El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

viernes, 18 de enero de 2013

Un rostro en la multitud



Andreas guarda la navaja no sin antes haberla limpiado cuidadosamente y echa un último vistazo al cuerpo que yace en el suelo. Ya sabe lo que encontrará en sus ojos. Una mirada, mezcla de sorpresa y de reproche, desde el fondo de unos ojos sin vida. Siempre es lo mismo, y la muerte no hace distinciones. Así que da igual la condición social del pobre diablo, su reacción será la misma cuando la vida se le esté escapando en  un último aliento y sea consciente  de  todo  lo  que  está  a  punto  de  perder. Y en esta ocasión, cuando Andreas mira a los ojos de "Ricky" como le llaman sus amigos, un sentimiento de compasión se apodera por unos instantes de él. A fin de cuentas Ricardo  sólo era un pobre diablo que trabajó en más de una ocasión para el jefe como conductor en algún trabajo, endeudado por el juego, el alcohol y las drogas, que deja una guapa mujer y dos niños.

 Conoce bien a la familia de Ricky, pues éste alojó a Andreas cuando llegó al país mientras los hombres del jefe arreglaban sus papeles. Con su pelo engominado y su cazadora de cuero de motero, Ricky parece un personaje sacado de una película americana de los años sesenta, un ángel del infierno sin moto, pues hace ya mucho  tiempo  que  tuvo  que  empeñarla  para  cubrir  una  de  sus  innumerables  deudas. Entonces Andreas repara en la vieja bolsa de deporte que descansa junto al cadáver y piensa: "Vaya por dios Ricky, después de todo lo conseguiste". En el interior de la bolsa, junto con  un  montón  de  ropa  sucia,  cinco  fajos  de  billetes  de  cincuenta  enlazados  entre  sí mediante una goma consiguen que los impasibles ojos de Andreas brillen en la oscuridad. Los veinticinco mil euros que observa con creciente emoción son sólo una parte de la deuda que  Ricky contrajo con el jefe, pero a pesar de ello su suerte ya estaba echada. Y la de Andreas empieza a mejorar, o al menos eso es lo que piensa...

Es un hombre corpulento. Su enorme cráneo, completamente rapado y reluciente, refleja las luces  de una ciudad que vive la noche tan intensamente como el día. Mide un metro noventa, pero su corpulencia le hace parecer mucho más alto. Lleva un abrigo largo de cuero, vaqueros y unas enormes botas de “cowboy” que taconean en el suelo con una fuerza tal que la gente no puede evitar volverse para observar la enorme figura que sacude la tierra bajo su paso. Ha dejado el coche aparcado porque necesita estirar las piernas y tomar el aire. Agarra con fuerza el asa de la bolsa de deporte como si quisiera comprobar que la misma y su contenido todavía siguen ahí. Es mucho dinero, pero no le preocupa el hecho de llevarlo encima. No cree que nadie se atreva a intentar arrebatárselo. Los que le conocen bien saben cómo se las gasta, y sabe que los demás no se arriesgarán con un tipo de su talla.

 No, no es eso lo que le preocupa, sino lo que esa bolsa de deportes y la decisión que ha tomado suponen. No es la primera vez que se queda con el dinero del jefe.  Pero el riesgo es real, y Andreas lo sabe. Los rumores se extienden, y el jefe hace preguntas tan pronto como llegan a sus oídos, pero hasta el momento se ha dado por satisfecho con las explicaciones oportunas. No obstante Andreas no es estúpido, aunque muchos lo piensen por su aspecto y sabe de sobra que si éstos rumores tienen suficientes fundamentos para ser ciertos, su vida valdría bien poco. Y si  hasta la fecha Andreas ha sido cuidadoso hasta rozar la paranoia, sabe que lo de esta noche es una decisión sin posibilidad de marcha atrás.

Ha estudiado con detenimiento las consecuencias y sabe que tiene muy poco tiempo de maniobra. Por esa razón ya ha tomado las medidas oportunas, y esa misma madrugada recogerá con el coche a Isabel, una bailarina del club con la que mantiene una  relación  desde  hace  casi  un  año,  y  emprenderán    viaje  a  París,  desde  donde decidirán su próximo destino. Ella ha sido el principal motivo que ha llevado a Andreas a arriesgar el pellejo de esta forma tan inconsciente. Pero Isabel lo había elegido a él entre todos los  demás,  principalmente  porque  Andreas  no  reparaba  en  gastos  a  la   hora   de proporcionarle todo lo que  deseaba y es consciente de ello, pero no le importa en absoluto.  Así pues esta noche Andreas se despedirá para siempre de la ciudad que le ha acogido desde que abandonó su país.

Son casi las once de la noche cuando Andreas mira el reloj. Su estómago le pide a gritos algún tipo de alimento sólido, y decide entrar en una cafetería de la avenida donde ha aparcado su coche. Es un sitio elegante, y la mayoría de los clientes no pueden evitar levantar la vista ante el paso de la imponente figura que acaba de entrar por la puerta y toma asiento en una de las mesas libres junto a los enormes ventanales donde Andreas puede controlar el movimiento que se produce tanto dentro como fuera del recinto. Pide un café y un emparedado al camarero que acude a atenderle, aunque en estos momentos lo que más le apetece es una copa bien cargada. Pero sabe que va a ser una noche muy larga y necesita tener la cabeza despejada. El principal problema es Isabel. Lo último que el buen juicio le recomienda es aparecer por el club y responder a las miradas inquisitorias de sus compañeros y del propio jefe. Así que esperará a la una de la madrugada, cuando ella acabe su turno, para recogerla.

 Mientras devora el emparedado y apura su café sigue repasando mentalmente el plan preestablecido, a la par que dirige miradas furtivas a todo el que entra en la estancia,  hasta que algo en el exterior  llama  poderosamente  su  atención.  Al  principio  sólo  es  una  sensación   de familiaridad, pero cuando presta más atención no puede evitar atragantarse con el último sorbo de café de su taza. Y es que en el exterior de la cafetería, a través de la multitud de personas que empiezan a recogerse hacia el calor de sus hogares, sus ojos contemplan una visión  imposible.  La  visión  de  un   hombre  de  unos  treinta  y  cinco  años,  apoyado distraídamente en una farola, con el pelo engominado y una cazadora de cuero de motero, que juega alegremente con su mechero, tal como Andreas le ha visto hacer tantas veces, mientras le sonríe de una forma burlona. Andreas cierra enérgicamente los ojos y los vuelve a abrir como si estuviese inmerso en una pesadilla de la que quisiera despertar, seguro de que en ese mismo momento todo volverá a estar en su sitio y la lógica se acabará por imponer. Pero  nada de eso ocurre, y la figura de Ricky sigue ahí clavada, y su sonrisa burlona se convierte en una carcajada como si adivinase el pensamiento de Andreas. Éste se levanta volcando la mesa y su contenido bajo la alarmante mirada de clientes y empleados de la cafetería para acto seguido precipitarse fuera del local donde una vez allí comprueba que la farola que ha estado ocupada por la espectral presencia de Richy está vacía. Un débil toque en uno de sus hombros le hace volverse con vehemencia para encontrarse con la escuálida figura de un camarero que le mira con creciente pavor debido a la enérgica maniobra realizada y que sólo alcanza a decir: "La cuenta se-señor".

Andreas enciende el motor y respira profundamente. Hace un momento ha estado a punto de perder los nervios y necesita poner en orden sus ideas. Sabe que a poco que piense bien las cosas todo  volverá  a tener sentido. Coloca el espejo retrovisor y se detiene para mirar la enorme frente despejada que  en esos momentos está perlada de gotas de sudor, mientras siente aún los nervios a flor de piel. Así que vuelve a respirar profundamente, y al expirar no puede evitar soltar una sonora carcajada. No es una carcajada del todo sincera, sino una que raya la histeria, pero necesita liberar toda la tensión que está acumulando, cosa que parece surtir efecto, pues acto seguido vuelve a reír, pero esta vez de una forma más natural. Y su mente empieza a trabajar intentando darle sentido a los acontecimientos de los que ha sido testigo. Seguramente la presión a la que está sometido le está pasando factura, y cualquier  recuerdo  encerrado  en  el  subconsciente  puede  aflorar  en  el  momento  más inesperado y jugarle a cualquiera una mala pasada. Recuerda cuantas veces vio a Ricky jugar con su mechero, sobre todo cuando estaban a punto de empezar algún trabajo. No era más que un tic nervioso, pero a los muchachos les hacía gracia,  porque a medida que se acercaba el momento, dicho tic de volvía más compulsivo. De ahí que muchos  también conociesen a Ricky con el sobrenombre de "Clic-Clac" por el sonido tan característico de su mechero al abrirse y cerrarse. Una vez calmado, Andreas mete primera y el coche comienza a moverse de forma perezosa. Los luminosos números del reloj del salpicadero le indican que son casi la una de la madrugada, lo cual significa que Isabel está a punto de salir del club y en consecuencia Andreas dirige su coche en esa dirección.

A estas horas la afluencia de tráfico es menor por la avenida. Es por eso por lo que Andreas se  extraña de que la motocicleta que le sigue no haga ademán de adelantarle. Cambia de carril para dejarle  el camino expedito, pero lo único que consigue es que el conductor realice la misma operación y se acerque aún más, deslumbrando con su potente faro a Andreas que pasa rápidamente de la sorpresa a la exasperación, y sacando el brazo por la ventanilla le hace indicaciones al motorista pare que le adelante. Esta vez su maniobra es atendida, y la motocicleta abandona la estela del coche de Andreas para alcanzar poco a poco  la  altura  de  la  ventanilla  del  conductor,  dejando  petrificado  al  mismo  cuando comprueba que el ocupante de la moto no es otro que una macabra versión de Ricky. Su pelo sigue engominado y escrupulosamente peinado hacia atrás, pero su cara presenta un color extremadamente blanco. Sus ojos están rodeados por sendos cercos amoratados y el viento les arranca lágrimas ensangrentadas. En su cuello se aprecia el tajo aplicado por Andreas, en donde cientos de pequeños gusanos comienzan a hacer estragos. De la boca ensangrentada de Ricky  brota un sonido gutural que poco a poco deviene en una espantosa carcajada, lo que hace reaccionar finalmente a Andreas que con un chillido histérico pisa el pedal del freno  a fondo haciendo derrapar el coche varios metros, deteniéndose a milímetros de un paso de peatones por donde una pareja de jóvenes atraviesa la calzada. El chico está a punto de abalanzarse sobre el conductor pero se lo piensa dos veces viendo las dimensiones del mismo, y lo  único que alcanza a hacer es un gesto con el dedo corazón que en otras circunstancias le habría costado una larga temporada en el hospital. Pero Andreas sólo tiene ojos para ver cómo se va perdiendo de vista el macabro espectro de Ricky, montado en la motocicleta que hace varios meses tuvo que empeñar.

Isabel se monta en el coche para encontrarse con la figura pálida de un Andreas que sin decir palabra pone en marcha el coche y que continúa así cuando llegan al piso de Isabel, a pesar de los infructuosos esfuerzos de ésta por intentar averiguar lo que sucede. Antes de salir del vehículo Andreas retiene a su acompañante por el brazo y mira de forma nerviosa a todas partes.

—¿Me vas a decir que es lo que pasa o tendré que adivinarlo? Nunca te he visto tan nervioso.
—No pasa nada. Sal del coche y ve abriendo la puerta del portal. Yo tengo que hacer una cosa antes.

Mientras Isabel se dirige a la puerta Andreas recoge la bolsa de deporte escondida bajo los  asientos de la parte de atrás del coche y la aprieta fuertemente contra el pecho, sintiendo que es lo único real que ha sucedido esa noche. La abre para comprobar que el contenido sigue allí, y acaricia suavemente  los fajos de billetes mientras siente cómo la sangre va volviendo poco a poco a sus venas. Sabe que el dinero es el remedio para muchos males, y aunque no es mucho, por lo menos es lo mejor que le ha pasado  en las últimas horas, y el hecho de poder tocarlo le hace parecer que todo lo que le ha ocurrido es un mal sueño, simplemente.

Cuando Andreas abre los ojos ve el rostro de Isabel, un rostro que ha venerado siempre y que no se cansa de mirar. Acaricia con suavidad su pelo porque no quiere que se despierte todavía. No queda mucho tiempo para la partida, aunque ella aún no conoce los planes de Andreas. A pesar de que su idea era habérselo dicho nada más llegar al piso para empezar a preparar las cosas de inmediato, necesitaba sentir de nuevo su cuerpo contra el suyo  para  saber  que  todo  iba  bien  de  nuevo,  que  todo  estaba  en  su  sitio.  En  otras circunstancias habría sido muy arriesgado, pero después de los acontecimientos vividos, lo verdaderamente arriesgado habría sido aventurarse en un viaje en el estado de nerviosismo en el que se  encontraba. Se levanta con mucho cuidado para no despertarla y después de ponerse los vaqueros se dirige al baño para refrescarse la cara con agua fría. Luego se servirá un café bien cargado y despertará a Isabel, que  protestará y seguramente le arrojará a la cabeza lo primero que tenga a mano. En un momento su cabeza empieza a planificar todos los pasos a dar para no dejar nada al azar. Ya ha tenido la prudencia de llenar el depósito del coche, pues no quiere hacer más paradas que las precisas, y ha reservado una habitación en un pequeño hotel a las afueras de París. También ha hecho unos emparedados que comerán en  cualquier  zona  de  descanso  del  camino.  Mientras  repasa  mentalmente  todos  esos detalles, Andreas se va animando poco a poco y su cabeza está ocupada en cosas que en nada atañen a motoristas salidos directamente del infierno que escupen carcajadas por la boca.

El agua está helada cuando sale del grifo del lavabo, pero a Andreas le gusta así. El impacto que recibe cuando se la lleva a la cara le despeja totalmente mientras busca a tientas la toalla colgada al lado del lavabo para secarse de forma concienzuda la cara y el cuello por donde resbalan las gotas de agua. Hecha esta operación coge la cuchilla para afeitarse, como hace todos los días escrupulosamente. Utiliza siempre una navaja de barbero, similar a  la que maneja en alguno de sus trabajos, y con suma habilidad comienza a rasurarse el mentón. Pero ya sea por el estado de tensión al que se ha visto sometido, o porque en esos momentos tiene la cabeza ocupada por otros asuntos, la navaja titubea a la altura del cuello provocando un corte no muy profundo, pero  lo suficiente como para que un hilillo de sangre brote enseguida por la herida. Andreas maldice en voz  baja mientras busca una toalla de papel para cortar la pequeña hemorragia, y cuando se dispone a abrir el armario que hace las veces de espejo se detiene petrificado ante la imagen de la que es testigo. La herida producida por el  corte  se  hace  cada  vez  más  grande,  y  la  tez  de  Andreas  empieza  a  tomar  un  tono ceniciento mientras se lleva una mano a la garganta para evitar en la medida de lo posible la terrible pérdida de sangre que está sufriendo. A pesar de que quisiera gritar para pedir ayuda las palabras que articula su boca no llegan a salir de su garganta, y piensa que debe haberse seccionado las cuerdas vocales. Con la otra mano intenta alcanzar su propia imagen en el espejo, en un último y desesperado intento por maldecir su  propia estupidez, pero esa imagen ya no es la suya, sino la de Ricky, cuyo rostro presenta un estado alarmante debido a la descomposición que está sufriendo. Ya casi no tiene ojos, y en las cuencas donde debieran estar, los  cientos de gusanos que horas antes brotaban de la herida que Andreas le había causado con la navaja, se dan un festín con lo poco que queda. De la mata de pelo que Ricky siempre lucía engominada, apenas quedan  ya unos pocos mechones que crecen irregulares sobre un cráneo óseo. La boca ya no tiene labios, pero si los tuviera Andreas sabe que se fruncirían en una mueca de burla, mientras que dos filas de dientes desgastados se  separan lentamente para dejar escapar una risa espectral que hace que al moribundo Andreas se le erice todo el vello de su cuerpo antes de que un atronador grito se abra paso desde sus pulmones y esta vez sí brote claramente de su garganta.

Isabel se  despierta  alarmada  por  el  terrible  grito  que  sale  del  baño  y  se  dirige apresurada hacia allí, para encontrarse sentado con la espalda en la pared a Andreas, que con una mano se aprieta con  fuerza el cuello y con la otra señala el espejo, con los ojos prácticamente fuera de las órbitas. Después de zarandearlo varias veces, empresa nada fácil dada  la  envergadura  de  su  cuerpo,  consigue  que  poco  a  poco  se  vaya  tranquilizando. Andreas desembaraza lentamente la mano de su propio cuello y se la queda mirando como si estuviera buscando algo que ya no está ahí. Se levanta con rapidez ante la desconcertada mirada de Isabel para dirigirse al espejo, que examina con cuidado mientras hace lo propio con su cara. Su respiración es tan acalorada que parece que sus pulmones fueran a explotar fuera de su caja torácica, y con  un resoplido empieza a recorrer la habitación de forma compulsiva,  mientras  que  por  su  cerebro  miles  de  ideas  se  deslizan  a  una  velocidad vertiginosa.

—¿Me vas a contar lo que está pasando? Primero no abres la boca en toda la noche, y cuando lo haces es para darme un susto de muerte. Aquí está sucediendo algo y no es nada bueno, así que ahora nos vamos a sentar tranquilamente y vas a empezar a desembuchar...
—¡No hay tiempo para eso! Tenemos que recoger las cosas porque nos vamos ahora mismo.
—¿Cómo que nos vamos? ¿Cuándo hemos decido eso si puede saberse?
—Bueno, en realidad era una sorpresa. Nos vamos a París, como habíamos planeado muchas veces. Ya lo tengo todo preparado, sólo falta que hagamos las maletas.
—¿Quieres dejar de moverte todo el tiempo? Me da dolor de cabeza intentar seguirte con la vista... ¿Pero de que estás hablando? ¿Cuándo has planeado todo esto?
—Llevo varios días dándole vueltas, y al fin lo decidí. Pensé que te haría ilusión.
—Esa no es la cuestión, Andreas. ¿Has hablado ya con el jefe de todo esto?
—Al jefe ni una palabra. Lo digo muy en serio.
—Para el carro amiguito. Esto me huele pero que muy mal. Me da la sensación de que te has metido en un lío muy gordo, y lo último que necesito es que me salpiques. Así que lo mejor es que recojas todas tus cosas y que salgas de mi casa ahora mismo.
—¿Pero qué es lo que estás diciendo? ¿No es acaso lo que siempre has deseado? Salir de esta ciudad, ver mundo, visitar París al menos una vez en la vida. Te repito ¿no es eso lo que habíamos planeado tantas veces?
—Todos los planes que has hecho tú, amiguito, que por lo que se ve es lo que mejor se te da, hacer planes sin contar con los demás.

            Andreas se va derrumbando poco a poco, a medida que sus rodillas se flexionan para tomar asiento en el sillón de la esquina del dormitorio. Por un momento ha dejado a un lado el objeto de sus pesadillas,  mientras intenta digerir la situación que está viviendo en esos momentos. Cierra con fuerza los ojos y se  lleva las manos a los oídos, tratando de no escuchar las verdades que él ya conoce. Mientras, sentada en la cama, Isabel enciende un cigarrillo y mira con expresión incrédula al hombre que tiene delante. Poco  a  poco la expresión de su cara se torna burlona y comienza a increpar a Andreas entre carcajadas.

—¿Qué esperabas amiguito? ¿Que lo dejara todo para seguir a mi príncipe azul hasta el fin del mundo? ¡Ja! Pues debo decirte que tú no eres precisamente un príncipe azul. Tipos como tú los hay a montones, sólo tengo que mover el culo delante de ellos en el club para que me den todo lo que yo quiera, exactamente como hice contigo, pobre imbécil. Despierta de una vez y vacía la cabeza de todos los pájaros que tienes en ella.

            Por más que aprieta los puños sobre sus oídos, no puede evitar que el sonido de la risa de Isabel penetre en lo más profundo de su mente, distorsionándose hasta convertirse en una carcajada espantosa que  Andreas ya ha oído esa noche más veces de las que puede soportar, y con un rápido movimiento se abalanza sobre Isabel, rodeando con sus manos el delicado cuello. Y mientras ella va perdiendo paulatinamente el color en su rostro, Andreas aumenta la presión hasta tal punto que tras un chasquido el cuello de Isabel se rompe para quedar totalmente flácido.

Son alrededor de las cuatro y media cuando Andreas apura el último cigarrillo del paquete, apoyada la espalda en la pared al lado de la ventana. Mira de forma alternativa el cuerpo sin vida de Isabel  y sus propias manos, como si no alcanzase a comprender el resultado de sus actos. Hace unas horas creyó que su suerte había cambiado, y que podía empezar una nueva vida con la mujer que amaba. Nada más lejos de la realidad, piensa. Es cierto que su suerte ha cambiado, así como su vida, que ahora está completamente vacía y carente de sentido.

En tal estado de ánimo no es extraño que al girar sobre su hombro para mirar a través de la ventana no se sorprenda al ver una figura sentada a horcajadas sobre una moto encendiendo un cigarrillo con un mechero. Un cráneo desprovisto totalmente de pelo brilla bajo la tenue luz de la farola, y Andreas no necesita ver la expresión del rostro de la fantasmal  figura  para  adivinar  que  está  sonriendo.  Así  pues  se  coloca  el  abrigo  con parsimonia y recogiendo la bolsa de deporte abandona el piso donde ha conocido la felicidad de una forma que nunca más hará. Cuando llega a la calle ya no hay rastro del motorista, pero en el lugar donde hace sólo unos minutos se encontraba, Andreas descubre un trozo de papel rectangular. Y cuando lo recoge y lo gira, tres rostros que él conoce bien le convencen para hacer algo que en otras circunstancias habría sido impensable para él.

Sólo tarda  veinte  minutos  en  llegar  al  edificio,  y  no  necesita  llamar  ya  que  la cerradura del  portal pasó a mejor vida hace ya algunos años. El interior huele a orín y vómito, y Andreas puede  distinguir una figura tendida, embozada en un saco de dormir. Sube las escaleras hasta el tercero y llama con los nudillos. Tras breves segundos, una voz infantil le responde desde el otro lado de la puerta. Sabe que los niños están solos, pues su madre trabaja también en el club, pero le conocen muy bien y le abrirán. El pequeño Ricardo es la viva imagen de su padre, y se frota la mejilla después de que Andreas se la pellizque. Después le hace entrega de la bolsa de deporte, en la que Andreas ha colocado junto con los veinticinco mil todo el dinero que ha estado reuniendo, de forma muy solemne junto con la advertencia de que sólo su madre puede abrir la bolsa si no quiere ganarse una buena tunda. Luego  se  gira  dando  gracias  por  no  haber  tenido  que   enfrentarse  con  la  mirada desconcertada de la madre, pues está seguro que sólo mirando su cara sabrá todo lo que ha ocurrido esa noche.

Andreas se queda observando junto al coche la figura sentada en una moto a sólo unos metros de él. De nuevo es el Ricky que conoce, con su cazadora de cuero y su pelo engominado. Juega con el mechero mientras sonríe a Andreas. Ya no es una sonrisa burlona, ni tampoco es una sonrisa de amigo. Es una sonrisa que le dice que ha hecho lo correcto. Ricky le hace un ademán de saludo, y tras pasar una pierna por encima de la moto sentándose a horcajadas sobre ella, la pone en marcha para dirigirse a un horizonte del que no volverá  jamás, recordándole a Andreas el final de una película que vio hace mucho tiempo. Acto seguido se introduce en el coche y enciende el motor. Ya nada le importa, por eso se queda quieto cuando ve por el espejo retrovisor la cara de Nicolai, uno de los hombres de confianza del jefe. No hay protestas ni reproches, sólo el frío metal de la pistola contra su rapada cabeza, el fogonazo y la oscuridad...

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