El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

domingo, 13 de enero de 2013

Desde la buhardilla (2ª entrega)



            María había pasado buena noche. Sus bronquios ya no hacían ese ruido tan desagradable al respirar y cuando se despertó por la mañana su cara reflejaba el efecto reparador de un buen sueño. Pedro la dejó jugando en la cama mientras bajaba a limpiar la casa con la idea de salir a comprar más tarde algo de comida con las escasas monedas que aún le quedaban en el bolsillo. Hacía tiempo que no veía tan animada a su hermana y hoy quería pasar con ella gran parte del día. Mientras barría las escaleras oyó un ruido sordo en la buhardilla y dio un respingo pensando que su padrastro aún seguía en casa, aunque estaba seguro de haberle oído salir a primera hora. Se acercó cautelosamente al estudio de su padrastro y pegó el oído a la puerta entreteniéndose un momento en escuchar sin éxito. Tan pronto se dio media vuelta y reanudó su trabajo, lo volvió a oír de nuevo. Pedro venció su inicial reticencia y giró el pomo de la puerta, contraviniendo la advertencia de su padrastro acerca de no entrar jamás en la buhardilla. Pero la curiosidad natural de un niño a veces es mayor al temor que infunde la autoridad de un adulto, aunque este último fuera un ser despiadado.

            La habitación estaba en penumbras y sólo un hilo de luz penetraba por la rendija conformada entre dos gruesas tablas que tapaban la única ventana de la estancia. La habitación era alargada con sendas estanterías a cada lado de la misma que llegaban hasta el techo. Al fondo, debajo de la ventana, había una gran mesa de lado a lado cubierta casi en su totalidad por herramientas, manivelas, mecanismos de relojería, hilo de cobre y multitud de objetos que Pedro no supo identificar, como pudo comprobar tan pronto encendió el interruptor de la luz que iluminaba la zona de trabajo. Las estanterías, divididas en celdas de treinta por treinta, exhibían, cual galerías, el trabajo de una mente febril. Lo que en un principio pudiera asemejarse a una colección de juguetes mecánicos devenía tras un examen más detenido, en un conjunto de piezas y retales combinados de una forma sinuosa y enfermiza, dando lugar a una serie de creaciones a cual más macabra. Cabezas de muñecos, maniquís articulados, piezas de metal, engranajes dentados. Todo mezclado sin orden ni concierto con resultados grotescos. Pedro recorría la estancia amedrentado, pero sin poder apartar la mirada de todo aquel sinsentido.  Cerca de la mesa de trabajo, dos bultos cubiertos por sábanas llamaron la atención del muchacho. Un sentimiento de aprensión detuvo la mano de Pedro cuando apenas había aferrado la tela para apartarla y dejar al descubierto lo que ocultaba su padrastro. Lentamente fue retrocediendo por donde había venido mientras un escalofrío le erizaba el pelo y comprendió que no deseaba descubrir lo que se encontraba debajo de aquellas sábanas. Y cuando ya estaba a punto de abandonar la buhardilla, atisbó un ligero movimiento en uno de los bultos seguido de un leve chasquido que le empujó a salir espantado cerrando la puerta tras de sí con el corazón latiendo con fuerza.

            Cuando entró por la puerta, María le observó con semblante serio. Pedro estaba pálido y sudoroso y la niña se le quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—¿Qué es lo que ha pasado Pedro? Parece que hubieras visto un fantasma —interrogó María con voz muy quieta, revelando preocupación.

            Pedro no contestó, y se limitó a andar muy despacio hasta su cama, donde se sentó con la vista ausente. María, que jamás había visto a su hermano así, se sentó a su lado y tras un lapso de silencio, comenzó a hablar de su amigo el señor Arce, que había venido a hacerle una visita y a tomar un bocado, en un vano intento por hacer regresar a su hermano a la realidad. No fue ella quien lo consiguió, sino unos golpes en la puerta que sacaron a Pedro de un respingo de su ensimismamiento. El muchacho miró interrogante a su hermana. No recibían muchas visitas, por no decir ninguna. Los golpes en la puerta sonaron con más insistencia y Pedro por fin reaccionó y con pasos vacilantes comenzó a bajar las escaleras hasta colocarse delante de la puerta. Abrió la misma después de colocar la cadena y sorprendido, logró entrever el perfil del joven doctor Acosta.

—¿Vas a dejarme entrar o estaremos así todo el día? —interrogó el David.
—¿Qué hace usted aquí? —inquirió tímidamente el muchacho.
—He venido a ver a un paciente —fue la escueta respuesta del doctor.

            Y tras unos instantes de vacilación, Pedro venció su inicial desconfianza en aras de una esperanza pasajera. Quizás la única que había concebido en toda su vida.

            El joven doctor miraba de hito en hito la pequeña figura de María. Jamás había atendido a alguien tan joven que hubiese contraído el mal de la factoría. La niña le sonrió con dulzura y se le encogió el corazón. Aquella figura famélica y ojerosa, a pesar de la gravedad de la situación en la que se encontraba, aún tenía fuerzas para regalarle lo único valioso que tenía, una sonrisa. David le indicó que se tumbase en la cama, y la niña lo hizo obediente ante la preocupada mirada de su hermano, que observaba a los dos de forma alternativa. El doctor auscultó los pulmones de María durante un lapso de tiempo que a Pedro se le antojó eterno. Luego, con una minúscula linterna examinó el interior de la laringe y los ojos, indicándole a María que mirara de un lado a otro.

—¿Desde hace cuanto tiempo que está así? —interrogó el joven doctor llevando fuera de la habitación al muchacho.
—Desde hace un año. Ha ido empeorando poco a poco, pero en los últimos tiempos es cada vez peor —respondió el niño con un nudo en la garganta.
—Mira Pedro, tengo que sacarle un poco de sangre a tu hermana, a si que quiero que te sientes con ella y la tranquilices —le indicó con aire adusto.
—¿Y por qué necesita hacer eso? Lo único que necesita mi hermana es esa estúpida medicina tan cara que nosotros no podemos permitirnos —replicó Pedro con evidente irritación.

            El joven Galeno suspiró y estudió detenidamente al muchacho que tenía delante. Un niño delgado y no muy alto, de unos doce o trece años cuya mirada no se correspondía con un joven de esa edad. La vida le había enseñado desde muy pequeño su lado más amargo seguramente, y ese hecho le recordó otros tiempos, en otra ciudad muy parecida a ésta. De esta forma decidió hablar con él como si hablara con una persona adulta que entendería todo lo que iba a decirle y la dimensión que aquello acarreaba.

—Pedro, ¿tú has notado algún síntoma como los que presenta tu hermana? —preguntó al muchacho que negó enérgicamente con la cabeza—. ¿Y has visto algún chico de tu edad o de la de tu hermana que haya contraído esta enfermedad a la que todos llamáis mal de la factoría? ¿No? Es normal, pues es una enfermedad que normalmente se adquiere en la edad adulta, tras toda una vida conviviendo con esta polución. No digo que sea imposible que una niña de la edad de tu hermana no pueda adquirirla. Sólo digo que es muy complicado, y que se puede dar de forma aislada. Pero ese no es el caso de María.
—¿No es su caso? —preguntó el muchacho en parte aliviado.
—No Pedro, no es su caso. Porque tu hermana María está siendo envenenada —contestó David mirando seriamente a Pedro—. Y después de extraerle sangre para un análisis, tú y yo nos vamos a sentar a esperar a tus padres para…

            El joven doctor detuvo su alocución y siguió con la vista la dirección que señalaban los petrificados ojos de Pedro, y observó la larga y siniestra figura que los miraba con un profundo resquemor desde las escaleras.

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