarle si tenía algún hermano gemelo
músico, pero recordó que aquel joven sólo tenía como familia un tío lejano con
el que apenas tenía contacto. Una vez se hubo sentado con sus viandas, masticó
su hamburguesa prefabricada sin saborearla. Aquel día podría haberse comido
hasta la suela de un zapato y para él habría tenido el mismo sabor. Antes de
abandonar el local volvió a examinar con la vista al joven y decidió hacerle
una visita al inquilino, para ponerle al corriente de tres o cuatro cosas.
Era bien entrada la tarde cuando llegó al apartamento. Desde
el pasillo se podía oír el estruendo o catástrofe musical que debían soportar
los vecinos, en su mayoría personas mayores, que a pesar de las protestas y
denuncias desatendidas por las autoridades, convivían con aquella sinfonía
desafinada de acordes infernales. Tuvo que llamar insistentemente durante
varios minutos antes de que aquel ruido cesase y la puerta se abriese. Un
tufillo estupefaciente le golpeó la cara y el joven, con ojos entrecerrados y
sonrisa de oreja a oreja, le invitó a entrar cuando él así se lo requirió. El
aspirante a músico, a pesar de haber dejado en su soporte una guitarra
eléctrica Fender Stratocaster, como así rezaba la firma de la marca en uno de
sus laterales, puso en marcha el equipo de alta fidelidad que enseguida escupió
una atronadora melodía incluso más desagradable de la que producía aquel
aspirante a psicópata musical.
—¿Te gusta esto tío? —interrogó
el joven que acompañaba su diatriba con toda clase de gestos, mientras se
colocaba un canuto entre sus labios—. Es uno de mis primeros sencillos. Se
llama “Me cago en tus muertos”. ¿A que está bien esta mierda?
—Por favor, ¿podrías apagar eso
un momento? Tenemos que hablar de las cuentas —indicó el ex-contable mientras
hacía un gesto hacia el equipo de música.
—¿Hablar de qué? —contestó el
músico.
—De las cuentas —interpeló
alzando algo la voz.
—¿De las qué? —interrogó el joven
frunciendo el ceño y dándole una calada al canuto.
—¡Cuentas! ¡De las cuentas!
¡Hablar de las cuentas! —repitió insistentemente casi gritando.
—¿Qué le pasan a las cuentas?
—concedió el músico con una sonrisa cansado del juego.
—Que hay que cuadrarlas —indicó
el ex-contable con una voz desprovista de toda emoción. Y agarrando la guitarra
eléctrica se la estampó de un golpe seco en la cabeza al joven. Acto seguido le
quitó el liado de la boca y le dio un par de caladas mientras observaba cómo un
hilo de sangre resbalaba de la herida por la cara del músico que seguía
sonriendo bobaliconamente aunque la vida había abandonado sus ojos.
Cuando cogió ritmo, la sierra comenzó a hacer un ruido
acompasado. Y pensó con cierta sorna que tenía más sentido musical que el
finado joven objeto del laborioso trabajo que ahora le ocupaba. Cuando hubo
acabado y el músico fue envuelto convenientemente, se afanó en recoger los
paquetes resultantes en una de las cajas que originalmente habían contenido
parte del equipo de sonido del aspirante a mortificador de tímpanos. Y
aprovechando la oportunidad que le brindaba la nocturnidad, abandonó el
apartamento en la madrugada del día que cambió su vida.
No fue difícil convencer al joven de la cadena de comida
rápida para que le ayudase a desalojar el apartamento. La fortuna se alió con
su causa cuando descubrió que aquel muchacho tenía una furgoneta que utilizaba
para recorrer la geografía española asistiendo a los distintos festivales de
música que durante el año acontecían. La perspectiva de un trabajo bien
remunerado hizo el resto. Una vez el joven hubo empaquetado y recogido en su
furgoneta las pertenencias del infortunado músico, el ex-contable le entregó un
fajo de billetes y una dirección en donde entregar los bultos. Y no bien hubo entrado
el joven en el ascensor, y cerciorándose de que todos los vecinos del piso
estuvieran bien apercibidos del trajín que se traían entre manos, increpó al
muchacho en voz alta diciéndole: “¡Y no quiero volverte a ver por aquí!” a lo
que el joven respondió con un gesto interrogante, sin comprender mucho de lo
que allí estaba pasando. Los vítores proferidos por la comunidad entera del
edificio, que salían a recibirle a su paso cual paladín triunfante de una gesta
quimérica, refutaron el éxito de su plan.
Se sentía orgulloso de sí mismo. Había pasado de mero
observador de la existencia, a elemento activo en el devenir de los
acontecimientos. Vio alejarse desde el puerto el carguero en el que se hallaba
alojado el contenedor que se había convertido en sepultura de su molesto
inquilino rumbo a Singapur. Aquel joven no tendría que preocuparse jamás por
pagar una renta mensual, si es que alguna vez lo había hecho. Y no teniéndose
que preocupar del tema, al menos en un futuro inmediato, y envalentonado por el
curso que seguían los acontecimientos, decidió proseguir con su particular
cierre contable.
El terrateniente regresaba a su lujosa casa de las
afueras a altas horas de la noche, como de costumbre. Como la mayoría de hombres de empresa, inquietos, ambiciosos y
con mucha iniciativa, volvía a una existencia vacía como era la que le esperaba
al salir de sus dominios. Seguramente se serviría un whisky caro, pondría un cd
de jazz, porque era lo más cool, y se fumaría un habano de los que en una
ocasión le había regalado el presidente del consejo y que atesoraba celosamente
sólo para disfrutarlos en ocasiones muy especiales. Seguramente habría hecho
aquello, si una figura embozada no le hubiera asaltado por la espalda,
golpeándole en la cabeza con un objeto romo para introducirle en su propio
vehículo en estado de inconsciencia. Poco a poco, la claridad se fue imponiendo
a la penumbra en la que se encontraba sumido. Se hallaba maniatado en el
asiento del copiloto de su jaguar y un dolor sordo le latía en la sien donde
había sido golpeado. Giró la cabeza y enfocó la vista intentado discernir la
identidad del conductor que le lanzaba furtivas y sonrientes miradas mientras
se concentraba en la carretera, solitaria a esas horas.
—¿Qué crees que estás haciendo,
maldito imbécil? —exclamó indignado cuando comprobó la identidad de su
asaltante—. ¡Estás cometiendo un delito!
—¿Pero de qué te quejas?
—contestó el ex-contable—. Sólo estoy mostrando un poco de iniciativa, tal como
me indicaste. Y soltó una enorme carcajada mientras su circunstancial compañero
comenzaba a sollozar.
Paró el coche en un mirador de la carretera y apagó las
luces. Un terraplén de varios metros de profundidad serviría a sus necesidades.
Agarrando al desdichado por las solapas de la americana lo arrastró hasta el
asiento del conductor y colocando una mano tras la nuca del mismo le miró fijamente
a los ojos.
—No te lo tomes como algo
personal. Sólo estoy cuadrando otra cuenta pendiente.
Y acto seguido golpeó varias veces la cabeza del
terrateniente contra el volante hasta que éste dejó de moverse. Tras liberarle
de sus ataduras soltó el freno de mano y cerrando la puerta del vehículo lo
empujó hasta que el coche, con un perezoso rugido, desapareció por el
terraplén. Sólo tardó varios segundos en escucharse un estruendo seco, pero no
hubo ninguna explosión, tal como recordaba haber visto en multitud de
películas. Ahora le quedaba un largo camino hasta casa, pero al volver la vista
atrás, pensó que tal vez, quizás, todo el mundo creyese que aquel auténtico
hombre de empresa, que vivía por y para el trabajo, se había quedado dormido al
volante. Y subiéndose el cuello de su abrigo emprendió camino con una sonrisa
en su cara.
Días después, los periódicos confirmaron que las
autoridades habían considerado factible la teoría del accidente automovilístico,
recreándose en la tragedia acaecida a un joven brillante y ambicioso, que
abandonaba este mundo en la flor de la vida.
Del contenedor que viajaba rumbo a Singapur nada más se
supo. En la misma edición se hablaba sobre un contratiempo meteorológico que a
punto había estado de mandar a pique a un carguero de origen español,
haciéndole perder más de la mitad de la carga, estimada en varios millones de
euros.
A modo de epílogo diré que su mujer, tras un largo
periodo de reflexión, decidió volver con él, encontrándose a un hombre totalmente
distinto al que había abandonado tanto tiempo atrás. Y como a pesar de todo, él
seguía siendo una persona a la que le gustaba dejar bien cuadradas las cuentas,
decidió que tenía toda una existencia con ella para conseguirlo. Y de esta
forma ambos empezaron a disfrutar de la vida excitante y llena de alicientes a
la que aspiran todos los enamorados.
Se preguntarán cómo conozco tantos detalles acerca de lo
acontecido a aquel individuo. La respuesta es bien sencilla, pero prefiero
dejarla a la imaginación de los lectores.
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