El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

martes, 1 de enero de 2013

Cuadrando cuentas




            Era un hombre muy callado, de esos que piensan bien las cosas antes de decirlas. Por eso cuando hablaba, todos se callaban y le miraban expectantes. También era discreto en todos los aspectos. Discreto en sus opiniones, en sus actos, en su forma de vestir. Y cuando sonreía, lo hacía a medias. Era como un sí, me hace gracia, pero no, no me hace tanta. Era el prototipo del hombre medio, el que sale en las estadísticas pero que no tiene los suficientes datos para pronunciarse sobre una u otra cuestión.

            Y digo era, porque en algún momento de la vida de una persona los avatares del destino nos ponen a prueba. Tantean nuestra fachada, comprueban si los cimientos son sólidos y si ven algún resquicio deciden demoler para construir de nuevo.

            Trabajaba en el departamento de contabilidad de una gran multinacional dedicada al ensamblaje de contenedores, de esos que luego embarcan en un carguero y recorren más mundo del que seguramente veremos ustedes y yo. Ese era un trabajo cómodo para él. Los números son fiables, y siempre suman lo mismo los pongas en el orden que los pongas. Otra cosa es interpretar los resultados. Para eso estaban los que se sentaban en sus despachos, con sus trajes impecables comprados en el corte inglés, sus corbatas con nudo windsor, su pelo engominado y esa expresión bien estudiada de lameculos profesional. En el caso que nos ocupa, se trataba de un sujeto de unos treinta y tantos, licenciado cum laude, master en ambición, promoción y escalada empresarial, se pise a quien se tenga que pisar. Recorría sus dominios, que se reducían al departamento de contabilidad, cual terrateniente que supervisa el trabajo de sus asalariados, con gesto autocomplaciente y sonrisa cincelada en su cara.

            Él en cambio se dedicaba a cumplir de forma escrupulosa su trabajo, acabase a la hora que acabase, pues si había algo cierto e inamovible, aún cuando el mundo le demostrase lo contrario, es que las cuentas siempre debían cuadrar. Y cuando lo hacían, el cogía su abrigo y abandonaba la oficina saludando con un gesto de cabeza al terrateniente, que asentía sin variar un ápice su sonrisa.

            De camino a su casa pasaba siempre por su antiguo piso de soltero, un coqueto apartamento en una calle céntrica que había alquilado una vez contraídas nupcias con la que era su esposa, más por un acto de apego al pasado que por una necesidad económica perentoria. Lo cual no excusaba al actual inquilino, un joven bohemio y despreocupado de la vida, que dedicaba gran parte de su tiempo a zaherir, más que acariciar, las cuerdas de su guitarra, con el consiguiente descontento de los integrantes de la tranquila comunidad, que aunque apenas sabían el aspecto que tenía aquella criatura, sí sabían bien cómo se las gastaba. Y después de escuchar de forma estoica toda la retahíla de excusas que el joven ya tenía ensayada y que para colmo siempre eran las mismas, daba media vuelta con la cabeza gacha y la vaga idea de, en un futuro incierto, poner remedio a la situación.

            Se podría aventurar que después de una larga jornada, con sus sinsabores, que en muchos casos los había, la vuelta al hogar supondría un alivio y un momento de esparcimiento, prestado a muestras de afecto entre dos personas que se aman y se dan su apoyo para superar el devenir de la existencia. Pero lo que a él le esperaba al girar la llave de su cómodo adosado de su cómoda urbanización, eran la indiferencia y un cierto atisbo de rencor. Su mujer no lo amaba y él no podía reprochárselo. Él, en su cómoda y discreta existencia, no podía ofrecerle aquella vida excitante y llena de alicientes a la que aspiran todos los enamorados. O al menos a la que intentan aspirar.

            La alarma de su despertador indicaba el comienzo de una nueva y monótona jornada en su rutinaria vida. Pero él jamás habría adivinado que aquel día que todavía luchaba por abrirse paso entre las tinieblas de la oscuridad nocturna, era en realidad el inicio del desmoronamiento de su vida tal como la conocía.

            El terrateniente había reunido al personal y les explicaba apoyado en unos complicados gráficos expuestos desde un proyector sobre la blancura de la pared, los beneficios de una jornada de motivación empresarial, que había extraído de un libro escrito por un americano de nombre complicado. Los asistentes hacían gestos de aprobación forzados, deseando que la larga disertación finalizase y pudieran por fin reincorporarse a sus quehaceres, que se iban acumulando y alargarían la jornada en exceso. Cuando entró por la puerta todos giraron las cabezas y se lo quedaron mirando, mientras él se quitaba el abrigo incómodo por convertirse en el centro de atención de una reunión a la que parecía no haber sido invitado. Tan pronto tomó asiento, el Terrateniente desconvocó la reunión y volvió a su cómodo despacho indicándole con un gesto de la mano que le acompañase a su interior. Él se levantó y recorrió el trayecto entre miradas compasivas de sus compañeros, lo cual le provocó un sudor frío. Cuando entró en el despacho, y el terrateniente le indicó que cerrara la puerta, aquel sudor frío ya se había convertido en un malestar generalizado.

            La conversación, en sí misma, no tuvo gran historia. No hubo tintes dramáticos ni momentos emotivos. Se le preguntó cuáles eran su ambiciones en la empresa, a lo que contestó que cumplir eficientemente el trabajo encomendado, etc. Tras una estudiada mirada escrutadora, bien ensayada seguramente durante varias horas al día delante del espejo, el Terrateniente, cómodo en su papel de orientador/consejero/confesor, le explicó que en una empresa como aquella, se necesitaban personas que tuvieran inquietudes, ambiciones, iniciativa, y: “¡algo de sangre coño!” en una clara concesión a la mundana locuacidad, demostrando que si bien él era el jefe, no menos cierto es que antes era compañero, trabajador y hombre. Después de esto, y de forma más prosaica, le indicó que a petición suya la empresa buscaba savia nueva y ya no contaba con sus servicios. Y acto seguido, le informó de los datos de su liquidación, en un documento que rogó que se llevase a su casa, que estudiase someramente e incluso se asesorase al respecto, y que finalmente firmase, ya que es lo único que sacaría de los quince años de servicio prestado.

            Se sentó en un banco del parque, dejando que el sol aliviase el frío que se había metido en sus huesos. Cualquiera que le viese allí, con la mirada perdida en un horizonte invisible, con su semblante sereno, su media sonrisa y las manos metidas en el abrigo, diría que estaba disfrutando de los beneficios del astro rey en una fresca mañana, sin más preocupaciones que las que pudiera tener alguien entregado a tal menester mientras la ciudad bullía en su frenesí diario. Pero aquella persona, lejos de disfrutar de una jornada de asueto, repasaba mentalmente todos y cada uno de los aspectos de su vida, y calculaba las variables que le habían llevado a ese asiento, a ese día, a esa situación. Y sin dar con un resultado satisfactorio, se levantó y se marchó a su casa, en busca de un afecto y un consuelo que no esperaba recibir.

            La nota decía: “Necesito un tiempo para pensar en el rumbo que está tomando nuestra relación. Siento que se me está escapando la oportunidad de disfrutar de mi vida y debo hacer algo al respecto. Lo siento. Adiós.” Después de leerla, y releerla varias veces, lo único que pensó es que la gente sólo se despide de esa forma en las películas o en las novelas. No le sorprendió la decisión, sino la forma de tomarla y ejecutarla por parte de ella. Tampoco tomó en cuenta la total ausencia de cariño en el trasfondo de la nota. Simplemente pensó que era lo más consecuente.

            Eran las dos de la tarde cuando decidió comer algo en alguna cadena de comida rápida. No tenía ganas de pensar más y quería que se lo dieran todo hecho. El joven que le atendió se parecía tanto a su molesto inquilino que estuvo tentado de preguntarle si tenía algún hermano gemelo músico, pero recordó que aquel joven sólo tenía como familia un tío lejano con el que apenas tenía contacto. Una vez se hubo sentado con sus viandas, masticó su hamburguesa prefabricada sin saborearla. Aquel día podría haberse comido hasta la suela de un zapato y para él habría tenido el mismo sabor. Antes de abandonar el local volvió a examinar con la vista al joven y decidió hacerle una visita al inquilino, para ponerle al corriente de tres o cuatro cosas.

            Era bien entrada la tarde cuando llegó al apartamento. Desde el pasillo se podía oír el estruendo o catástrofe musical que debían soportar los vecinos, en su mayoría personas mayores, que a pesar de las protestas y denuncias desatendidas por las autoridades, convivían con aquella sinfonía desafinada de acordes infernales. Tuvo que llamar insistentemente durante varios minutos antes de que aquel ruido cesase y la puerta se abriese. Un tufillo estupefaciente le golpeó la cara y el joven, con ojos entrecerrados y sonrisa de oreja a oreja, le invitó a entrar cuando él así se lo requirió. El aspirante a músico, a pesar de haber dejado en su soporte una guitarra eléctrica Fender Stratocaster, como así rezaba la firma de la marca en uno de sus laterales, puso en marcha el equipo de alta fidelidad que enseguida escupió una atronadora melodía incluso más desagradable de la que producía aquel aspirante a psicópata musical.

—¿Te gusta esto tío? —interrogó el joven que acompañaba su diatriba con toda clase de gestos, mientras se colocaba un canuto entre sus labios—. Es uno de mis primeros sencillos. Se llama “Me cago en tus muertos”. ¿A que está bien esta mierda?
—Por favor, ¿podrías apagar eso un momento? Tenemos que hablar de las cuentas —indicó el ex-contable mientras hacía un gesto hacia el equipo de música.
—¿Hablar de qué? —contestó el músico.
—De las cuentas —interpeló alzando algo la voz.
—¿De las qué? —interrogó el joven frunciendo el ceño y dándole una calada al canuto.
—¡Cuentas! ¡De las cuentas! ¡Hablar de las cuentas! —repitió insistentemente casi gritando.
—¿Qué le pasan a las cuentas? —concedió el músico con una sonrisa cansado del juego.
—Que hay que cuadrarlas —indicó el ex-contable con una voz desprovista de toda emoción. Y agarrando la guitarra eléctrica se la estampó de un golpe seco en la cabeza al joven. Acto seguido le quitó el liado de la boca y le dio un par de caladas mientras observaba cómo un hilo de sangre resbalaba de la herida por la cara del músico que seguía sonriendo bobaliconamente aunque la vida había abandonado sus ojos.

            Cuando cogió ritmo, la sierra comenzó a hacer un ruido acompasado. Y pensó con cierta sorna que tenía más sentido musical que el finado joven objeto del laborioso trabajo que ahora le ocupaba. Cuando hubo acabado y el músico fue envuelto convenientemente, se afanó en recoger los paquetes resultantes en una de las cajas que originalmente habían contenido parte del equipo de sonido del aspirante a mortificador de tímpanos. Y aprovechando la oportunidad que le brindaba la nocturnidad, abandonó el apartamento en la madrugada del día que cambió su vida.

            No fue difícil convencer al joven de la cadena de comida rápida para que le ayudase a desalojar el apartamento. La fortuna se alió con su causa cuando descubrió que aquel muchacho tenía una furgoneta que utilizaba para recorrer la geografía española asistiendo a los distintos festivales de música que durante el año acontecían. La perspectiva de un trabajo bien remunerado hizo el resto. Una vez el joven hubo empaquetado y recogido en su furgoneta las pertenencias del infortunado músico, el ex-contable le entregó un fajo de billetes y una dirección en donde entregar los bultos. Y no bien hubo entrado el joven en el ascensor, y cerciorándose de que todos los vecinos del piso estuvieran bien apercibidos del trajín que se traían entre manos, increpó al muchacho en voz alta diciéndole: “¡Y no quiero volverte a ver por aquí!” a lo que el joven respondió con un gesto interrogante, sin comprender mucho de lo que allí estaba pasando. Los vítores proferidos por la comunidad entera del edificio, que salían a recibirle a su paso cual paladín triunfante de una gesta quimérica, refutaron el éxito de su plan.
            Se sentía orgulloso de sí mismo. Había pasado de mero observador de la existencia, a elemento activo en el devenir de los acontecimientos. Vio alejarse desde el puerto el carguero en el que se hallaba alojado el contenedor que se había convertido en sepultura de su molesto inquilino rumbo a Singapur. Aquel joven no tendría que preocuparse jamás por pagar una renta mensual, si es que alguna vez lo había hecho. Y no teniéndose que preocupar del tema, al menos en un futuro inmediato, y envalentonado por el curso que seguían los acontecimientos, decidió proseguir con su particular cierre contable.

            El terrateniente regresaba a su lujosa casa de las afueras a altas horas de la noche, como de costumbre. Como la mayoría de  hombres de empresa, inquietos, ambiciosos y con mucha iniciativa, volvía a una existencia vacía como era la que le esperaba al salir de sus dominios. Seguramente se serviría un whisky caro, pondría un cd de jazz, porque era lo más cool, y se fumaría un habano de los que en una ocasión le había regalado el presidente del consejo y que atesoraba celosamente sólo para disfrutarlos en ocasiones muy especiales. Seguramente habría hecho aquello, si una figura embozada no le hubiera asaltado por la espalda, golpeándole en la cabeza con un objeto romo para introducirle en su propio vehículo en estado de inconsciencia. Poco a poco, la claridad se fue imponiendo a la penumbra en la que se encontraba sumido. Se hallaba maniatado en el asiento del copiloto de su jaguar y un dolor sordo le latía en la sien donde había sido golpeado. Giró la cabeza y enfocó la vista intentado discernir la identidad del conductor que le lanzaba furtivas y sonrientes miradas mientras se concentraba en la carretera, solitaria a esas horas.

—¿Qué crees que estás haciendo, maldito imbécil? —exclamó indignado cuando comprobó la identidad de su asaltante—. ¡Estás cometiendo un delito!

—¿Pero de qué te quejas? —contestó el ex-contable—. Sólo estoy mostrando un poco de iniciativa, tal como me indicaste. Y soltó una enorme carcajada mientras su circunstancial compañero comenzaba a sollozar.

            Paró el coche en un mirador de la carretera y apagó las luces. Un terraplén de varios metros de profundidad serviría a sus necesidades. Agarrando al desdichado por las solapas de la americana lo arrastró hasta el asiento del conductor y colocando una mano tras la nuca del mismo le miró fijamente a los ojos.

—No te lo tomes como algo personal. Sólo estoy cuadrando otra cuenta pendiente.

            Y acto seguido golpeó varias veces la cabeza del terrateniente contra el volante hasta que éste dejó de moverse. Tras liberarle de sus ataduras soltó el freno de mano y cerrando la puerta del vehículo lo empujó hasta que el coche, con un perezoso rugido, desapareció por el terraplén. Sólo tardó varios segundos en escucharse un estruendo seco, pero no hubo ninguna explosión, tal como recordaba haber visto en multitud de películas. Ahora le quedaba un largo camino hasta casa, pero al volver la vista atrás, pensó que tal vez, quizás, todo el mundo creyese que aquel auténtico hombre de empresa, que vivía por y para el trabajo, se había quedado dormido al volante. Y subiéndose el cuello de su abrigo emprendió camino con una sonrisa en su cara.

            Días después, los periódicos confirmaron que las autoridades habían considerado factible la teoría del accidente automovilístico, recreándose en la tragedia acaecida a un joven brillante y ambicioso, que abandonaba este mundo en la flor de la vida.

            Del contenedor que viajaba rumbo a Singapur nada más se supo. En la misma edición se hablaba sobre un contratiempo meteorológico que a punto había estado de mandar a pique a un carguero de origen español, haciéndole perder más de la mitad de la carga, estimada en varios millones de euros.

            A modo de epílogo diré que su mujer, tras un largo periodo de reflexión, decidió volver con él, encontrándose a un hombre totalmente distinto al que había abandonado tanto tiempo atrás. Y como a pesar de todo, él seguía siendo una persona a la que le gustaba dejar bien cuadradas las cuentas, decidió que tenía toda una existencia con ella para conseguirlo. Y de esta forma ambos empezaron a disfrutar de la vida excitante y llena de alicientes a la que aspiran todos los enamorados.

            Se preguntarán cómo conozco tantos detalles acerca de lo acontecido a aquel individuo. La respuesta es bien sencilla, pero prefiero dejarla a la imaginación de los lectores.

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