Imponente y cegadora. Así lucía su bruñida armadura
mientras desmontaba de su orgulloso caballo. Cuando partió de la aldea lo hizo
a través de semblantes lúgubres y malos augurios. Ahora, delante de aquella
inocente criatura recordaba las palabras de decrépito campesino, poniéndolo en
guardia contra la pura encarnación del mal.
Nada mencionaba el
código de caballería sobre asesinar infantes, y no creía que hubiera honor en
ello, pero el centenar de cuerpos mutilados alrededor del muchacho insufló en
su ánimo la fortaleza suficiente para descargar un mandoble que partió en dos
la pequeña figura que le sonreía maliciosamente desde el suelo.
La salva de vítores que acompañó su regreso se fue apagando
a medida que los entusiastas aldeanos percibieron algo raro, casi infantil, en
su mirada, y sólo cuando la espada comenzó a silbar sobre sus cabezas
comprendieron que el caballero no había vuelto sólo.
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