María había pasado buena noche. Sus bronquios ya no
hacían ese ruido tan desagradable al respirar y cuando se despertó por la
mañana su cara reflejaba el efecto reparador de un buen sueño. Pedro la dejó
jugando en la cama mientras bajaba a limpiar la casa con la idea de salir a
comprar más tarde algo de comida con las escasas monedas que aún le quedaban en
el bolsillo. Hacía tiempo que no veía tan animada a su hermana y hoy quería
pasar con ella gran parte del día. Mientras barría las escaleras oyó un ruido
sordo en la buhardilla y dio un respingo pensando que su padrastro aún seguía
en casa, aunque estaba seguro de haberle oído salir a primera hora. Se acercó cautelosamente al estudio de su padrastro y pegó el
oído a la puerta entreteniéndose un momento en escuchar sin éxito. Tan pronto se
dio media vuelta y reanudó su trabajo, lo volvió a oír de nuevo. Pedro venció
su inicial reticencia y giró el pomo de la puerta, contraviniendo la
advertencia de su padrastro acerca de no entrar jamás en la buhardilla. Pero la
curiosidad natural de un niño a veces es mayor al temor que infunde la
autoridad de un adulto, aunque este último fuera un ser despiadado.
La habitación estaba en penumbras y sólo un hilo de luz
penetraba por la rendija conformada entre dos gruesas tablas que tapaban la
única ventana de la estancia. La habitación era alargada con sendas estanterías
a cada lado de la misma que llegaban hasta el techo. Al fondo, debajo de la
ventana, había una gran mesa de lado a lado cubierta casi en su totalidad por
herramientas, manivelas, mecanismos de relojería, hilo de cobre y multitud de
objetos que Pedro no supo identificar, como pudo comprobar tan pronto encendió
el interruptor de la luz que iluminaba la zona de trabajo. Las estanterías,
divididas en celdas de treinta por treinta, exhibían, cual galerías, el
trabajo de una mente febril. Lo que en un principio pudiera asemejarse a una
colección de juguetes mecánicos devenía tras un examen más detenido, en un
conjunto de piezas y retales combinados de una forma sinuosa y enfermiza, dando
lugar a una serie de creaciones a cual más macabra. Cabezas de muñecos,
maniquís articulados, piezas de metal, engranajes dentados. Todo mezclado sin
orden ni concierto con resultados grotescos. Pedro recorría la estancia
amedrentado, pero sin poder apartar la mirada de todo aquel sinsentido. Cerca de la mesa de trabajo, dos bultos
cubiertos por sábanas llamaron la atención del muchacho. Un sentimiento de
aprensión detuvo la mano de Pedro cuando apenas había aferrado la tela para
apartarla y dejar al descubierto lo que ocultaba su padrastro. Lentamente fue
retrocediendo por donde había venido mientras un escalofrío le erizaba el pelo
y comprendió que no deseaba descubrir lo que se encontraba debajo de aquellas
sábanas. Y cuando ya estaba a punto de abandonar la buhardilla, atisbó un
ligero movimiento en uno de los bultos seguido de un leve chasquido que le
empujó a salir espantado cerrando la puerta tras de sí con el corazón latiendo
con fuerza.
Cuando entró por la puerta, María le observó con
semblante serio. Pedro estaba pálido y sudoroso y la niña se le quedó mirando
con los ojos muy abiertos.
—¿Qué es lo que ha pasado
Pedro? Parece que hubieras visto un fantasma —interrogó María con voz muy
quieta, revelando preocupación.
Pedro no contestó, y se limitó a andar muy despacio hasta
su cama, donde se sentó con la vista ausente. María, que jamás había visto a su
hermano así, se sentó a su lado y tras un lapso de silencio, comenzó a hablar
de su amigo el señor Arce, que había venido a hacerle una visita y a tomar un
bocado, en un vano intento por hacer regresar a su hermano a la realidad. No
fue ella quien lo consiguió, sino unos golpes en la puerta que sacaron a Pedro
de un respingo de su ensimismamiento. El muchacho miró interrogante a su
hermana. No recibían muchas visitas, por no decir ninguna. Los golpes en la
puerta sonaron con más insistencia y Pedro por fin reaccionó y con pasos
vacilantes comenzó a bajar las escaleras hasta colocarse delante de la puerta.
Abrió la misma después de colocar la cadena y sorprendido, logró entrever el
perfil del joven doctor Acosta.
—¿Vas a dejarme entrar o
estaremos así todo el día? —interrogó el David.
—¿Qué hace usted aquí?
—inquirió tímidamente el muchacho.
—He venido a ver a un paciente
—fue la escueta respuesta del doctor.
Y tras unos instantes de vacilación, Pedro venció su
inicial desconfianza en aras de una esperanza pasajera. Quizás la única que
había concebido en toda su vida.
El joven doctor miraba de hito en hito la pequeña figura
de María. Jamás había atendido a alguien tan joven que hubiese contraído el mal
de la factoría. La niña le sonrió con dulzura y se le encogió el corazón.
Aquella figura famélica y ojerosa, a pesar de la gravedad de la situación en la
que se encontraba, aún tenía fuerzas para regalarle lo único valioso que tenía,
una sonrisa. David le indicó que se tumbase en la cama, y la niña lo hizo
obediente ante la preocupada mirada de su hermano, que observaba a los dos de
forma alternativa. El doctor auscultó los pulmones de María durante un lapso de
tiempo que a Pedro se le antojó eterno. Luego, con una minúscula linterna examinó
el interior de la laringe y los ojos, indicándole a María que mirara de un lado
a otro.
—¿Desde hace cuanto tiempo que
está así? —interrogó el joven doctor llevando fuera de la habitación al
muchacho.
—Desde hace un año. Ha ido
empeorando poco a poco, pero en los últimos tiempos es cada vez peor —respondió
el niño con un nudo en la garganta.
—Mira Pedro, tengo que sacarle
un poco de sangre a tu hermana, a si que quiero que te sientes con ella y la
tranquilices —le indicó con aire adusto.
—¿Y por qué necesita hacer eso?
Lo único que necesita mi hermana es esa estúpida medicina tan cara que nosotros
no podemos permitirnos —replicó Pedro con evidente irritación.
El joven Galeno suspiró y estudió detenidamente al
muchacho que tenía delante. Un niño delgado y no muy alto, de unos doce o trece
años cuya mirada no se correspondía con un joven de esa edad. La vida le había
enseñado desde muy pequeño su lado más amargo seguramente, y ese hecho le
recordó otros tiempos, en otra ciudad muy parecida a ésta. De esta forma
decidió hablar con él como si hablara con una persona adulta que entendería
todo lo que iba a decirle y la dimensión que aquello acarreaba.
—Pedro, ¿tú has notado algún
síntoma como los que presenta tu hermana? —preguntó al muchacho que negó
enérgicamente con la cabeza—. ¿Y has visto algún chico de tu edad o de la de tu
hermana que haya contraído esta enfermedad a la que todos llamáis mal de la
factoría? ¿No? Es normal, pues es una enfermedad que normalmente se adquiere en
la edad adulta, tras toda una vida conviviendo con esta polución. No digo que sea
imposible que una niña de la edad de tu hermana no pueda adquirirla. Sólo digo
que es muy complicado, y que se puede dar de forma aislada. Pero ese no es el
caso de María.
—¿No es su caso? —preguntó el
muchacho en parte aliviado.
—No Pedro, no es su caso.
Porque tu hermana María está siendo envenenada —contestó David mirando
seriamente a Pedro—. Y después de extraerle sangre para un análisis, tú y yo
nos vamos a sentar a esperar a tus padres para…
El joven doctor detuvo su alocución y siguió con la vista
la dirección que señalaban los petrificados ojos de Pedro, y observó la larga y
siniestra figura que los miraba con un profundo resquemor desde las escaleras.
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