El escritorio de la trastienda

El escritorio de la trastienda

lunes, 7 de enero de 2013

El último blues



            Ray se miró en el alargado y estrecho espejo del recibidor, ajustándose el nudo de la corbata. Se había puesto su traje de las grandes noches, ya que por primera vez actuaban ante gente de postín. Habían sido contratados para amenizar el décimo octavo cumpleaños del niñato de un gran hombre de negocios dueño de una empresa de comida de gatos enlatada. “Qué demonios —pensó el viejo bluesman mientras le echaba un vistazo al lujoso recibidor—no sabía que esa cagada daba tanto dinero”. El viejo Lou, que estaba a su lado, debía pensar lo mismo ya que se había quedado embobado mirando la gran lámpara de araña. Lucía espléndido aquel día, en sus casi dos metros de humanidad, y cuando cruzaron la mirada, le sonrió dejando al descubierto su diente de oro que brilló con un destello, o a Ray así se lo pareció.

-Habrás vaciado ya la sonda, ¿verdad Lou? —interrogó Ray mientras le miraba el bulto del muslo derecho.

            Lou se palpó con apremio la bolsa adherida con esparadrapo y borró de inmediato la sonrisa, escrutando de forma nerviosa la estancia, buscando la puerta que le condujese al cuarto de baño. Juanita, la rolliza ama de llaves, ante la apremiante necesidad del viejo músico, le hizo un gesto con la mano, indicándole que le siguiese, mientras Ray se quitaba el sombrero y suspiraba mirando al cielo y moviendo la cabeza de forma displicente.

—Ray, ¡estos ricachones están más tiesos que el palo de una escoba! —anunció desde el otro lado de la sala Willy, el contrabajo, que metía furtivamente la cabeza en el gran salón donde ya se congregaba su público—. Creo que va a ser un día duro…
—Willy, compórtate, que no estás en un garito de carretera. ¡Ésta es gente distinguida y hay que dar buena imagen! —recriminó Ray mientras se colocaba de nuevo el viejo sombrero

            Willy se volvió resignado como un pequeñuelo al que reprenden por una travesura, subiéndose los pantalones por encima de su protuberante barriga. A medio camino empezó a ejecutar un bailecito al ritmo que marcaba Reggie con sus baquetas sobre una consola de mármol travertino. El baterista apenas levantaba metro y medio del suelo y su oronda figura de daba aspecto de escarabajo negro gigante. Por eso, y por su endiablado ritmo le llamaban “Beatle Reggie”.

            El viejo Lou volvió acompañado por el ama de llaves, con un aspecto menos apesadumbrado, y una vez en el centro de la sala, tomó delicadamente la mano de ésta e inclinando su inmensa humanidad la rozó con sus labios. Juanita se ruborizó al instante y soltó la mano tapándose con ella la boca de donde se escapaba una tímida risa. Willy le dio un codazo en el hombro a Reggie y éste, con una mirada recriminatoria, se lo frotó dolorido pues a su edad, la artritis hacía auténticos estragos en sus articulaciones.

            Tan pronto hubieron formado en el centro de la sala, Ray pasó revista a sus hombres, quitándose sus negras gafas y entrecerrando bien los ojos, pues su vista ya no era la de antaño. Faltaba un componente, el teclista, Cien Dedos Robinson, que había fallecido meses atrás de un edema pulmonar a sus ochenta y cinco años. No bien hubo terminado el reconocimiento e imbuido del espíritu santo como tantas veces decía, comenzó a arengar a sus hombres cual general azuza a sus huestes al combate. Sus tres compañeros prorrumpieron en bufidos, exclamaciones, imprecaciones y quejas varias ante la perorata de Ray, y éste, levantando las manos en alto demandó silencio.

—Queridos compañeros, un minuto de silencio y oración por nuestro querido Cien Dedos, que esté donde…
—¡Vamos Ray, abrevia que se me van las manos! —interpeló Reggie.
—Sí Reggie, ya sé que estáis deseando actuar, pero… —intentó continuar infructuosamente el viejo bluesman.
—No es eso Ray, ¡es que ya me está entrando el tembleque! —explicó levantando las temblorosas manos.
—Y a mí Ray, no sé cuánto me durará la bolsa, que esta mañana he bebido mucho zumo —añadió suplicante Lou.
—Te dije que te pusieras la de diario, ¿es que nadie me escucha? —interrogó el viejo músico mientras giraba la cabeza hacia donde se encontraba Willy—. Y a ti, ¿cuál es el bicho que te ha picado? ¿Acidez?
—No, no, Ray. Yo estoy tranqui —respondió el contrabajo mientras se llevaba la mano al estómago intentando amortiguar un leonino rugido.
—Pues bien, entonces trataré de ser breve —continuó Ray frotándose sus cansados ojos—. Hoy es nuestra última actuación, así que, encomendándonos a los dioses de Blues, les vamos a ofrecer algo de lo que hablen durante mucho tiempo, aunque nos dejemos la vida en el intento… ¿Lo habéis entendido?

            Los tres músicos asintieron a la par de forma enérgica. Y como si eso fuera la señal que estaba esperando, Ray se volvió a ajustar el nudo de la corbata, y colocándose de nuevo las gafas, cogió el estuche de su vieja Gibson y encabezó la marcha hasta el interior del gran salón donde su público les aguardaba.

            Habría unas cincuenta personas, según calculó Ray. Todas bien vestidas, como si aquello fuera una cena de gala. Estaban dispuestos en mesas redondas alrededor de toda la sala, una gran estancia suntuosamente decorada con valiosas pinturas, lujosos muebles y opulentas lámparas de cristal. La gente se distribuía por las mesas en función de la edad. Las que estaban cerca del improvisado escenario estaban ocupadas por jóvenes imberbes, vestidos con americanas caras, jerséis de marca y pantalones formales con la raya bien marcada. En una de ellas, una algarabía de muchachos palmeaban y felicitaban a otro, posiblemente el homenajeado, que admiraba la joya que tenía entre las manos. Y a fe de Ray que lo era, pues era un nuevo modelo de Gibson, que en el mercado costaría fácilmente tres de los grandes. El viejo bluesman bajó la vista hacia su vieja guitarra, que durante tantos años le había acompañado, y la miró con cariño, con el mismo cariño con el que se mira algo viejo que ha dado ya un buen servicio. En la misma mesa se encontraban los padres de la criatura, un hombre de cabello blanco y figura pesada, y una joven y hermosa mujer de unos treinta, de busto generoso y escotado, admirado por el grupo entero que se intercambiaban miradas cómplices.

—Vaya con la madrastra —susurró Lou al oído de Willy que sonreía bobalicón.
—Señores, ¡al lío! —interrumpió reprobatorio Ray, que luego le hizo una seña a Reggie para que marcase la entrada.

            El baterista marcó un ritmo cadencioso acompasado por el contrabajo de Willy, que dejó pasó a los lastimeros acordes del Three O’Clock Blues, el clásico del Fulson, que la vieja guitarra de Ray ejecutaba con la tristeza que requería la composición. La harmónica de Lou lloraba los párrafos más sentidos mientras la quebrada voz de Ray daba el brillo a toda la ejecución. El joven homenajeado cerraba los ojos y movía acompasadamente la cabeza como si comprendiera el significado de aquella canción, a pesar de su tierna edad, en comparación con la de los músicos que allí la representaban.

            Luego siguieron otras composiciones más animadas como Do It If You Wanna, o Boom Boom, para luego retomar la nostalgia con Nine Below Zero, y otras muchas más que animaban a la exigente concurrencia, la sumía en la tristeza o la hacía cómplice de las letras picantes de alguna de las canciones.

            La actuación llegaba a su final con los acordes de Rock Me Baby, el clásico de B. B. King cuyo estribillo se animó a cantar gran parte de los asistentes. Todos, excepto el anfitrión, que había dado muestras durante todo el repertorio de importarle menos que un ardite todo ese cuento del Blues. Y cuando los músicos ejecutaron la última frase, la sala prorrumpió en una cerrada ovación que los cuatro bluesman agradecieron con una generosa reverencia.

            El joven homenajeado se acercó con su flamante Gibson y estrechó la mano del viejo Ray, que con la otra se quitaba el sombrero en deferencia al muchacho. Y con voz muy alta, para que todos los asistentes lo escucharan, se dirigió al anciano bluesman.

—Es un honor para mí haber asistido a esta demostración de talento y maestría ejecutada por una leyenda como usted —habló ceremonioso el joven—. ¡Por eso quiero que todos le den un gran aplauso al gran Albert King!

            Mientras sus tres compañeros aguantaban una carcajada a sus espaldas, el viejo Ray se iba poniendo cada vez más rojo. Y rogando comprensión por lo que iba a hacer al espíritu del bueno de Albert King, que tocaba blues con los ángeles desde hacía unos veinte años, rodeó al muchacho con un brazo y le habló de esta forma, para que la concurrencia que ya remitía en su sentido aplauso pudiera escucharlo.

—Es un placer comprobar cómo nuestro legado sigue aún vivo en el corazón de las nuevas generaciones —se dirigió teatralmente al público—. Y de esta forma te voy a hacer el mejor regalo que un viejo bluesman le puede hacer a alguien que está empezando en este mundo. Como todos ustedes pueden ver estoy firmando con mi nombre, es decir, Albert King, mi vieja Gibson. Y yo quiero que tú hagas lo mismo con tu flamante guitarra, así es, muy bien. Y ahora como símbolo del fin de una época y el principio de otra, intercambiaremos ambas guitarras. De esta forma, cuando toques mi vieja Gibson, una parte del espíritu de los viejos bluesman inspirará tus, seguramente bien afinados, acordes.

            Y dicho esto arrancó, más que quitó, de las manos del boquiabierto joven la flamante y carísima guitarra que acto seguido guardó en su viejo estuche.

—Gra… ¿gracias? —alcanzó a espetar el muchacho que miraba alternativamente al viejo bluesman y a su padre, que enrojecía de furia por momentos.
—Y ahora —continuó Ray— atravesando nuestro querido país las dificultades de las que a buen seguro, y a pesar de su desahogada situación, ustedes están convenientemente informados, les rogamos un último esfuerzo para con un grupo de veteranos músicos que tras una vida dedicada a noble ejercicio del espectáculo musical, se encuentran en graves apuros económicos. Y no pudiendo acudir más que a su indulgencia, les ruego sean generosos y tolerantes. Lou procede.

            El viejo Lou se colocó el sombrero de Ray, y sacándo una treinta y ocho del bolsillo de su traje, enseñó su mejor sonrisa dorada instando a los asistentes a que vaciasen los bolsillos en un saco habilitado a tal efecto. Y mientras la concurrencia procedió tal como les indicaba el gigantón, el resto de la banda improvisó una pieza para hacerles más llevadera la faena. Cuando hubieron acabado, los cuatro integrantes recogieron los pertrechos y saludaron a su público que asistían a todo el proceso con las manos en alto, hasta que uno de ellos las bajó y empezó a aplaudir tímidamente, mirando timorato a su alrededor. Pronto toda la sala volvió a prorrumpir en vítores ante la estupefacta mirada del anfitrión. Y ajustándose los nudos de las corbatas, los cuatro músicos abandonaron la sala con estudiada tranquilidad mientras los asistentes se levantaban de sus asientos intensificando el volumen de sus aplausos, que dirigieron también al organizador de la fiesta, agradeciéndole aquél emocionante espectáculo al que no estaban acostumbrados. El viejo magnate de comida enlatada para gatos no pudo hacer otra cosa que tomar aire y saludar apretando bien los dientes, calculando por cuanto le iba a salir la broma.

—¡Apúrate Ray que el viejo estaba rojo como un tomate! —espetó Willy mientras los cuatro ponían pies en polvorosa tan pronto salieron de la mansión.
—Ya no tengo edad para estos trotes —se excusó Ray colocándose al volante del destartalado Buick.

            Ray pisó a fondo y el coche, con un estridente ruido de la correa de distribución, se lanzó hacia un lejano horizonte, con sus cuatro ocupantes riendo y entonando viejas canciones de Blues.

No hay comentarios:

Publicar un comentario