Andreas guarda la navaja no sin antes haberla limpiado
cuidadosamente y echa un último vistazo al cuerpo que yace en el suelo. Ya sabe
lo que encontrará en sus ojos. Una mirada, mezcla de sorpresa y de reproche,
desde el fondo de unos ojos sin vida. Siempre es lo mismo, y la muerte no hace
distinciones. Así que da igual la condición social del pobre diablo, su
reacción será la misma cuando la vida se le esté escapando en un último aliento y sea consciente de
todo lo que
está a punto
de perder. Y en esta ocasión,
cuando Andreas mira a los ojos de "Ricky" como le llaman sus amigos,
un sentimiento de compasión se apodera por unos instantes de él. A fin de
cuentas Ricardo sólo era un pobre diablo
que trabajó en más de una ocasión para el jefe como conductor en algún trabajo,
endeudado por el juego, el alcohol y las drogas, que deja una guapa mujer y dos
niños.
Conoce bien a
la familia de Ricky, pues éste alojó a Andreas cuando llegó al país mientras
los hombres del jefe arreglaban sus papeles. Con su pelo engominado y su cazadora
de cuero de motero, Ricky parece un personaje sacado de una película americana
de los años sesenta, un ángel del infierno sin moto, pues hace ya mucho tiempo
que tuvo que
empeñarla para cubrir
una de sus innumerables deudas. Entonces Andreas repara en la vieja
bolsa de deporte que descansa junto al cadáver y piensa: "Vaya por dios Ricky, después de todo lo conseguiste". En
el interior de la bolsa, junto con
un montón de
ropa sucia, cinco
fajos de billetes
de cincuenta enlazados
entre sí mediante una goma
consiguen que los impasibles ojos de Andreas brillen en la oscuridad. Los
veinticinco mil euros que observa con creciente emoción son sólo una parte de la
deuda que Ricky contrajo con el jefe,
pero a pesar de ello su suerte ya estaba echada. Y la de Andreas empieza a
mejorar, o al menos eso es lo que piensa...
Es un hombre corpulento. Su enorme cráneo, completamente
rapado y reluciente, refleja las luces
de una ciudad que vive la noche tan intensamente como el día. Mide un
metro noventa, pero su corpulencia le hace parecer mucho más alto. Lleva un
abrigo largo de cuero, vaqueros y unas enormes botas de “cowboy” que taconean
en el suelo con una fuerza tal que la gente no puede evitar volverse para
observar la enorme figura que sacude la tierra bajo su paso. Ha dejado el coche
aparcado porque necesita estirar las piernas y tomar el aire. Agarra con fuerza
el asa de la bolsa de deporte como si quisiera comprobar que la misma y su
contenido todavía siguen ahí. Es mucho dinero, pero no le preocupa el hecho de
llevarlo encima. No cree que nadie se atreva a intentar arrebatárselo. Los que
le conocen bien saben cómo se las gasta, y sabe que los demás no se arriesgarán
con un tipo de su talla.
No, no es eso
lo que le preocupa, sino lo que esa bolsa de deportes y la decisión que ha
tomado suponen. No es la primera vez que se queda con el dinero del jefe. Pero el riesgo es real, y Andreas lo sabe.
Los rumores se extienden, y el jefe hace preguntas tan pronto como llegan a sus
oídos, pero hasta el momento se ha dado por satisfecho con las explicaciones
oportunas. No obstante Andreas no es estúpido, aunque muchos lo piensen por su
aspecto y sabe de sobra que si éstos rumores tienen suficientes fundamentos
para ser ciertos, su vida valdría bien poco. Y si hasta la fecha Andreas ha sido cuidadoso hasta
rozar la paranoia, sabe que lo de esta noche es una decisión sin posibilidad de
marcha atrás.
Ha estudiado con detenimiento las consecuencias y sabe
que tiene muy poco tiempo de maniobra. Por esa razón ya ha tomado las medidas
oportunas, y esa misma madrugada recogerá con el coche a Isabel, una bailarina
del club con la que mantiene una
relación desde hace
casi un año,
y emprenderán viaje
a París, desde
donde decidirán su próximo destino. Ella ha sido el principal motivo que
ha llevado a Andreas a arriesgar el pellejo de esta forma tan inconsciente.
Pero Isabel lo había elegido a él entre todos los demás,
principalmente porque Andreas
no reparaba en
gastos a la
hora de proporcionarle todo lo
que deseaba y es consciente de ello,
pero no le importa en absoluto. Así pues
esta noche Andreas se despedirá para siempre de la ciudad que le ha acogido
desde que abandonó su país.
Son casi las once de la noche cuando Andreas mira el
reloj. Su estómago le pide a gritos algún tipo de alimento sólido, y decide
entrar en una cafetería de la avenida donde ha aparcado su coche. Es un sitio
elegante, y la mayoría de los clientes no pueden evitar levantar la vista ante
el paso de la imponente figura que acaba de entrar por la puerta y toma asiento
en una de las mesas libres junto a los enormes ventanales donde Andreas puede
controlar el movimiento que se produce tanto dentro como fuera del recinto.
Pide un café y un emparedado al camarero que acude a atenderle, aunque en estos
momentos lo que más le apetece es una copa bien cargada. Pero sabe que va a ser
una noche muy larga y necesita tener la cabeza despejada. El principal problema
es Isabel. Lo último que el buen juicio le recomienda es aparecer por el club y
responder a las miradas inquisitorias de sus compañeros y del propio jefe. Así
que esperará a la una de la madrugada, cuando ella acabe su turno, para
recogerla.
Mientras devora
el emparedado y apura su café sigue repasando mentalmente el plan
preestablecido, a la par que dirige miradas furtivas a todo el que entra en la
estancia, hasta que algo en el
exterior llama poderosamente
su atención. Al
principio sólo es una sensación
de familiaridad, pero cuando presta más atención no puede evitar
atragantarse con el último sorbo de café de su taza. Y es que en el exterior de
la cafetería, a través de la multitud de personas que empiezan a recogerse
hacia el calor de sus hogares, sus ojos contemplan una visión imposible.
La visión de
un hombre de
unos treinta y
cinco años, apoyado distraídamente en una farola, con el
pelo engominado y una cazadora de cuero de motero, que juega alegremente con su
mechero, tal como Andreas le ha visto hacer tantas veces, mientras le sonríe de
una forma burlona. Andreas cierra enérgicamente los ojos y los vuelve a abrir
como si estuviese inmerso en una pesadilla de la que quisiera despertar, seguro
de que en ese mismo momento todo volverá a estar en su sitio y la lógica se
acabará por imponer. Pero nada de eso
ocurre, y la figura de Ricky sigue ahí clavada, y su sonrisa burlona se
convierte en una carcajada como si adivinase el pensamiento de Andreas. Éste se
levanta volcando la mesa y su contenido bajo la alarmante mirada de clientes y
empleados de la cafetería para acto seguido precipitarse fuera del local donde
una vez allí comprueba que la farola que ha estado ocupada por la espectral
presencia de Richy está vacía. Un débil toque en uno de sus hombros le hace
volverse con vehemencia para encontrarse con la escuálida figura de un camarero
que le mira con creciente pavor debido a la enérgica maniobra realizada y que
sólo alcanza a decir: "La cuenta
se-señor".
Andreas enciende el motor y respira profundamente.
Hace un momento ha estado a punto de perder los nervios y necesita poner en
orden sus ideas. Sabe que a poco que piense bien las cosas todo volverá
a tener sentido. Coloca el espejo retrovisor y se detiene para mirar la
enorme frente despejada que en esos
momentos está perlada de gotas de sudor, mientras siente aún los nervios a flor
de piel. Así que vuelve a respirar profundamente, y al expirar no puede evitar
soltar una sonora carcajada. No es una carcajada del todo sincera, sino una que
raya la histeria, pero necesita liberar toda la tensión que está acumulando,
cosa que parece surtir efecto, pues acto seguido vuelve a reír, pero esta vez
de una forma más natural. Y su mente empieza a trabajar intentando darle
sentido a los acontecimientos de los que ha sido testigo. Seguramente la
presión a la que está sometido le está pasando factura, y cualquier recuerdo
encerrado en el
subconsciente puede aflorar
en el momento
más inesperado y jugarle a cualquiera una mala pasada. Recuerda cuantas
veces vio a Ricky jugar con su mechero, sobre todo cuando estaban a punto de
empezar algún trabajo. No era más que un tic nervioso, pero a los muchachos les
hacía gracia, porque a medida que se
acercaba el momento, dicho tic de volvía más compulsivo. De ahí que muchos también conociesen a Ricky con el sobrenombre
de "Clic-Clac" por el sonido tan característico de su mechero al
abrirse y cerrarse. Una vez calmado, Andreas mete primera y el coche comienza a
moverse de forma perezosa. Los luminosos números del reloj del salpicadero le
indican que son casi la una de la madrugada, lo cual significa que Isabel está
a punto de salir del club y en consecuencia Andreas dirige su coche en esa
dirección.
A estas horas la afluencia de tráfico es menor por la
avenida. Es por eso por lo que Andreas se
extraña de que la motocicleta que le sigue no haga ademán de adelantarle.
Cambia de carril para dejarle el camino
expedito, pero lo único que consigue es que el conductor realice la misma
operación y se acerque aún más, deslumbrando con su potente faro a Andreas que
pasa rápidamente de la sorpresa a la exasperación, y sacando el brazo por la
ventanilla le hace indicaciones al motorista pare que le adelante. Esta vez su
maniobra es atendida, y la motocicleta abandona la estela del coche de Andreas
para alcanzar poco a poco la altura
de la ventanilla
del conductor, dejando
petrificado al mismo
cuando comprueba que el ocupante de la moto no es otro que una macabra
versión de Ricky. Su pelo sigue engominado y escrupulosamente peinado hacia
atrás, pero su cara presenta un color extremadamente blanco. Sus ojos están
rodeados por sendos cercos amoratados y el viento les arranca lágrimas
ensangrentadas. En su cuello se aprecia el tajo aplicado por Andreas, en donde
cientos de pequeños gusanos comienzan a hacer estragos. De la boca
ensangrentada de Ricky brota un sonido
gutural que poco a poco deviene en una espantosa carcajada, lo que hace
reaccionar finalmente a Andreas que con un chillido histérico pisa el pedal del
freno a fondo haciendo derrapar el coche
varios metros, deteniéndose a milímetros de un paso de peatones por donde una
pareja de jóvenes atraviesa la calzada. El chico está a punto de abalanzarse
sobre el conductor pero se lo piensa dos veces viendo las dimensiones del
mismo, y lo único que alcanza a hacer es
un gesto con el dedo corazón que en otras circunstancias le habría costado una
larga temporada en el hospital. Pero Andreas sólo tiene ojos para ver cómo se
va perdiendo de vista el macabro espectro de Ricky, montado en la motocicleta
que hace varios meses tuvo que empeñar.
Isabel se monta en el coche para encontrarse con la
figura pálida de un Andreas que sin decir palabra pone en marcha el coche y que
continúa así cuando llegan al piso de Isabel, a pesar de los infructuosos
esfuerzos de ésta por intentar averiguar lo que sucede. Antes de salir del
vehículo Andreas retiene a su acompañante por el brazo y mira de forma nerviosa
a todas partes.
—¿Me vas a
decir que es lo que pasa o tendré que adivinarlo? Nunca te he visto tan
nervioso.
—No pasa nada.
Sal del coche y ve abriendo la puerta del portal. Yo tengo que hacer una cosa
antes.
Mientras Isabel se dirige a la puerta Andreas recoge
la bolsa de deporte escondida bajo los
asientos de la parte de atrás del coche y la aprieta fuertemente contra
el pecho, sintiendo que es lo único real que ha sucedido esa noche. La abre
para comprobar que el contenido sigue allí, y acaricia suavemente los fajos de billetes mientras siente cómo la
sangre va volviendo poco a poco a sus venas. Sabe que el dinero es el remedio
para muchos males, y aunque no es mucho, por lo menos es lo mejor que le ha pasado en las últimas horas, y el hecho de poder
tocarlo le hace parecer que todo lo que le ha ocurrido es un mal sueño,
simplemente.
Cuando Andreas abre los ojos ve el rostro de Isabel,
un rostro que ha venerado siempre y que no se cansa de mirar. Acaricia con
suavidad su pelo porque no quiere que se despierte todavía. No queda mucho
tiempo para la partida, aunque ella aún no conoce los planes de Andreas. A
pesar de que su idea era habérselo dicho nada más llegar al piso para empezar a
preparar las cosas de inmediato, necesitaba sentir de nuevo su cuerpo contra el
suyo para saber
que todo iba
bien de nuevo,
que todo estaba
en su sitio.
En otras circunstancias habría
sido muy arriesgado, pero después de los acontecimientos vividos, lo verdaderamente
arriesgado habría sido aventurarse en un viaje en el estado de nerviosismo en
el que se encontraba. Se levanta con
mucho cuidado para no despertarla y después de ponerse los vaqueros se dirige
al baño para refrescarse la cara con agua fría. Luego se servirá un café bien
cargado y despertará a Isabel, que
protestará y seguramente le arrojará a la cabeza lo primero que tenga a
mano. En un momento su cabeza empieza a planificar todos los pasos a dar para
no dejar nada al azar. Ya ha tenido la prudencia de llenar el depósito del
coche, pues no quiere hacer más paradas que las precisas, y ha reservado una
habitación en un pequeño hotel a las afueras de París. También ha hecho unos
emparedados que comerán en cualquier zona
de descanso del
camino. Mientras repasa
mentalmente todos esos detalles, Andreas se va animando poco a
poco y su cabeza está ocupada en cosas que en nada atañen a motoristas salidos
directamente del infierno que escupen carcajadas por la boca.
El agua está helada cuando sale del grifo del lavabo,
pero a Andreas le gusta así. El impacto que recibe cuando se la lleva a la cara
le despeja totalmente mientras busca a tientas la toalla colgada al lado del
lavabo para secarse de forma concienzuda la cara y el cuello por donde resbalan
las gotas de agua. Hecha esta operación coge la cuchilla para afeitarse, como
hace todos los días escrupulosamente. Utiliza siempre una navaja de barbero,
similar a la que maneja en alguno de sus
trabajos, y con suma habilidad comienza a rasurarse el mentón. Pero ya sea por
el estado de tensión al que se ha visto sometido, o porque en esos momentos
tiene la cabeza ocupada por otros asuntos, la navaja titubea a la altura del
cuello provocando un corte no muy profundo, pero lo suficiente como para que un hilillo de
sangre brote enseguida por la herida. Andreas maldice en voz baja mientras busca una toalla de papel para
cortar la pequeña hemorragia, y cuando se dispone a abrir el armario que hace
las veces de espejo se detiene petrificado ante la imagen de la que es testigo.
La herida producida por el corte se
hace cada vez
más grande, y la tez
de Andreas empieza
a tomar un
tono ceniciento mientras se lleva una mano a la garganta para evitar en
la medida de lo posible la terrible pérdida de sangre que está sufriendo. A
pesar de que quisiera gritar para pedir ayuda las palabras que articula su boca
no llegan a salir de su garganta, y piensa que debe haberse seccionado las cuerdas
vocales. Con la otra mano intenta alcanzar su propia imagen en el espejo, en un
último y desesperado intento por maldecir su
propia estupidez, pero esa imagen ya no es la suya, sino la de Ricky,
cuyo rostro presenta un estado alarmante debido a la descomposición que está
sufriendo. Ya casi no tiene ojos, y en las cuencas donde debieran estar,
los cientos de gusanos que horas antes
brotaban de la herida que Andreas le había causado con la navaja, se dan un
festín con lo poco que queda. De la mata de pelo que Ricky siempre lucía
engominada, apenas quedan ya unos pocos
mechones que crecen irregulares sobre un cráneo óseo. La boca ya no tiene
labios, pero si los tuviera Andreas sabe que se fruncirían en una mueca de
burla, mientras que dos filas de dientes desgastados se separan lentamente para dejar escapar una
risa espectral que hace que al moribundo Andreas se le erice todo el vello de
su cuerpo antes de que un atronador grito se abra paso desde sus pulmones y
esta vez sí brote claramente de su garganta.
Isabel se
despierta alarmada por
el terrible grito
que sale del
baño y se
dirige apresurada hacia allí, para encontrarse sentado con la espalda en
la pared a Andreas, que con una mano se aprieta con fuerza el cuello y con la otra señala el
espejo, con los ojos prácticamente fuera de las órbitas. Después de zarandearlo
varias veces, empresa nada fácil dada
la envergadura de
su cuerpo, consigue
que poco a
poco se vaya
tranquilizando. Andreas desembaraza lentamente la mano de su propio
cuello y se la queda mirando como si estuviera buscando algo que ya no está
ahí. Se levanta con rapidez ante la desconcertada mirada de Isabel para
dirigirse al espejo, que examina con cuidado mientras hace lo propio con su
cara. Su respiración es tan acalorada que parece que sus pulmones fueran a
explotar fuera de su caja torácica, y con
un resoplido empieza a recorrer la habitación de forma compulsiva, mientras
que por su
cerebro miles de
ideas se deslizan
a una velocidad vertiginosa.
—¿Me vas a
contar lo que está pasando? Primero no abres la boca en toda la noche, y cuando
lo haces es para darme un susto de muerte. Aquí está sucediendo algo y no es
nada bueno, así que ahora nos vamos a sentar tranquilamente y vas a empezar a
desembuchar...
—¡No hay tiempo
para eso! Tenemos que recoger las cosas porque nos vamos ahora mismo.
—¿Cómo que nos
vamos? ¿Cuándo hemos decido eso si puede saberse?
—Bueno, en
realidad era una sorpresa. Nos vamos a París, como habíamos planeado muchas
veces. Ya lo tengo todo preparado, sólo falta que hagamos las maletas.
—¿Quieres dejar
de moverte todo el tiempo? Me da dolor de cabeza intentar seguirte con la
vista... ¿Pero de que estás hablando? ¿Cuándo has planeado todo esto?
—Llevo varios
días dándole vueltas, y al fin lo decidí. Pensé que te haría ilusión.
—Esa no es la
cuestión, Andreas. ¿Has hablado ya con el jefe de todo esto?
—Al jefe ni una
palabra. Lo digo muy en serio.
—Para el carro
amiguito. Esto me huele pero que muy mal. Me da la sensación de que te has
metido en un lío muy gordo, y lo último que necesito es que me salpiques. Así
que lo mejor es que recojas todas tus cosas y que salgas de mi casa ahora
mismo.
—¿Pero qué es
lo que estás diciendo? ¿No es acaso lo que siempre has deseado? Salir de esta
ciudad, ver mundo, visitar París al menos una vez en la vida. Te repito ¿no es
eso lo que habíamos planeado tantas veces?
—Todos los
planes que has hecho tú, amiguito, que por lo que se ve es lo que mejor se te
da, hacer planes sin contar con los demás.
Andreas se va derrumbando poco a
poco, a medida que sus rodillas se flexionan para tomar asiento en el sillón de
la esquina del dormitorio. Por un momento ha dejado a un lado el objeto de sus
pesadillas, mientras intenta digerir la
situación que está viviendo en esos momentos. Cierra con fuerza los ojos y
se lleva las manos a los oídos, tratando
de no escuchar las verdades que él ya conoce. Mientras, sentada en la cama,
Isabel enciende un cigarrillo y mira con expresión incrédula al hombre que tiene
delante. Poco a poco la expresión de su cara se torna burlona
y comienza a increpar a Andreas entre carcajadas.
—¿Qué esperabas
amiguito? ¿Que lo dejara todo para seguir a mi príncipe azul hasta el fin del
mundo? ¡Ja! Pues debo decirte que tú no eres precisamente un príncipe azul.
Tipos como tú los hay a montones, sólo tengo que mover el culo delante de ellos
en el club para que me den todo lo que yo quiera, exactamente como hice
contigo, pobre imbécil. Despierta de una vez y vacía la cabeza de todos los
pájaros que tienes en ella.
Por más que aprieta los puños sobre
sus oídos, no puede evitar que el sonido de la risa de Isabel penetre en lo más
profundo de su mente, distorsionándose hasta convertirse en una carcajada
espantosa que Andreas ya ha oído esa
noche más veces de las que puede soportar, y con un rápido movimiento se
abalanza sobre Isabel, rodeando con sus manos el delicado cuello. Y mientras
ella va perdiendo paulatinamente el color en su rostro, Andreas aumenta la
presión hasta tal punto que tras un chasquido el cuello de Isabel se rompe para
quedar totalmente flácido.
Son alrededor de las cuatro y media cuando Andreas
apura el último cigarrillo del paquete, apoyada la espalda en la pared al lado
de la ventana. Mira de forma alternativa el cuerpo sin vida de Isabel y sus propias manos, como si no alcanzase a
comprender el resultado de sus actos. Hace unas horas creyó que su suerte había
cambiado, y que podía empezar una nueva vida con la mujer que amaba. Nada más
lejos de la realidad, piensa. Es cierto que su suerte ha cambiado, así como su
vida, que ahora está completamente vacía y carente de sentido.
En tal estado de ánimo no es extraño que al girar
sobre su hombro para mirar a través de la ventana no se sorprenda al ver una
figura sentada a horcajadas sobre una moto encendiendo un cigarrillo con un
mechero. Un cráneo desprovisto totalmente de pelo brilla bajo la tenue luz de
la farola, y Andreas no necesita ver la expresión del rostro de la
fantasmal figura para
adivinar que está
sonriendo. Así pues
se coloca el
abrigo con parsimonia y
recogiendo la bolsa de deporte abandona el piso donde ha conocido la felicidad
de una forma que nunca más hará. Cuando llega a la calle ya no hay rastro del motorista,
pero en el lugar donde hace sólo unos minutos se encontraba, Andreas descubre
un trozo de papel rectangular. Y cuando lo recoge y lo gira, tres rostros que él
conoce bien le convencen para hacer algo que en otras circunstancias habría
sido impensable para él.
Sólo tarda
veinte minutos en
llegar al edificio,
y no necesita
llamar ya que la
cerradura del portal pasó a mejor vida
hace ya algunos años. El interior huele a orín y vómito, y Andreas puede distinguir una figura tendida, embozada en un
saco de dormir. Sube las escaleras hasta el tercero y llama con los nudillos.
Tras breves segundos, una voz infantil le responde desde el otro lado de la
puerta. Sabe que los niños están solos, pues su madre trabaja también en el
club, pero le conocen muy bien y le abrirán. El pequeño Ricardo es la viva
imagen de su padre, y se frota la mejilla después de que Andreas se la pellizque.
Después le hace entrega de la bolsa de deporte, en la que Andreas ha colocado
junto con los veinticinco mil todo el dinero que ha estado reuniendo, de forma
muy solemne junto con la advertencia de que sólo su madre puede abrir la bolsa
si no quiere ganarse una buena tunda. Luego
se gira dando
gracias por no
haber tenido que
enfrentarse con la
mirada desconcertada de la madre, pues está seguro que sólo mirando su
cara sabrá todo lo que ha ocurrido esa noche.
Andreas se queda observando junto al coche la figura
sentada en una moto a sólo unos metros de él. De nuevo es el Ricky que conoce,
con su cazadora de cuero y su pelo engominado. Juega con el mechero mientras
sonríe a Andreas. Ya no es una sonrisa burlona, ni tampoco es una sonrisa de
amigo. Es una sonrisa que le dice que ha hecho lo correcto. Ricky le hace un
ademán de saludo, y tras pasar una pierna por encima de la moto sentándose a
horcajadas sobre ella, la pone en marcha para dirigirse a un horizonte del que
no volverá jamás, recordándole a Andreas
el final de una película que vio hace mucho tiempo. Acto seguido se introduce
en el coche y enciende el motor. Ya nada le importa, por eso se queda quieto
cuando ve por el espejo retrovisor la cara de Nicolai, uno de los hombres de
confianza del jefe. No hay protestas ni reproches, sólo el frío metal de la
pistola contra su rapada cabeza, el fogonazo y la oscuridad...
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