Un sol ardiente, que en un tiempo fue fiel y deseado
amigo, escupía su sentencia sobre la reseca piel del valle. Una piel que era
reflejo de la enfermedad que se había llevado hace tanto todo rastro de lo que
alguna vez fue hermoso, fértil y lleno de vida, tornándolo en un pedazo de
tierra baldía. ¿Existió alguna vez aquello de lo que alguna vez se sintió
orgulloso, o acaso fue todo producto de un sueño, fantasía o anhelo de su
propia conciencia?
Recorrió el antiguo curso del gran río, huella ahora apenas
visible de la grandiosidad de la vida que rebosaba, casi desbordaba, el pasado
de un paraíso terrenal que fue su morada desde siempre, ahora convertida en
prisión eterna, infierno descarnado, cruel destino al que fue condenado por los
pecados de unos seres, mezquinos en su arrogancia. Su sólo recuerdo provocó un
débil temblor en la árida tierra, como el cansado y enfermo rugido de un animal
moribundo.
Observó con asombro y desprecio la esquelética figura,
apenas una sombra de lo que fue un hombre, arrastrarse con las pocas fuerzas
que albergaba en su escuálido cuerpo buscando infructuosamente una sombra que
aliviase su tortura. Se preguntó de dónde habría salido aquella patética
criatura y la tierra volvió a temblar con más violencia. La escuálida figura se
detuvo y alzó la vista al cielo, al ardiente cielo y bajando la cabeza con
resignación comenzó a sollozar, pero continuó su lento y penoso camino,
clavando sus dedos en la quebrada tierra.
La escuálida figura alcanzó el pie del cadáver de un
enorme olmo que antaño se erguía orgulloso en el corazón del valle. Ahora lucía
como la débil criatura que anhelaba la exigua sombra que arrojaba sus secas
ramas. Y apoyada sobre el tronco del árbol se abrazó mientras rompió a llorar
desconsoladamente.
No podía ni imaginarse de qué oscuro agujero podría haber
salido aquel patético ser, ni qué razones le habían impulsado a hacerlo. Ni
siquiera sabía que aún existieran sobre la faz del planeta alguna de aquellas
odiosas criaturas. Su llanto, cada vez más desconsolado martilleaba sus oídos y
su endurecido corazón se fue poco a poco resquebrajando. Y entonces también
lloró y sintió lástima por aquella frágil figura. Y estando a su lado, el espíritu
de lo que una vez fue la Tierra, no pudo por más que rodearle en un piadoso
abrazo y compartir con él los últimos suspiros de la existencia.
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