Eduardo era el tipo de persona que pasa
por la vida ocupándose de nadie más que de él mismo, con el ceño fruncido y la
mirada pérdida, pues su mente sobrevuela una torre de marfil que constituye el
universo donde transcurre toda su existencia.
Eduardo era un historiador y ensayista,
y se había hecho un nombre después de la publicación de algunos elaborados
tratados sobre la Península Ibérica bajo la dominación romana. Dichos tratados
fueron muy bien acogidos en muchas y muy prestigiosas universidades tanto en
España como en el resto de Europa, lo cual le reportó un cierto renombre como
ya he dicho, amén de importantes beneficios. Si bien lo primero carecía de
interés para él, lo segundo le permitía disfrutar de un estilo de vida ajustada
a la peculiaridad de su carácter retraído.
La historia era su vida, y su pasión
era rodearse de cosas antiguas y objetos que pudieran evocarle una época que le
hubiera gustado disfrutar. Su casa podría confundirse fácilmente con un museo
de historia. Muebles victorianos, columnas dóricas, grabados que representaban
batallas ganadas o perdidas en épocas pretéritas... Un hogar anclado en un
pasado idealizado por una mente que no se resigna a vivir la época que le ha
visto nacer.
En aquellos días, Eduardo trabajaba en
un nuevo proyecto que estaba suponiendo todo un desafío para él. Estaba
embarcado en la creación de lo que iba a suponer su primera novela de ficción,
para lo que dedicaba días enteros recopilando datos en la biblioteca pues su
propósito era reconstruir fielmente la época en la que se desarrollaría la
trama, siendo ésta el periodo de doscientos años de conquista de la Península
Ibérica por parte del imperio Romano. Tema que por otro lado dominaba a la
perfección, como es natural.
Pero el proceso de creación pronto se
iba a convertir en un auténtico calvario. No tardaron en llegar el desánimo
primero y luego la desesperación, cuando fue consciente de las dificultades que
debía superar a la hora de entretejer una trama que tuviera el suficiente
interés para no convertir su novela en tan sólo una sucesión de datos de
carácter histórico. Él lo achacaba a la ansiedad que le provocaba el hecho de
enfrentarse a un desafío totalmente distinto a aquello a lo que se había
dedicado con anterioridad, pero la realidad era bien distinta y muy fácil de
explicar, pues nos hallábamos ante una persona enfrascada en su propia
existencia, sin la menor capacidad para la imaginación o la empatía que podrían
permitirle recrear la vida de unos personajes que sólo existen en la mente de
sus creadores.
Las semanas transcurrían lenta pero
inexorablemente, y Eduardo caía cada vez más profundamente en la desesperación,
mientras trataba de evitar las llamadas cada vez más frecuentes de su editor,
que esperaba se cumpliesen una serie de plazos previamente establecidos de
mutuo acuerdo. Su carácter, de natural áspero y seco, empeoraba a marchas
forzadas, y la rabia y la frustración crecían en su interior por momentos,
hasta que un buen día decidió cortar de raíz la rutina en su trabajo y tomarse
un día de descanso...
Como ya he comentado, una de las
mayores pasiones de Eduardo era coleccionar cosas antiguas, así pues no es de
extrañar que decidiese liberar su frustración dando rienda suelta a una de sus
mayores aficiones que era la búsqueda de tiendas de anticuarios donde podría
encontrar aquella pieza extraña y antigua que enriqueciese aún más su ya
extensa colección, una colección que sólo él disfrutaría, pues no deseaba
compartirla con ningún ser vivo.
Es extraño como en ocasiones podemos
recorrer durante toda una vida las calles de una ciudad sin reparar en
determinados lugares, pero que sin embargo están allí al acecho, como si
tuvieran vida propia, esperando el momento, sabiendo que algún día necesitarás acudir
a ellos. Y eso mismo debió pensar Eduardo cuando se encontró enfrente del
diminuto escaparate, apenas una ventana, de una tienda cuyo cartel rezaba:
"Antigüedades de todos los tiempos". A través de un cristal sucio
podía discernir algunas piezas colocadas sin ningún orden sobre estanterías y
mesas. Empujado por la curiosidad, decidió echar un vistazo rezando para no
encontrarse de bruces con uno de esos estúpidos anticuarios, deseosos de narrar
con puntos y comas la historia de cada una de sus piezas y la forma tan casual
y afortunada en la que había ido a parar a sus manos.
El interior del recinto olía a moho y
una densa capa de polvo flotaba en el ambiente y se hacía visible gracias a los
escasos rayos de sol que apenas inundaban la estancia a través de la ventana
que hacía las veces de escaparate. Este ambiente podría haber desagradado a
cualquier persona que visitase la tienda por primera vez. Pero este no era el
caso de Eduardo. Para él, este era el ambiente perfecto. El desorden hacía más
interesante la búsqueda, y su mente se trasladaba a su más tierna infancia
mientras se convertía en un cazador de tesoros ocultos, esperando ser
encontrados por aquella persona que reconociese en ellos el valor que poseían.
Las dimensiones de la tienda eran desconcertantes
debido en gran parte a los numerosos recovecos en donde innumerables pilas de
polvorientos libros se acumulaban sin ningún concierto. Las paredes estaban
inundadas de estanterías casi vencidas por la acumulación de objetos de
diversas épocas y lugares, algunos deteriorados, otros apenas visibles pues era
tal el número de ellos que la única forma de exponerlos todos era colocarlos
unos tras otros. Una fila de mesas expuestas a lo largo de todo el recinto
mostraban multitud de figuras, relojes e instrumentos de otras épocas y
separaban en dos el mismo perdiéndose en una profundidad que parecía no tener
fin. La excitación que sentía Eduardo le impedía ser consciente de un hecho que
para cualquier otra persona habría sido evidente, y es que las dimensiones del
interior de la tienda no se correspondían con las de la planta del edificio. Se
podría decir que la propia estancia crecía a medida que Eduardo recorría sus
entrañas, mostrándole maravillas que le deslumbraban cada vez más. Si alguna
vez hemos podido sentir que algún lugar tiene vida propia, pronto hemos caído
en la cuenta de que dicho lugar ha cobrado esa vida gracias a la vitalidad que
nuestros sentidos le han concedido. Y nunca habremos estado tan lejos de las
sensaciones que Eduardo sentía mientras sus pies se movían se forma
inconsciente. Ante sus ojos aparecían los objetos que su mente más anhelaba.
Era cuestión de tiempo que encontrara aquello que buscaba, aunque bien
podríamos decir que pronto descubriría aquello que la tienda deseaba que
Eduardo se llevara...
Era de piedra oscura, parecida a la
pizarra, y medía aproximadamente medio metro. La túnica se enrollaba sobre uno
de sus brazos, ligeramente flexionado, mientras el otro permanecía estirado
paralelo al costado. Sobre el mentón elevado, tallada, una barba ensortijada
ocultaba parcialmente un cuello delgado y fibroso, al igual que todo su cuerpo.
Un rostro austero miraba desafiante, coronado por una poblada cabellera que
caía hasta la altura de los hombros. Eduardo quedó absorto ante la imagen que
estaba presenciando. Algo muy familiar que no podía describir recorría todos
los miembros de su cuerpo, y fue en ese mismo momento cuando supo que su
búsqueda había terminado.
—Es una pieza única, señor. Alabo su buen gusto.
—¿Eh? Esto... si gracias.
Hasta ese mismo momento Eduardo no
había reparado en la menuda figura que lo observaba tras un polvoriento
mostrador, en cuya superficie el tiempo había causado estragos. El anticuario
debía medir un metro y sesenta centímetros. Su cara huesuda y con tantos
ángulos como su propia tienda estaba decorada con un par de cejas pobladas que
coronaban un par de ojos tan hundidos en las cuencas que parecían dos agujeros
negros, bajo los cuales unas diminutas gafas de alambre reposaban sobre una nariz
aguileña. Una barba rala y grisácea ocultaba parcialmente un mentón afilado
como un punzón, a juego con la nuez que presidía el cuello, tan huesuda y
protuberante que daba la sensación que fuera a saltar en cualquier momento. El
cráneo estaba casi totalmente desprovisto de cabello, y donde crecía era tan
corto que resultaba muy difícil reparar en él. Un chaleco de lana sobre una
camisa blanca con una corbata anudada hasta el borde mismo de la asfixia
remataban una figura cuando menos singular.
—He de comentarle antes de que tome ninguna decisión que esa
figura pertenece a una colección que representa a una familia de patricios
romanos. Como tal está incompleta, pero no obstante puedo realizar algunas
gestiones para...
—No lo necesito. Sólo quiero ésta.
—Insisto en que la serie está incompleta, y para mí sería
muy sencillo...
—Para mí no está incompleta.
—Entiendo —insinuó el hombre mientras una sonrisa se
dibujaba en su rostro, dando a entender que comprendía el significado de tal
afirmación, cosa que produjo un extraño desasosiego en Eduardo.
—Muy bien, hablemos del precio...
Caía la noche cuando Eduardo llegaba a
su casa. Una extraña aprensión al regreso le había obligado a dar vueltas con
el coche sin un rumbo determinado. Ahora la visita a aquella tienda le
resultaba algo tan irreal que habría dudado sobre el hecho de haber estado
allí. No obstante, el pesado bulto que apenas podía sostener con ambas manos
ratificaba la veracidad de su experiencia, e hizo que se animara de inmediato,
como tantas otras veces le había pasado cuando regresaba triunfalmente con su
recompensa.
Lo primero que hizo nada más atravesar la
puerta fue colocar su nueva adquisición sobre un pedestal que había servido de
base hasta la fecha a la reproducción de un busto de Carlos I al que ya
encontraría un lugar más adecuado. Este pedestal se hallaba ubicado ante el
sillón que conformaba el rincón de lectura de Eduardo, de tal forma que la
figura queda a la altura de sus ojos, pudiendo de esta manera admirar en todos
los aspectos la finura de la talla. Una vez examinada con detenimiento la
figura, Eduardo decidió proseguir la lectura de un libro que había dejado
aparcada desde que inició el hasta ahora fallido intento por pasarse a la
escritura de ficción. El libro, una novela histórica de Mika Waltari, uno de
sus autores favoritos, trataba un hecho histórico alejado de la especialidad de
Eduardo, como era el asedio a Constantinopla por parte de las fuerzas del sultán
Mohamed II. Si bien no era éste uno de los pasajes históricos favoritos de
Eduardo, confiaba contagiarse del talento de Waltari a la hora de integrar
personajes ficticios en un trasfondo histórico real.
Tan pronto había comenzado la lectura, fue consciente
de la frecuencia con la que la visión de la figura atraía toda su atención, por
lo que decidió postergar la lectura del libro para una mejor ocasión,
desprendiéndose de sus gafas de pasta dura, pasadas ya de moda, que quedaron
colgando de su cuello por mediación de
una cadena de eslabones de metal bañado en oro.
. En un principio su reacción fue
extrañamente la de rehuir el impulso de centrar toda su atención en la figura,
y sólo lanzaba furtivas miradas mientras se arropaba en su holgada chaqueta de
lana y jugueteaba con los eslabones de la cadena de sus gafas. Pero poco a
poco, la intensidad de la atracción fue creciendo, hasta que su vista quedó
clavada en la imagen que tenía ante sus ojos. Una imagen que crecía en
intensidad hasta que todo lo que la rodeaba se difuminó en el espacio, y
entonces sólo existía la figura. Fue en ese momento cuando la anquilosada imaginación
de Eduardo comenzó a trabajar como nunca antes lo había hecho, o al menos como
él no recordaba. Las ideas comenzaban a estar claras en su cabeza a medida que
ante sus ojos la figura empezaba a cambiar, volviéndose aún más altiva a medida
que la voluntad de Eduardo así lo exigía. Y así la historia iba tomando forma
en su pensamiento...
“Si, debiste ser un
gran pensador de tu época. Tus ojos sabios fueron testigos del devenir de una
nación convulsionada tanto por las luchas contra naciones bárbaras en el campo
de batalla, como por otro tipo de luchas, desarrolladas en las entrañas de un
poderoso imperio condenado a la escisión por intrigas y ambiciones ajenas a tus
anhelos...”
Sus dedos se movían impulsados por una
inspiración hasta entonces desconocida para él. El rítmico sonido de las teclas
al ser pulsadas crecía en intensidad a la par que lo hacía la excitación de
Eduardo, que vivía en un estado de catarsis total, incapaz de separar la vista
del monitor donde eran plasmadas a una velocidad de vértigo las ideas que
brotaban a borbotones de su cerebro.
Fue al ocaso del tercer día, cuando una agotada silueta se
tambaleaba entre las sombras del crepúsculo del atardecer fuera del estudio que
se había convertido en su celda durante ese lapso de tiempo. El interruptor de
la luz escupió un brillo tan insoportable que Eduardo no pudo evitar lanzar una
exclamación de dolor mientras protegía sus ojos con el antebrazo. Cuando sus
ojos se adaptaron a la claridad del cuarto de baño, observó alarmado la imagen
que le devolvía el espejo. Un rostro blanquecino y ojeroso le miraba al otro
lado del cristal, con el cabello alborotado y un mentón otrora perfectamente
rasurado y ahora oscurecido por la prominente sombra de una barba. Fue este
hecho el que le hizo preguntarse cuánto tiempo había estado encerrado
escribiendo y si debía reconsiderar la idea de tomarse un descanso. Esto mismo
unido a unas terribles punzadas en el estómago que le recordaban la necesidad
de ingerir algún tipo de alimento, terminaron por convencerle del todo.
Decidió tomar un bocadillo y escuchar
un poco de música, tras lo cual se daría una larga y refrescante ducha, para
retomar la redacción de su novela que llevaba bastante adelantada. Optó por
tomar el tentempié en el sillón, como tantas otras veces había hecho, pero tan
pronto tomó asiento y miró al frente se encontró de nuevo atrapado por el
embrujo de la figura, y dejando a un lado las viandas que había preparado se
concentró en la observación de la talla para descubrir extrañado que a su
juicio el aspecto de la misma había variado. Parecía haber perdido en parte esa
altiva compostura que él había adivinado anteriormente, y a ahora se le
antojaba incluso que su porte, antes firme como una estaca, había acabado
cediendo ligeramente, como si una carga pesada obligara a aquella figura a
ceder levemente. La mirada desafiante había dado paso a una más calmada,
incluso cansada.
La febril imaginación de Eduardo se
puso en funcionamiento de nuevo y una sucesión de pensamientos tomaron vida en
su mente.
“Creo haberme
equivocado al juzgarte, viejo amigo. Aunque erudito, tú siempre preferiste la
acción a las palabras. Debiste ser un gran general que mandó a sus tropas en
innumerables batallas. Pero después de tantos años se te niega el
reconocimiento, y te das cuenta de que al final de tu vida, agotado, sólo
cuentas con una pluma y un pulso firme para dejar tu legado a las generaciones
venideras...”
En algunas ocasiones habremos escuchado
que el poder de la mente es capaz de doblegar la voluntad de un cuerpo al
límite de agotamiento. Si a alguien se le ocurrió en alguna ocasión ilustrar
esta afirmación, no podría haber encontrado mejor ejemplo que los días que
transcurrieron entre el momento en que un agotado Eduardo hizo añicos el
trabajo hasta entonces realizado y la sombra de lo que había sido el novelista,
deambulando por el pasillo de su casa, con la vista perdida en algún lugar, muy
lejos de donde se encontraba su cuerpo. Fueron cinco días de trabajo febril, en
los cuales su estado de ánimo había sufrido numerosos vuelcos, pasando desde
una excitación que rozaba el histerismo, hasta la depresión más absoluta. El
suelo de su estudio se había convertido en una alfombra blanca conformada por
los pedazos de miles de esperanzas y sueños que se habían tornado en desánimo y
pesadillas. Una y otra vez sus esfuerzos chocaban contra un muro creado quien
sabe si por la extenuación de una mente al borde del colapso, y la
imposibilidad manifiesta de una imaginación carente del talento necesario. De
cualquier forma eso ya carecía de importancia.
Unos pasos vacilantes llevaron a
Eduardo una vez más hacia el sillón colocado frente a la figura y sus ojos se
posaron de nuevo sobre la misma. Se diría que sus ojos, aunque fijos en la
talla, no eran conscientes de su existencia, pero aquel que hubiera pensado eso
no podría estar más alejado de la realidad, pues no veían otra cosa más que
aquello, la figura de un hombre encogido, con la boca crispada en una expresión
burlona que le daba un aspecto que rozaba el esperpento. Y a medida que Eduardo
observaba el objeto de su obsesión, el odio y la rabia se iban haciendo hueco
en su interior hasta que el novelista explotó de súbito...
—¿Cómo has podido tenerme engañado durante tanto tiempo?
¡Ahora sé muy bien quién eres! ¡Eres un ser mezquino incapaz de ningún
sentimiento! ¿Cómo serías capaz de narrar ningún acontecimiento si estas
henchido de tu propio egoísmo? ¡Un ser codicioso preocupado de su propia
existencia, que no tiene más interés que el que tú mismo le das! ¡Te conozco
muy bien porque tú eres...! ¡Eres como yo!
Ante los atónitos ojos de Eduardo, la figura comenzó a
crecer en tamaño hasta alcanzar casi la altura del techo, tras lo cual se
dispuso a bajar de forma cansina del pedestal. Su expresión burlona se
acentuaba por momentos mientras acortaba la distancia que le separaba del
novelista. Eduardo parecía hallarse en un sueño y todo le parecía irreal
excepto la sensación que se tiene en todas las pesadillas de no poder moverse,
y lo único que podía hacer era observar como la gigantesca figura se acercaba
de forma inexorable, mientras sentía sus miembros fríos y pesados, como de
piedra...
En la estancia todo es orden y
pulcritud. El arco de la entrada está vestido con cortinas de terciopelo rojo
anudadas a las columnas que decoran el mismo por medio de cordones dorados. Hay
numerosas vitrinas que exponen libros antiguos y delicados pergaminos. Los
sillones ricamente tapizados pertenecen a otra época, quizás el siglo XVIII, y
las columnas de estilo dórico están coronadas por bustos de personajes
importantes en sus épocas. Y en el centro de la estancia, sobre un pedestal, la
figura de un hombre con chaqueta de lana y unas gafas colgadas sobre el cuello
mediante una cadena de eslabones finamente tallados preside la exposición. Ya
no pertenece a una época que no le gusta vivir, ni tampoco pertenece a un
pasado que añora como si lo hubiera saboreado. Ahora es atemporal y perdurable
en el tiempo...
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